Fake comments
“Siempre he necesitado contar con bastante información para tener opinión”, apunta Iñaki Gabilondo en el número de enero de la revista Esquire. Esa sensata cautela evitaría habituales destrozos.
El clásico dicho de que “Facts are sacred, comments are free” ha contribuido a peligrosas mitificaciones. Bien está subrayar la tozudez de los hechos (frente a quienes solo perciben interpretaciones y puntos de vista), pero la segunda parte de la frase alimenta los equívocos. El tópico adagio (que parafrasea a Scott cuando era editor de The Guardian) obvia que las opiniones no cuentan con total autonomía. Si pretendemos que tengan algún valor, las opiniones no pueden ser libres… de desinformar. Las opiniones que propician falsedades son pura palabrería, puro bullshit. Los fake comments son tan nocivos como las traídas y llevadas fake news. Ambos fake conforman el mismo fenómeno desinformativo.
Es más, si el concepto de fake news es inapropiado, se debe a cuestiones como que la desinformación no se circunscribe al formato noticia, sino que es un magma mucho más abarcador y complejo. Así lo corrobora el informe encargado por la Comisión Europea: “A multi-dimensional approach to desinformation”.
Junto a todo ello, parece razonable intentar desmontar ese prurito de impunidad con que algunos revisten a la opinión. Atendamos a un reciente ejemplo. El pasado 6 de enero, Fernando Sánchez Dragó publicó en El Mundo la columna “Con faldas y a lo loco”. En el artículo señala que las mujeres asesinadas por violencia de género habían sido, en 2018, menos “que niños asesinados por sus mamaítas (67)”.
El dato es manifiestamente falso. Y si ya es lamentable difundir infundios desde la tribuna de un diario de información general, la cuestión se agrava cuando el autor se explica al día siguiente. El 7 de enero, en el mismo medio, Dragó descarta la rectificación y las disculpas, para optar por el despropósito justificativo. Su post (“Ni fake, ni new”) incorpora bochornosas perlas. Veamos.
“(…) mis columnas forman parte de mi obra literaria. No soy un periodista que además escribe libros, sino un escritor que colabora de refilón en la prensa escrita y en la audiovisual”, dice Dragó. ¿Y? ¿Por qué esa condición de escritor la enarbola como coartada? La literatura presenta múltiples géneros; y los requisitos que cabe plantear ante una novela difieren de los que plantearíamos ante un ensayo. De igual forma que lo que es legítimo en un chiste gráfico, con sus hipérboles y caricaturas, se convertiría en un ejercicio sin gracia ni profesionalidad cuando estamos escribiendo un reportaje para un medio que no se presenta como satírico. En consecuencia, Dragó puede fantasear cuanto desee en una obra de ficción (la ficción nada tiene que ver con la mentira), pero se encontrará con unas determinadas restricciones cuando suministre datos, supongamos, en un estudio histórico o en una columna periodística. No es que escribir ficción haya de ser menos importante que relatar hechos. Pero sí es de justicia reconocer que cada discurso presenta sus particularidades; y que son diferentes las exigencias deontológicas que cabe contemplar en cada caso.
“Mis columnas”, puntualiza Dragó, “son mayoritariamente de opinión y rara vez, y sólo de costadillo, pretenden ser de información”. Ay, torpe y tramposa excusa. Bajo la armadura de que es opinión (y todo el reseñado sonsonete de que “las opiniones son libres”), cualquier patraña encontraría asiento. Cuando Dragó alude a los “niños asesinados por sus mamaítas”, recoge que “las autoridades judiciales y los medios de intoxicación se cuidan muy mucho de airear” esos números. Es decir, difunde la cifra como quien está ofreciendo una exclusiva, como quien está realizando una revelación que oscuras fuerzas desean encubrir. Cómo eludir, pues, que está dando información: información desinformadora, claro, en la que sustenta el resto de su comentario. Ofrecer datos falaces y luego blindarte en el burladero de la opinión (pretendiendo que no se te pidan cuentas por las falacias propagadas) no tiene pase. Estar a setas y a rólex resulta, aquí, una aborrecible artimaña.
Para avalar sus datos, Dragó añade: “sólo puedo decir que circulan desde hace días por aquí y por acullá”. Y sobre las cifras suministradas, remata: “he recibido no pocos correos que las dan por buenas”. Con ese asombroso fact-checking, sobra cualquier apreciación. Si esos son los avales, todo se explica.
Y por último. “Mis detractores manejan otras cifras, procedentes de organismos oficiales o de onegés (sic) de dudosa credibilidad”, apunta Dragó. De su análisis se desprende que existen datos al gusto del consumidor; que cada cual elige los que le gustan; y que él, por supuesto, no va a ser menos. Triste escenario. Si no hay hechos, todas las versiones dispondrán de similar validez, y el rigor pasará a ubicarse en idéntica posición que la superchería. Por tanto, el testimonio de los terraplanistas o de los antivacunas gozaría de idéntica valía que la demostración científica que corrobora lo contrario.
La perversa lógica de los “hechos alternativos”, delirio que popularizó la actual presidencia estadounidense desde sus primeros compases, afianza su influjo. Los Trump de este mundo (hay bastantes a unos lados y otros del espectro ideológico) se sentirán satisfechos por la desenvoltura con la que han cuajado sus prácticas. La polarización se abre paso a golpe de dislate. Y si nos ocupa la desinformación, y si nos preocupa el deterioro democrático e institucional que ésta conlleva, quizá podamos coincidir en que no todos los comments resultan free: ni en su acepción de libres ni en su acepción de gratuitos. El desbarre fáctico siempre pasa factura. El desatino político-comunicativo siempre acarrea coste. Un alto precio que, en términos cívicos y éticos, siempre se acaba pagando.