La virtud del político

A la vista del turbio panorama electoral que nos amenaza durante los próximos meses, quizás no esté de más reflexionar sobre las virtudes que deberían adornar a un político digno de ese nombre en una democracia como la nuestra. Al fin y al cabo, pronto tendremos que elegir (aunque sea de manera indirecta) a las personas que van a asumir importantísimas responsabilidades en los distintos puestos del Estado, todos muy relevantes, desde una alcaldía a la presidencia del Gobierno, y equivocarse en el carácter o en los principios de los candidatos puede resultar fatal, especialmente en tiempos tan revueltos como los que vivimos.

Hoy en día domina la idea, quizás desde el famoso opúsculo de Max Weber (aunque su antecedente puede encontrarse en Maquiavelo), de que la virtud fundamental del político es la responsabilidad. A diferencia del santo, que se mueve solo por principios y deja el resultado en manos de Dios, al político le interesa precisamente ese resultado por encima de cualquier otra consideración. Pero lo que ocurre en estos tiempos es que el resultado final (progreso político, social y económico, en función de la diferente perspectiva ideológica de cada cual) ha quedado suplantado por el objetivo meramente instrumental del triunfo electoral. Todo ello bajo la presuposición de que, si se triunfa, será porque se acierta a la hora de conseguir esos objetivos finales.

Esa presunción, obviamente, no resiste hoy el menor análisis. El conocimiento experto del político no se centra en la actualidad en identificar los problemas reales de una sociedad e informar de las posibles soluciones a los electores para que voten de manera responsable, sino en activar todas las tretas posibles para incentivar y reconducir el voto en su propio beneficio, aunque sea a través del engaño, la demagogia, la desinformación, el abuso institucional, los prejuicios y los sesgos cognitivos de los electores, cuanto más desinformados mejor. En el mercado electoral también se piensa que la mala moneda desplaza a la buena, por lo que la carrera siempre es hacia el fondo, hacia el todavía más a la hora de identificar problemas falsos y proponer soluciones imposibles. Ese planteamiento no solo contamina la actividad política preelectoral, sino también la gestión de gobierno, condicionada por la anterior y siempre a la espera de una nueva cita con las urnas. El resultado es previsible: países a la deriva que no afrontan ni resuelven los problemas reales de la sociedad.

Quizás por ello no estaría de más recordar lo qué pensaban los clásicos sobre la verdadera virtud del político, porque ellos también acumularon un conocimiento extenso sobre el funcionamiento de la democracia y de los regímenes mixtos. Algo debieron aprender porque consideraban que, por encima de la mera preocupación por el resultado, el político debía cultivar una virtud cuya sola formulación hoy produce perplejidad, cuando no sonrisa, tan alejados estamos de comprender cabalmente su significado. Es la virtud de la “magnanimidad”.

Lector, espere un poco antes de reírse. Aristóteles afirmaba que “la magnanimidad es la corona de las virtudes, pues las realza y no puede existir sin ellas. Por esta razón es difícil de verdad ser magnánimo” (Ética Nicomáquea, IV, 3). Séneca la consideraba la virtud por excelencia: “si observásemos el alma de un hombre bueno (…) podríamos verla relucir de justicia, de fortaleza, de templanza y de prudencia (…) y sobre todas ellas, de magnanimidad, la más eminente de todas las virtudes” (Carta 115,3). Esta idea es recogida sin fisuras por los humanistas del Renacimiento italiano, que la consideraban “la corona y la más luminosa de todas ellas” (Latini).

Para comprobarlo eche un vistazo el lector a la imagen que ilustra este post. Es un detalle del famosísimo fresco de Lorenzetti para la sala de los Nueve del Palacio Comunal de Siena (La alegoría del buen y del mal gobierno). Al lado de la representación de la ciudad, a la derecha, observamos la virtud de la Magnanimidad, representada distribuyendo unas monedas que toma de una bandeja y sujetando una corona en su mano derecha, símbolo de preeminencia. Todos los autores citados consideraban que si bien “la magnanimidad embellece a cualquier mortal, aun aquél más abajo del cual ya no hay nada” (Séneca), tiene un campo más ancho cuando se predica de los políticos o de las gentes con poder; de ahí el destacado lugar que le asigna Lorenzetti.

Es claro que la magnanimidad nos embellece a todos, también en nuestra vida personal. Porque, al fin y al cabo, como su nombre bien indica, consiste en dar importancia solo a lo que lo merece, a lo verdaderamente grande, sin preocuparse de lo insignificante, de las miserias de la vida que tanto tiempo nos ocupan y tantas ansias nos generan… empezando por la ambición del dinero, claro. El magnánimo es inmune a los celos y a los resentimientos mezquinos. No es rencoroso y es el menos dispuesto a lamentarse por cosa necesarias, pero pequeñas. No busca más remuneración por su esfuerzo que el que ofrece el ejercicio de la propia virtud. Es altivo con los de elevada posición, pero mesurado con los de nivel medio. Evita ir hacia cosas que se estiman por razones mundanas y se preocupa más de la verdad que de la reputación. Por aquella afronta grandes peligros y cuando se arriesga no regatea su vida. Nada le importa que le alaben o que lo critiquen, y cuando desprecia, lo hace con justicia (pues su opinión es verdadera) y no como el vulgo, que lo hace por azar… Son solo algunas citas literales de Séneca y de Aristóteles.

¿Pero por qué los clásicos la consideraban la virtud por excelencia del político? Bueno, parece bastante obvio. Los políticos son los que tiene encargada formalmente la gestión de lo importante en una sociedad. Tienen poder y, como decía Séneca, es obvio que la magnanimidad tiene su mejor oportunidad en la buena fortuna. El magnánimo es capaz de emprender grandes cosas, y cuando puede mucho porque la vida le coloca en una situación de poder, entonces hace mucho, sin importarle el riesgo personal, mayor cuanta más ambiciosa la tarea. Por eso “parece lógico esperar que los grandes asuntos se encomienden a los magnánimos, a los que consideran más noble dar que recibir” (Latini). Lógico, no sea que, por no considerarlo, aproveche su poder para “recibir” a costa del interés general y del patrimonio público. Tampoco Maquiavelo está lejos de esta interpretación. Ambicionar lo grande para la República, conocer y respetar la verdad (la realidad), y tener el coraje para emprender la tarea (a veces con el cuchillo en la boca y otras en la faltriquera) son también señas del magnánimo.

Volvamos ahora la vista al panorama político nacional. Reflexionemos sobre en qué medida preocupa lo importante para la nación y en qué medida lo insignificante o irrelevante (en su doble modalidad de ficticio o irreal, o de prebenda o beneficio particular). El desequilibrio en favor de la segunda opción es aterrador. El principal problema político de esta campaña es un completo unicornio: la independencia de Cataluña, inventado por los políticos nacionalista para ocultar lo importante y que ahora promete grandes beneficios a otros colocados en el extremo opuesto, lógicamente tampoco muy interesados en volver a lo importante. En la inevitable carrera hacia el fondo, los demás entienden que no tienen más remedio que posicionarse en consecuencia, no sea que los extremos les sorpasen. El segundo tema central de la campaña consiste en con quién pactar y no sobre qué pactar. Conforme a este esquema, lo grande, lo importante, por muy relevante que sea, no es que quede relegado en la jerarquía de prioridades, es que directamente desaparece del horizonte, subordinado a las puras cuestiones personales. El tercer tema son los nombres, las listas, los fichajes; ya sea para pescar votos en el estanque vecino (por muy incongruentes que puedan parece con los supuestos principios del partido) o para la construcción por los líderes de sus respectivas clientelas, sin más ambición en ambos casos que el puro poder personal.

Pero lo cierto es que estos temas muy secundarios, y otros semejantes que dominan ya la campaña (aborto, emigración, lengua), son valores seguros de movilización electoral partidista externa e interna en un mundo complejo en el que los retos verdaderamente grandes (sostenibilidad del Estado del Bienestar, envejecimiento de la población, modelo productivo, desigualdad, robotización, cambio climático, deterioro institucional y democrático, etc.) no permiten la brocha gorda.

¿Acaso es que la magnanimidad garantiza hoy perder elecciones? ¿Quizás es que no tenemos políticos magnánimos porque no les votamos? Sinceramente lo dudo mucho. El problema es que no hemos hecho la prueba. Y no la hemos hecho porque hoy la magnanimidad no solo no es necesaria sino poco conveniente para llegar a la cúspide de los partidos, y una vez alcanzada ofrece ciertos riesgos y escasas remuneraciones personales (al margen del ejercicio de la propia virtud, claro). Pero tengo tanta confianza en la democracia –quizás, sí, un poco ingenua- como para aventurar que el día en el que, por un avatar de la Fortuna, llegue a dirigir uno de nuestros partidos un magnánimo, los españoles le votaremos en masa.

 

 

Nota: Al que quiera conocer más sobre la representación de las virtudes realizada por Lorenzetti le recomiendo el libro de Quentin Skinner El artista y la filosofía política (El Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti). Trotta, 2009.