La sentencia sobre la violencia de género y los inmigrantes burundeses

Ha suscitado un cierto revuelo la sentencia de 20 de diciembre de 2018 del Pleno de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que falla sobre una pelea de pareja en la puerta de una discoteca, sin que hubiera denuncias ni lesiones. Parece, además, que la iniciativa y el peso de la pelea la lleva ella, pues pega antes, con el puño cerrado y termina con un patada, mientras que él contesta con la mano abierta. Sin embargo, la condena es superior para el hombre, que recibe seis meses de cárcel por lesiones de menor gravedad y la mujer tres meses por el mismo delito. El Supremo entiende que siempre que un hombre agrede a su pareja hay violencia de género, sin posible prueba en contrario.

Este caso es significativo porque pone de relieve un diferente modo de tratar al hombre y a la mujer que sólo con un grave retorcimiento argumental y un decidido voluntarismo puede entenderse que no vulnere el mandato del artículo 14 de la Constitución de que “todos los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de…sexo…o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Salvo que entendamos que los que han de ser iguales en la mayor pena son los españoles y no las españolas, claro.

Pero el origen del problema en realidad está en la propia ley, pues los artículos 153.1 y 153.2 del Código Penal consagran paladinamente esa diferencia de trato, tras la controvertida –en este punto- Ley de Violencia de Género de 2004. Y lo malo es que el Tribunal Constitucional, en un alarde de posibilismo jurídico, le dio el visto bueno al entender que ésta era una opción legítima del legislador ante la gravedad objetiva de una conducta y considerar que es también igualdad dar tratamientos diferentes a situaciones diferentes.

No resulta fácil, pues, justificar jurídicamente la crítica a este agravio comparativo cuando está consagrado en la ley y es formalmente constitucional. Y cuando, además, es evidente que la violencia de género existe y, en general, la violencia se da mayoritariamente de hombre a mujer. Pero el Derecho es lógica y sentido común, y el Penal riguroso y garantista. Todos sabemos que cuando una ley no es general sino que afecta a un grupo social concreto las injusticias pronto van a aparecer.

Pero intentemos sacar la cuestión –contaminada de emocionalidad- de contexto para ver si resulta más clara la discriminación. Pongamos que se demostrara estadísticamente que los inmigrantes procedentes de Burundi comenten el 99% de las agresiones y robos, quizá porque suelen medir 2 metros y son robustos. ¿Sería justo promulgar una ley que, para erradicar estos crímenes burundeses, condenara más duramente el acto si la nacionalidad del delincuente fuera burundesa? Concluiríamos que estaría bien condenar a los burundeses con más pena porque hay una violencia “estructural” (parece que usando esa palabra ya se justifica cualquier cosa) de los de esa nacionalidad y porque de esa manera luchamos con más energía contra una lacra socialmente escandalosa. Lo malo es que quizá acertáramos en un gran número de casos, pero podríamos ser gravemente injustos con aquel burundés pequeñito que se ve envuelto en una pelea con un kazajo grande.  Parece evidente que difícilmente admitiríamos esta ley: tiene algo de discriminatorio, chirría. Lo lógico es que, conforme al principio de la generalidad de la norma, se establecieran conductas abstractas para todo el mundo y agravantes -superioridad física- o atenuantes según los casos

Y pongo a los burundeses altos por ser aséptico, pero pueden ustedes poner aquí el grupo social que más hiera su sensibilidad: gitanos, homosexuales, inmigrantes, o a los catalanes (por eso de su tendencia a la secesión); pero parece evidente que legislar penalmente sobre un determinado grupo social es un caso de Derecho Penal de Autor de libro. Quizá convenga recordar que el Derecho penal moderno es un Derecho penal de acto, es decir, que sanciona conductas sin importar la personalidad del autor, mientras que el de Autor condena personalidades por su asocialidad. En esta forma de ver el Derecho penal, el que el autor pertenezca a un determinado grupo es lo que le convierte en objeto de censura legal. Y esta es una cuestión clave: el Derecho penal del Acto es un logro del Estado de Derecho al limitar la capacidad del legislador de ser arbitrario con las características del delincuente. El Derecho penal de Autor es incompatible con el Estado de Derecho y propio de los sistemas totalitarios, porque se presta a todo tipo de abusos políticos.

Volvamos ahora a nuestro caso: parece que se trata de violencia que no es de género porque no está basada en presupuestos machistas, que es mutua e incluso más grave por parte de la mujer. Sin embargo se pena más al hombre, porque en la interpretación que hace el Tribunal Supremo cualquier violencia de hombre a su pareja se incluye siempre en el tipo legal de violencia de género (se me ocurre ahora preguntarme si también se aplicaría si está oscuro y el hombre no reconoce a su mujer). ¿Es un caso diferente al de los burundeses?: no lo creo, es también una discriminación.

Y este relativamente nimio asunto tiene importancia: es sólo una pequeña quiebra del Estado de derecho pero esas grietas se cuelan otras cosas. Lo increíble es que ello se haya consagrado en una ley (por unanimidad), lo haya aprobado el Tribunal constitucional y lo haya agravado el Tribunal Supremo unificando una doctrina que, por cierto, muchas audiencias no seguían, porque entendían que la componente machista ha de probarse.

Y, por supuesto, no se me malinterprete. Nada tiene que ver esta cuestión con la lucha contra la violencia de género. Ni siquiera quiere ello decir que no quepa hacer distinciones en el ámbito civil, promover políticas de ayuda o de protección e incluso discriminar positivamente. Pero es un avance irrenunciable del Estado de Derecho la igualdad ante la ley penal. Un país civilizado respeta el principio de Blackstone que establece que es mejor que diez personas culpables escapen a que un inocente sufra, aplicable al caso en cuanto a la injusticia individual de la mayor pena. Hay que luchar contra la violencia de género con todas nuestras armas, pero hay que procurar no sobrepasar los límites de la igualdad si no queremos que nos acusen de justificar los medios por los fines. Y creo que todo el mundo entiende hay que mantener a ultranza el principio de que el fin no justifica los medios porque de acostumbrándonos a las pequeñas injusticias acabamos aceptando las grandes. Quizá algunos del GAL o algunos torturadores –salvando las distancias-  probablemente pensaban que hacían el bien.

Y es que justificar la desigualdad tiene un efecto colateral muy peligroso: alienta posiciones machistas proporcionando munición legítima para la discusión y blanqueando sus planteamientos y excita la rabia por un agravio comparativo que se traduce luego en posiciones políticas extremadas. Sin ninguna necesidad de hacerlo. Queriendo conseguir un bien lo que se consigue es dar argumentos legales rigurosos a quienes piensan que no existe la violencia de género, a la vez que se convierte  la lucha contra esta en una especie de religión en la que no cabe la duda ni la discrepancia. Y, como me gusta señalar siempre, el matiz es el signo distintivo de la civilización