“El asalto a la justicia” reseña literaria del libro del magistrado Alfredo de Diego

 

Una suerte de milagro alquímico consigue el magistrado de Diego con su última publicación, un libro denso y ligero a la par: denso porque compendia en un volumen manejable todo lo necesario para estar al tanto de la independencia judicial en España; ligero, porque se lee del tirón, se termina casi antes de haberlo empezado.

No es de extrañar, pues su trayectoria intelectual aúna la producción técnico-jurídica con el compromiso democrático, lo que le confiere un perfil polemista, incómodo y hasta hiriente a menudo, pero íntegro siempre. Así, no se arredra en tildar como “corrupción” las ansias colonizadoras de la partitocracia sobre nuestro Poder Judicial (página 153). Como atinadamente observa la abogada y activista social Verónica del Carpio, este trabajo se enmarca en el subgénero de la autocrítica judicial, es decir, la denuncia que desde dentro los magistrados hacen de los vicios de una Justicia que conocen y padecen de sobra por experiencia propia. Pero no cede al superficial lamento victimista, sino que el autor arma su tesis con impecable coherencia expositiva. Veámoslo:

La construcción argumental parte de la defensa de la neutralidad ideológica de la función judicial, no obstante compatible con la implicación ciudadana y la creación jurídica (página 39). En consecuencia, propugna un modelo “profesional” frente a degeneraciones patológicas que cataloga en una curiosa taxonomía reminiscente a la del profesor Alejandro Nieto: juez “meritorio”, “comprometido”, “deferente” y “viral” (páginas 64 a 69). Y, como colofón, remata su diagnóstico con la ya clásica crítica a los “políticos-togados”.

Pero donde el coraje del autor se torna casi suicida es al tratar las relaciones entre tribunales y opinión pública. Sin tapujos afirma que “el juez no es político: no tiene que buscar la fuente de su legitimación en el apoyo popular de sus decisiones” (página 78). Lapidarias palabras lanzadas contra el plumaje de togados gallináceos incapaces para dar un paso si no es con el beneplácito del dogma políticamente correcto predicado desde los púlpitos de las redes sociales. Por eso no se arredra en calificar como acusaciones de “brujería” el acoso a los magistrados que se mantuvieron firmes en asuntos tan tristes como el de “la Manada” (página 91).

Sentadas estas premisas, acomete con renovada consistencia lógica el consabido análisis de los males de nuestra Justicia: la total designación parlamentaria del Consejo General del Poder Judicial- CGPJ- (“franquicia partitocrática”, página 153); los nombramientos de altos cargos judiciales (“cambio de cromos”, página 124); y las puertas giratorias (exigiendo una “cámara hiperbárica” donde retrasar el retorno a la jurisdicción, página 110). Si aceptamos que el papel del juez se define por la aplicación de la Ley sin dejarse seducir por la ideología o el favor popular, se revela como mera justificación impostada el discurso oficialista que patrocina la “politicidad” de la magistratura para vincularla a intereses extrajurídicos, ya sea desde la derecha o la izquierda.

Nótese que el autor no forma parte del estamento cortesano de nuestra judicatura que vergonzosamente escamotea las propuestas de los sectores más contestatarios, como la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial. Por ejemplo, transcribe sus ocho bases para la objetivación de los nombramientos judiciales (páginas 146 a 149). Delicada cuestión ésta, pues los apparatchiks togados no se atreven a criticarlas en público aunque abominen de ellas en privado, ya que su positivación desmontaría el chiringuito donde tan a gusto se cobijan. Por otro lado, recuerda la investigación inquisitorial a la que, con desprecio a las garantías procesales, el CGPJ sometió a Manuel Ruiz de Lara, portavoz de la Plataforma (pagina 156).

Llegados a este punto no queda sino remitirnos a la lectura completa de este ensayo cuyo principal mérito (¿o demérito?) acaso sea su brutal sinceridad. Mucha es la sal que esta obra arrojará sobre heridas abiertas que otros se obstinan en tapar.