¿Puede la democracia resolver disyuntivas identitarias intensas e incompatibles?

«No lo creemos».

Es en solo tres palabras, la conclusión final a la pregunta.

La respuesta la dieron en 1972 dos catedráticos de ciencias políticas de Harvard y Stanford, autores de una obra de referencia en ciencias políticas sobre el gobierno de sociedades plurinacionales o multiétnicas.

En su libro «Política en Sociedades Plurales: una teoría de inestabilidad democrática», basado en los comportamientos de las élites políticas y la población en doce países de cuatro continentes, Rabushka y Shepsle presentan un modelo dinámico, vigente y ampliamente aceptado, de los fenómenos políticos en naciones multiétnicas.

Condiciones y consecuencias
Los requisitos para calificar a una nación como plural son los siguientes: tener identidades diversas; organizadas en sectores políticos coherentes (partidos, sindicatos,…) y que sus conflictos se entiendan en términos étnicos.

Ello requiere las siguientes presunciones sobre la población y sus decisiones colectivas. Coexiste un consenso intracomunal junto a un conflicto intercomunal. Todos sus miembros tienen idénticas preferencias, pero estas son intensas y por tanto, mutuamente excluyentes. Los partidos compiten por los votos y si un grupo es dominante en el tiempo, condena al otro al ostracismo.

Basado en estas premisas, la teoría establece el siguiente comportamiento cronológico de las elites políticas:
1. Cooperación preautogobierno, formación de una coalición multiétnica.
2. Ambigüedad inicial, supervivencia de la coalición.
3. Preeminencia de la etnicidad, generada por la ambigüedad y la aparición de la demanda de asuntos nacionales.
4. Sobrepuja étnica, emergencia de políticos ambiciosos que provocan las pasiones étnicas y a la vez ineficacia de la moderación y la agregación de intereses.
5. Maquinaciones y desconfianza, si los políticos no alcanzan sus objetivos. Pérdida de calidad democrática.

Desde un inicio se establecen claramente dos limitaciones del estudio: no puede explicar la formación de preferencias políticas en la sociedad, ni tampoco como los políticos emprenden su acción.

A partir de esta incertidumbre inicial, los autores dejan muy claro que una vez establecidos los requisitos de definición e intensidad de preferencias, la política discurrirá inevitablemente por los cinco puntos arriba descritos.

Intensidad, polarización y fraccionamiento
La inicial coalición multiétnica una vez obtenido el autogobierno, convertirá la política común de extracción de poder del poder central, en una política de ganancia respecto a sus coparticipantes.

Cuando los intereses locales son más prominentes, las fuerzas locales ganan fuerza y la cooperación se hace cada vez menos necesaria. A continuación, los políticos, actuando como publicistas, buscan generar demanda y sensibilizar al electorado hacia los espacios políticos escogidos.

Comienza así una creciente etnicización de los bienes colectivos como educación, policía, etc., que se convierten en bienes propios de una comunidad étnica aventajada. Los bienes comunes, por definición inclusivos, se convierten en pérdidas para los colectivos que no participan de los mismos objetivos. Una vez que la intensidad se ha establecido es muy difícil establecer cualquier concesión a la negociación.

El proceso termina, cuando las opiniones alcanzan una determinada intensidad, con la emergencia de movimientos que exigen un control total del estado. De esta manera, los miembros de comunidades separadas internalizan una historia de conflicto intergrupal que se manifiesta de forma institucional en la nación estado. Porque las preferencias étnicas son intensas y por lo tanto no negociables.

Con frecuencia la comunidad es el grupo con el que el individuo se identifica y al que otorga más fácilmente su lealtad. En sociedades étnicamente diversas estas lealtades (ancestrales, lingüísticas, religiosas, culturales,..), base de la cohesión política, pugnan por la autoridad política.

La democracia, como se entiende en el mundo occidental, no se puede sostener bajo condiciones de lealtades intensas y excluyentes, porque en estas condiciones los objetivos tienen más valor que las propias leyes.

Homogeneidad o diversidad nacional
En contraste, la capacidad del plurinacionalismo de crear identificación y cohesión nacional depende de la aceptación por la sociedad de su existencia como un proceso dinámico.

Esto es, de la presencia simultánea en la sociedad de un conflicto continuo y la búsqueda constante de su solución. Donde el pluralismo, de naturaleza competitivo, tiene que encontrar un equilibrio con el nacionalismo de naturaleza exclusivo.

En democracia, el pluralismo étnico y el nacionalismo tienen que aceptarse mutuamente y reconciliarse. Porque en las sociedades heterogéneas, donde por definición existen múltiples afiliaciones, los sentimientos primordiales se deben subordinar a los requerimientos de la sociedad civil.

La indispensable legitimidad necesaria para cualquier sistema democrático es una dimensión afectiva, que el propio sistema debe generar evitando excluir o relegar a los colectivos que la componen. Ningún grupo étnico se someterá a procedimientos mayoritarios democráticos, que aunque supuestamente justos, liquiden su cultura. Por esto generar un perdedor constante deslegitima a las instituciones.

Crucialmente, la estabilidad y el futuro de una comunidad puede depender de su capacidad de escoger los asuntos que se pueden dilucidar públicamente. Y evitar aquellas materias que en condiciones de sociedades plurales no tienen, por su propia esencia, solución democrática.

Hasta aquí la reseña del influyente libro de Rabushka y Shepsle.

La ética de nuestra Constitución
En España, esa inteligencia para acotar el dialogo, la habilidad de establecer unos principios acordados que mitiguen tensiones individuales, sociales y nacionales, se fundamentó en el ejercicio del consenso. Atributo que fue y es el principio de conducta moral y la conciencia fundacional de nuestra Constitución.

Desde 1978 nuestra nación se articula en torno a los siguientes principios: por un lado la primacía de los derechos individuales y libertades civiles; por otro una identidad como comunidad que protege su diversidad.

La pareja distribución entre las fuerzas políticas nacionalistas y estatales no se ha alterado substancialmente desde 1978. Si bien la diversidad identitaria, como valor social, ha desaparecido de la vida política e institucional catalana.

En contraste con la homogeneidad lingüística y demográfica, superior al 85%, de Escocia o Quebec (Divine, 2018; Scriber 2001), Cataluña evidencian una clara poliidentidad. El origen no local de su población es del 60% (Cabré, 1999) y el 31% de la población tiene catalán como lengua materna (Idescat, 2013). Sin embargo, la supraidentidad española se considera como un rival a suprimir.

Institucionalmente, la negación de España como nación es una norma de comunicación (CCMA, 2013) y el catalán se propone por los partidos nacionalistas como lengua vehicular preferente y vertebradora de las instituciones y la sociedad (programas electorales ER, JxC, CUP-CC, 2007, sin versión española). O declaradas ambiciones territoriales (Resolución 306/11 Parlamento de Cataluña).

Existe un amplio consenso entre la mayoría de los estudiosos sobre la incompatibilidad entre mantener propuestas vehementes y opuestas y el funcionamiento de la democracia.

Otro gran especialista en la materia, Robert Dahl (1956, p.119) escribió «no existe solución constitucional o procedimental al problema de la intensidad».

Mientras que Donald Horowitz, influyente académico más inclinado a creer en la fluidez de las identidades y los valores comunales de solidaridad, concede que «se pueden hacer cosas,… pero hay razones sistémicas que dificultan la emergencia de democracias multiétnicas» (1993, p.20). Según Horowitz (1998) el sistema democrático se basa en la elección entre alternativas y no promueve la inclusividad. Simultáneamente, el poder en sociedades divididas étnicamente, no es un medio sino un fin en sí mismo, porque proporciona autoestima y garantiza la supervivencia (Horowitz, 1985).

Éstos y otros autores relevantes (por ej. Lijphart, 1977) señalan que el abuso de la falta de alternancia en sociedades de identidades plurales se puede atemperar, además de con medidas estructurales, mediante la moderación de las élites en torno a unos valores civiles comunes, minimizando los identitarios e incrementando la neutralidad del aparato institucional.

Queda saber cómo incentivar semejante cambio. Es decir, cómo volver a los valores constitucionales del régimen de consenso nacido en 1978.

Consenso que, merece recordar, no fue casual ni idiosincrático. Sino consecuencia de la convulsa experiencia, vivida por toda Europa sin excepción, de los frecuentes cambios de constituciones —no acordadas— y turbulencias civiles de los siglos XIX y XX.

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