Las instrucciones de la oficina “independiente” de regulación y supervisión de la contratación

La regulación de los contratos menores en la Ley de contratos del sector público de 2017 (en adelante, LCSP) está siendo objeto de interpretaciones variopintas sobre el alcance de sus previsiones, con la consiguiente desorientación de los operadores y su inevitable afectación al principio de seguridad jurídica y al tráfico jurídico contractual del sector público.

Hace unos días se hizo pública la Instrucción 1/2019, de 28 de febrero de 2019, de la Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación. Esta Instrucción ha generado notable desconcierto, planteándose la duda (en muchos casos la certeza) de si es de obligatoria aplicación no solo a la Administración General del Estado y a su sector público institucional, sino también a las CCAA y a las entidades locales. Tema nada menor.

Mi única intención ahora es poner el foco de atención sobre el carácter o naturaleza de esa Oficina, y, a partir de esa breve reflexión, cuestionar que tal órgano adscrito a la AGE, aunque se predique del mismo una inocente independencia, pueda dictar instrucciones que se apliquen obligatoriamente a niveles de gobierno dotados de autonomía constitucionalmente garantizada como son las CCAA y los entes locales. Por parte de la doctrina administrativista se ha defendido que esa es una función reguladora (Betancor) y que, en consecuencia, tales instrucciones son de obligado cumplimiento por parte de todas las entidades del sector público, sea estatal, autonómico o local (Gimeno/Moreno). Mi tesis, sin embargo, es que tales instrucciones, sin perjuicio de que puedan ser pretendidas manifestaciones de una función regulatoria, no se aplican con carácter obligatorio a las CCAA ni a las entidades locales. Pues, pese a lo que se ha dicho, esa Oficina nada tiene que ver con otras manifestaciones de instituciones de sello muy distinto como la AEPD (cuando emite “Circulares”) o con la AIREF (“Informes” con recomendaciones), pues lo que diferencia a esa Oficina frente a estas autoridades independientes es un dato nada menor: aparte de su objeto, el aval parlamentario que la dirección o presidencia de esos órganos tienen para ser designados (ver, por ejemplo, artículo 24 de la LO 6/2013). Pero hay más.

Parece obvio que la pretensión del legislador, con base en el artículo 83 de la Directiva 2014/24, era, como bien opinan Gimeno Feliú y Moreno Molina, reforzar el principio de integridad mediante la creación de un organismo independiente que garantizase la eficiencia en el cumplimiento de la legislación en materia de contratación pública. Nadie pone en cuestión eso. La voluntad del legislador parecía clara: configurar la Oficina como un órgano que “vela por la correcta aplicación de la legislación” (una suerte de intérprete administrativo supremo de la legislación de contratos del sector público), al que se le confiere la ingente tarea de “coordinar la supervisión en materia de contratación pública de los poderes adjudicadores del conjunto del sector público” (exposición de motivos). Esa misma voluntad holística se advierte, asimismo, cuando, por ejemplo, el artículo 332.11 LCSP reconoce que esa función de supervisión se realizará sin perjuicio (por lo que ahora interesa) de las competencias que correspondan, en materia de gestión económico-financiera, a los órganos de intervención a nivel autonómico y local”.

Por su parte, al propio artículo 332.1 LCSP, siguiendo la huella marcada por el preámbulo, nos dice que “la Oficina actuará en desarrollo de su actividad y (en) el cumplimiento de sus fines con plena independencia orgánica y funcional”, y sus miembros (presidencia y cuatro vocalías) “no podrán solicitar ni aceptar instrucciones de ninguna entidad pública o privada”. Hasta aquí todo apunta a que la naturaleza jurídica de ese órgano es la de una autoridad pretendidamente independiente, aunque la letra de la Ley y su desarrollo reglamentario ulterior distorsionen bastante –como se verá de inmediato- tan enfática denominación.

En efecto, en ese trazado argumental y normativo hay algunos puntos débiles que conviene poner de relieve. En este breve comentario solo puedo sintetizarlos. A mi juicio, son las siguientes:

  1. El propio artículo 332.1 LCSP fundamenta la creación de la Oficina como “órgano colegiado” en el artículo 19 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre. Vaya por delante que, precisamente, ese artículo es uno de los pocos que no tiene carácter básico del título preliminar de la LRJSP. En verdad, tal Oficina es un órgano administrativo de la AGE y no otra cosa, por mucho que se pretenda. Pues si quisiera ser otra cosa se tendría que haber configurado de forma muy distinta, cosa que no se hizo.
  2. Un órgano colegiado de tales características, por definición, se inserta en una estructura administrativa determinada, al menos en su nivel de adscripción, sin perjuicio de que de él puedan formar parte otras Administraciones o, como es el caso, funcionarios que procedan no solo de la AGE sino también de otras Administraciones públicas. Esta cuestión es indiferente para definir la naturaleza del órgano.
  3. La Oficina, como revela palmariamente el Real Decreto 256/2018, de modificación del Real Decreto 424/2016, de 11 de noviembre, por el que se establece la estructura orgánica del Ministerio (entonces) de Hacienda y Función Pública, se inserta como órgano colegiado (con toda la independencia que se quiera vender) en una estructura administrativa ministerial dentro de un complejo orgánico-jerárquico y funcional de la AGE y de las entidades que conforman su sector público institucional. Forma parte de esta tendencia organizativa reciente a crear organismos o puestos de trabajo “independientes” en el seno de estructuras jerárquicas (como, por ejemplo, salvando las distancias, la figura del Delegado de Protección de Datos). La jerarquía no cotiza al alza.
  4. Por mucho que se predique su pretendida independencia, sus miembros (Presidencia y cuatro vocalías) son designados discrecionalmente por el Consejo de Ministros a propuesta del Ministerio de Hacienda entre funcionarios de las Administraciones Públicas pertenecientes al Grupo de Clasificación A1, que tengan una experiencia mínima de diez años “en materias relacionadas con la contratación pública”, pero –y este es un dato determinante- sin ningún aval parlamentario. Ello conduce a su caracterización como órgano administrativo independiente, pero no como administración o autoridad independiente. No conviene mezclar las cosas. El Gobierno actual –adviértase este dato fáctico- ha estado ágil en la designación de tales miembros (así, la Ministra del ramo ha echado mano de su “cantera andaluza” para cubrir la presidencia del órgano), blindando la Oficina durante seis años, que es el período de tiempo que deberán permanecer en el ejercicio de sus funciones, salvo una renovación parcial que se realizará a los tres años (que, al parecer, se aplicaría solo sobre “dos vocales” y no sobre la presidencia, algo muy discutible). Aquí al Parlamento ni se le ha consultado ni menos aún se ha pedido que avale tal nombramiento. Se ha hecho al estilo de las libres designaciones, sin cortapisas. También dato nada menor: pretender que con ese modo de designación gubernamental sus instrucciones se impongan a autoridades políticas con legitimación democrática es un tanto exagerado.

En síntesis, la naturaleza de esa Oficina por mucho que se empeñe el legislador y se esfuerce la doctrina más autorizada no puede ir más allá de ser un órgano colegiado adscrito a la AGE, dotado de una independencia funcional “atípica”, que se plasma sobre todo en los seis años de mandato, pero que se difumina por un sistema de designación discrecional solo sometido a unos requisitos temporales de experiencia (sin otro sistema de acreditación de la profesionalidad). Sus funciones, por muy razonables que sean en su concreción, no pueden proyectarse con carácter preceptivo sobre otros niveles de gobierno que tienen reconocido constitucionalmente (como es el caso de las CCAA) competencias de desarrollo legislativo y ejecución, pues ello violentaría el principio de autonomía en una dimensión tan propia como es el de la organización institucional. Y de ello es parcialmente consciente el propio legislador tanto en la disposición final primera, apartado 4 (donde se salvaguarda el principio de auto organización de las CCAA en la extensión de lo básico) como cuando en el artículo 332.13 tiene que reconocer la evidencia: “Las Comunidades Autónomas podrán crear sus propias Oficina de Supervisión de la Contratación”. Y, en caso de que se creen, como es obvio, no podría existir entre la Oficina de la AGE y las Oficina autonómicas relación de jerarquía de ningún tipo, pues ambas son manifestaciones de la potestad de auto organización de cada nivel de gobierno. Me objetarán que, mientras no se creen, ya está la Oficina AGE para imponer criterios vinculantes, que todas las demás Administraciones Públicas deberán seguir. Y este punto del razonamiento tampoco puedo compartirlo.

En efecto, la letra d) del apartado 7 del artículo 332, establece que la Oficina “podrá aprobar instrucciones fijando las pautas de interpretación y de aplicación de la legislación de la contratación pública”, que “serán obligatorias para todos los órganos de contratación del Sector Público del Estado”. Sin perjuicio del alcance que quepa darle a ese sintagma (“sector público del Estado”), que no aparece definido en ningún marco legal previo (aunque algunas interpretaciones lo pretenden conducir interesadamente a la noción de sector público como ámbito subjetivo de aplicación de la LCSP y de la LRJSP, lo que no procede), cabe interpretar cabalmente –dentro del marco de distribución de competencias en esa materia entre Estado y CCAA- que esa expresión se refiere únicamente, en cuanto a su obligatoriedad, al sector público estatal, referencia normativa que sí encuentra pleno acomodo en la vigente LRJSP o en las leyes anuales de presupuestos generales del Estado. Lo contrario, por muy buena voluntad que se le presuma a la LCSP de perseguir la corrupción y luchar por la integridad a través de la contratación pública, supondría una vulneración flagrante del principio de autonomía en su dimensión competencial y organizativa. Además, el principio de supletoriedad del Derecho estatal sobre el Derecho de las CCAA no puede jugar por definición en un campo como es el organizativo-institucional.

Pretender basar esa competencia en una extensión de las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas es un notable exceso, puesto que con ello se pretende avalar que un órgano adscrito a un Ministerio y cuyos miembros son designados discrecionalmente imponga instrucciones a aquellas Administraciones Públicas que están fuera de su radio de acción en cuanto que no dependen jerárquicamente de la Administración General del Estado. Si lo que dicta esa Oficina son instrucciones, que interpretan el alcance que deba dársele a la Ley, tales instrucciones, aunque  se les pretenda dotar de una dimensión reguladora, por definición solo pueden operar en el ámbito propio de una Administración Pública y en el sector público institucional vinculado o dependiente de aquella. Todo lo más serán directivas o recomendaciones, que podrán ser utilizadas, en su caso, como criterio interpretativo por otras Administraciones Públicas. La categoría conceptual de la instrucción tiene su propia naturaleza, aunque esta sea impropia. No la desfiguremos hasta tal punto de eliminar su sentido. Si se quería otro resultado, que se hubiese regulado de otra manera.

Más le hubiese valido al legislador haber importando la técnica mucho más pulcra de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre (LTAIBG), mediante la cual el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno asume, mediante convenio al efecto, la competencia de dictar resoluciones en materia de derecho de acceso a la información pública de aquellas Comunidades Autónomas que no hayan creado un órgano de tales características. Pero entre el CTBG, la AIREF o la AEPD y la citada Oficina hay profundas diferencias de diseño institucional y de naturaleza, por mucho que se esfuerce la doctrina autorizada en negarlas. El legislador de contratos ha pretendido ir por la vía fácil y chapucera, haciendo bueno aquel dicho atribuido a Bismarck del paralelismo entre la producción de las leyes y las salchichas. Siempre es mejor no saber quién las ha manipulado y qué llevan dentro. Así se hacen las leyes y así salen las salchichas normativas con las que debe operar en época de posmodernidad legislativa el desvalido funcionario público.