Perdónese, pero en su justa medida

Hace ya tres años tuve la suerte de poder desarrollar una investigación que me llevó a conocer de primera mano el funcionamiento de una institución vetusta, antigua y desprestigiada en nuestro moderno Estado de Derecho: el indulto. Entonces, como pude contarles en una publicación en esta casa un año después, analicé las distintas dinámicas que habían motivado la concesión de indultos durante el periodo democrático, de 1982 a 2014. Y cuando digo «de primera mano» me refiero al valiosísimo testimonio de personas que habían ocupado los ministerios y las subsecretarías de Justicia, actores y actriz (solo conté con una mujer: Margarita Robles) principales de tales concesiones de indultos.

Hoy, casi 5 años después del límite final de mi estudio (el mencionado año 2014), podemos confirmar una tendencia que ya advertí y que dejé abierta como hipótesis entonces. La opinión pública, el escrutinio de la sociedad, de los grupos de interés, de los partidos políticos y de los medios de comunicación dio lugar a un cambio en la (sub)política pública de indultos. Frente a las grandes concesiones de antaño, hoy apenas sí se otorgan unas pocas medidas de gracia al año. Un persona que lea atentamente y a diario el BOE habrá observado que, si antes era normal tener cada mes o dos meses unos cuantos perdones publicados en el diario oficial, hoy es un fenómeno extraño.

Pero, ¿es, acaso, esta drástica reducción una buena noticia? En mi opinión, no. Les explico por qué lo pienso.

Algunas de las personas que estudian los indultos (las menos), abogan por su supresión radical. Ya lo decía la insigne Concepción Arenal: «La injusticia de las leyes crueles no se evita sustrayendo a su acción algunos pocos privilegiados por medio del derecho de gracia, sino suprimiéndolas para todos». Es cierto que, en un mundo ideal, el indulto debería desterrarse del ámbito del Derecho. El Derecho Penal solo debería castigar aquellos comportamientos dignos de castigo, y el Derecho Penitenciario debería prever todo tipo de mecanismos para aminorar y amortiguar las consecuencias (las externalidades) negativas de la ejecución de la pena.

Pero, como saben todas las personas que me leen, tenemos un legislador «vago», al que le fascina el populismo punitivo -imponiendo penas exacerbadas-, y la naturaleza variable de la condición humana hace que sea difícilmente posible prever cuantas circunstancias personales y sociales de un reo (o rea, aunque estas sean minoría) puedan existir. Por ello, suprimir «de cuajo» este instituto, que está llamado a mitigar el rigor de la aplicación de la Ley, como dice el Código Penal, creo que hace un flaco favor a los derechos de todas las personas condenadas, especialmente de las privadas de libertad. La teoría —posiblemente perfecta en un mundo ideal— choca con la realidad de un sistema que, dudo mucho, nunca estará a la altura de tales deseos.

Por lo tanto, es posible que, desde hace 5 años, muchas situaciones dignas de haber sido perdonadas no lo hayan sido por los indudables y muy criticables excesos cometidos previamente. Control:  esa es la clave, como de hecho apuntaba ya el informe de la Fundación Civio, al que también se refirió en esta sede Rodrigo Tena. Hay que establecer mecanismos suficientes para evitar los abusos que en otras épocas —y también recientemente— se han cometido en las concesiones de indultos.

Porque, precisamente, el perdón es un acto del poder ejecutivo por el que se deja sin efecto una condena del Poder Judicial (previamente, por cierto, establecida por el poder legislativo). Acto previsto por el constituyente y, por lo tanto, perfectamente legítimo. No creo que afecte a una separación de poderes que, de hecho, no existe. Lo que tenemos las democracias occidentales contemporáneas es un sistema de pesos y contrapesos (check and balances) que requiere, como digo, de controles recíprocos para evitar los desmanes de las otras ramas del «Gobierno» (en el término inglés de la palabra Government). Por eso, el control de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, aunque discutido, se ha abierto paso en la jurisdicción contencioso-administrativa con respecto a los indultos.

Otro de los asuntos actualmente debatidos, con ocasión de varias propuestas de reforma que se están debatiendo en el Congreso, es el del ámbito objetivo de estas medidas de gracia. ¿Habría que vetar algunos indultos de la concesión? Proponen algunos como los de corrupción, los que atenten contra la libertad sexual y aquellos contra las instituciones del Estado, como la rebelión. ¿Mi opinión? Tampoco conviene limitar este extremo.

La opinión pública es voluble, como es obvio. Solo hay que mirar los Barómetros del CIS para darse cuenta de que las principales preocupaciones de los ciudadanos cambian a lo largo del tiempo (quizás con la notable excepción de la propia política y de la economía, que suelen ser quebraderos de cabeza recurrentes para el sufrido pueblo español). Ahí está, a mi modesto parecer, el quid de la cuestión. No nos fiamos de quienes nos gobiernan. Creemos que los mismos que «nos roban» con sus corruptelas, después harán lo posible por perdonarse a sí mismos. Algo de razón hay en esto. Pero poca. Ha habido abusos, como por ejemplo El Indultómetro tan bien nos ha ilustrado estos años atrás. Pero los casos controvertidos, los excepcionales, los casos corruptos (la «corrupción política del indulto», en palabras de uno de los mayores expertos jurídicos españoles en materia de indultos, el profesor Antonio Doval, de la Universidad de Alicante) son la excepción.

Prohibir por ley —con lo difícil que es cambiar (a veces) las leyes en este país; y para muestra la Ley provisional de indulto, actualmente vigente, de 1870— la concesión de indultos por determinados delitos que ahora pueden ofrecer gran alarma, pero pronto dejar de ser importantes, no me parece lo más acertado. El sentimiento de impunidad del poder público se combate con control, con transparencia, con rendición de cuentas. Prohibir, por ministerio de la Ley, que determinadas personas que han sido ya condenadas —porque, por cierto, de eso de repartir, pedir o solicitar indultos antes de cualquier condena ni hablemos, pues es un insulto a la inteligencia, al Estado de Derecho y a la presunción de inocencia— no puedan ser perdonadas, siquiera sea parcialmente, para mitigar la estricta aplicación de la Ley penal si sus circunstancias particulares lo requieren, me parece una severa consecuencia para un sistema que se basa, por mandato constitucional, en la reinserción.

He sabido que la semana pasada se celebró en el Congreso una serie de comparecencias sobre la reforma de la Ley de Indulto con intervención de expertos en la materia (miércoles y jueves). Confío en que sean atendidas algunas de sus sugerencias al buen fin de armar una reforma legislativa adecuada.

En definitiva: perdónese, pero con tiento. Perdónese, pero con acierto. Perdónese, pero con control. Perdónese, si se debe perdonar. No se perdone, si no es el caso. Y perdónenme ustedes, queridos lectores y queridas lectoras, si algo de lo dicho no ha sido de su agrado.