Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público (II)
- La sanción a once empresas por el cártel de de servicios informáticos y de tratamiento de datos contratados por las Administraciones públicas.
Pues bien, a la vista de los precedentes mencionados, adoptados por la propia Comisión Nacional de la Competencia y confirmados por el Tribunal Supremo, despista, sorprende e incluso puede decirse que resulta contradictorio que en su Resolución del pasado 26 de julio de 2018 la CNMC haya pasado por alto – salvo en un voto particular – la posible infracción de las normas de la competencia por sujetos integrantes del sector público. Se trata de una Resolución en la que se declara la culpabilidad y se sanciona a once empresas por acuerdos colusorios (art. 101.1 TFUE y art. 1.1 LDC), por crear un cártel en el suministro de servicios de informática y tratamiento de datos a diversos órganos administrativos y organismos del sector público. En ella aparece como probado que, a causa del referido cártel, y como consecuencia de esa trama, las empresas, en su calidad de contratistas del sector público, se repartieron clientes, pactaron precios y condiciones comerciales durante más de 10 años. De ello se derivó el encarecimiento de una gran cantidad de contratos públicos de gran relevancia técnica, económica y funcional. Por eso, no es, en principio, nada inexplicable que la citada Resolución concluyera con un fallo en el que se han impuesto considerables sanciones (cuya suma asciende a una cantidad total de 29,9 millones de euros) a la mayoría de las empresas investigadas, entre ellas, algunas muy reputadas y con un relevante porcentaje en el mercado español de servicios tecnológicos (el conjunto de empresas incoadas venía ostentando una cuota de mercado superior al 40% en la prestación de servicios de tecnologías de la información).
- Razones y datos para investigar y, en su caso, responsabilizar de la infracción a los sujetos públicos intervinientes.
Así las cosas, aparecen en la referida Resolución, tanto en los antecedentes como en los propios fundamentos de Derecho, datos e incluso juicios de valor, – que apenas han sido tomados en consideración en el Fallo que finalmente se adopta-, que ponen abiertamente de manifiesto que en cierta medida la conducta infractora se produjo en connivencia con algunos de los organismos públicos y órganos de la Administración contratante; en otras palabras, que hubo de ser, al menos en parte, inducida por los propios sujetos públicos que requerían los servicios. Los organismos públicos implicados fueron, entre otros, ni más ni menos, que la caja de ingresos y la caja de pagos del Estado, esto es, la Agencia Tributaria (AEAT), la Gerencia de informática de la Seguridad Social (GISS); el Servicio público de Empleo (SEPE) y el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS): en definitiva, puntos neurálgicos del funcionamiento de la Administración. Hay muchos indicios que muestran que los contratos fueron redactados por las Administraciones teniendo en cuenta la necesidad de fidelizar al personal informático que se encontraba año tras año integrado en sus establecimientos, trabajando codo a codo con sus propios servicios. En el epígrafe III de la Resolución se alude a ello textualmente: “En la mayoría de los casos estos contratos conllevan la integración física del personal de las empresas incoadas o de sus subcontratas en las plantillas de los clientes como personal de apoyo (…)”. La propia denuncia – que la Comisión asocia a su campaña contra el fraude en la contratación pública – partió del personal de los servicios de la Agencia Tributaria, conocedor de tales componendas. En la exposición de los hechos acreditados de la Resolución (epígrafe IV) se intercalan en diversas ocasiones alusiones a estos datos: (27) Así en un correo interno de una de las empresas contratistas se comenta que es “el concurso que estaban esperando y que da continuidad al contrato en el que están actualmente”. En el mismo se indica lo siguiente: “La AEAT ha sacado un pliego que recoge bastante bien los conocimientos de la gente que tenemos allí ubicadas las cuatro empresas”. En otro correo de otra empresa se lee (30): “hemos conseguido presentarnos solo nuestra UTE porque el Cliente quería continuidad y pliego enfocado a la continuidad de los recursos actuales”. Otro correo señala (66) “Hemos elaborado los perfiles junto con el cliente y en el pliego han puesto exactamente los modelos que nosotros enviamos”. Asimismo, en otro se dice (109): “Desde GISS (Gerencia de informática de la Seguridad Social) quieren que les ayudemos a hacer los pliegos para comenzar el procedimiento administrativo”.
De hecho, cuando en los Fundamentos de Derecho se analiza (4.1.2) el modus operandi de las empresas se alude expresamente a que “en gran parte de los procedimientos de contratación analizados se puede observar como las empresas tienen conocimiento de la futura licitación con anterioridad a la publicación de la misma. Ello se consigue gracias a los contactos que las empresas mantienen dentro de la Administración contratante”. También se expone literalmente, pero de forma indeterminada como “en algunas licitaciones las propias empresas que participan de los acuerdos han incidido directamente en la elaboración de los pliegos que deben regir el contrato al que posteriormente licitan”.
Además, hay que tener en cuenta que, aunque en la imputación de la responsabilidad a la mayoría de las empresas investigadas se desecha la invocación, efectuada por ellas, del principio de confianza legítima, -es evidente que no se suscita por parte de la Administración una confianza de este tipo cuando hay expreso conocimiento de la ilegalidad de la conducta realizada-; la propia Resolución sancionadora alude inequívocamente a la intervención de la Administración como causa directa de la infracción. Lo hace cuando modula el quantum de la sanción, de forma expresa pero imprecisa, atendiendo a la intervención en la conducta infractora de los sujetos públicos contratantes. Este es un dato que “se sobreentiende” en la propia Resolución y que incluso se enjuicia, por supuesto, desfavorablemente, por cuanto sirve de atenuante a la responsabilidad de las empresas infractoras. Así literalmente se afirma en el apartado 6.2 Criterios para la determinación de la sanción lo siguiente: “se ha tenido en cuenta que las Administraciones públicas han podido tener cierta incidencia en el mantenimiento de los acuerdos, si bien en ningún caso puede descargarse en este hecho la responsabilidad de las empresas”.
A la vista de todo ello, no se entiende entonces cómo no se ha investigado ni se ha realizado una valoración, jurídica y económica, precisa y objetiva de la responsabilidad de los sujetos públicos intervinientes y se ha procurado con ello una oportunidad para su defensa. Hay datos que manifiestamente señalan que la redacción y elaboración de los pliegos se realizó con conocimiento, y a veces ayuda, de los potenciales oferentes de los servicios, por lo que no cabe descartar que las empresas se cartelizaran siguiendo, al menos en parte y en determinados casos, las orientaciones de la Administración, que se canalizaban fundamentalmente a través de la redacción de los propios pliegos de contratación. Y si hubiera que desechar esa posibilidad, tampoco se encuentra en la Resolución, ni en sus antecedentes ni en sus fundamentos, ningún argumento que sirva para tratar de convencer de tal cosa. Y esto a pesar de que los datos, y los propios juicios de valor de la Comisión, como ya se ha referido, conminan precisamente a entender que ha sucedido lo primero. No sirve en este caso esgrimir el argumento (apartado 4.6.2 de la Resolución) de que las Administraciones y organismos contratantes están sujetos a las normas de contratación sobre la que la CNMC no tiene la facultad de pronunciarse. Lo contradice con claridad lo anteriormente expuesto (supra I).
Todo ello conduce a que no podamos estar más de acuerdo con el voto particular de la Resolución, en el que se comparte la calificación de las conductas infractoras, y al mismo tiempo se sostenía que se tendría que haber incluido a ciertos organismos públicos entre los sujetos imputados en el expediente (señaladamente a la AEAT, GISS, SEPE e INSS), en su calidad de facilitadores de la restricción de la competencia. En este sentido, entiende el voto particular que, de acuerdo con la jurisprudencia del TS y del TSJUE, cabe declarar la responsabilidad de una entidad pública como facilitadora de un cártel, aunque no actúe en el mercado afectado ni en los conexos, siempre que se pruebe que su actuación ha contribuido de manera decisiva y activa a la realización de la conducta restrictiva de la competencia. Todo ello lo basa claramente y con indudable acierto en un concepto amplio y funcional de empresa, al que se ha hecho alusión supra 1, y a una evolución jurisprudencial que permite entender que la Administración, con independencia de que no actúe como operador económico, está sometida al Derecho de la competencia, máxime cuando hay pruebas que apuntan a que “desempeñó un papel relevante en la distorsión del mercado y la perturbación de la competencia”.
Podría quizá barajarse una objeción para no culpabilizar a la Administración, y no responsabilizarla en este supuesto relativo a las licitaciones del suministro de servicios de soporte informático y de tratamiento de datos, (cuyo eficiente funcionamiento, no hay necesidad de explicarlo mucho, es indispensable para los organismos públicos que gestionan las cajas de recaudación de ingresos y gastos, o dan satisfacción a prestaciones económicas sociales y de empleo). Y esta objeción no es otra que la de considerar que tal práctica, la connivencia entre ellos y las empresas, luego cartelizadas, posiblemente se basó en la búsqueda de la fidelización del empleo del personal de servicios informáticos que había estado subcontratado en bloque durante años por los propios organismos públicos. Y que ello resultaba ser la manera más eficiente de suministrar esos servicios, de modo que habría de reputarse como imprescindible para la promoción del progreso técnico o económico siempre que, a su vez, no se hubiera perjudicado la competencia en el mercado respecto de una parte sustancial de los productos o servicios concernidos. En definitiva, habría que haber probado – con un análisis económico preciso – que las prácticas referidas, a pesar de aparecer en ellas claros indicios de pactos entre sujetos públicos y empresas, (las cuales a su vez adoptaron, entre sí, acuerdos cartelistas), resultan más beneficiosas que perjudiciales desde el punto de vista del interés general. Todo ello hubiera quizá permitido considerarlas una excepción de las amparadas por el propio Derecho de Defensa la Competencia (art. 1.3 y art. 101.3 TFUE).
Con independencia de ello, aparece asimismo claro que, estas prácticas a las que nos referimos abren también, sin duda, a otro tipo de reflexiones, desde el punto de vista del empleo público y sus repercusiones en el ámbito laboral, que sólo podemos aquí y ahora sucintamente esbozar: ¿Ofrece el estatuto de empleado público incentivos suficientes a las personas para que éstas proporcionen servicios informáticos con un nivel de solvencia y eficiencia adecuados cuando se trata de prestaciones indispensables que ha de ofrecer la Administración? ¿Por qué determinados órganos y organismos públicos, vinculados a las arterias principales de la Administración General del Estado, externalizan “en parte” el personal informático para la prestación y el mantenimiento de estos servicios imprescindibles y no realizan dicha prestación por gestión directa? ¿Está justificado? ¿Son estos supuestos admisibles desde el punto de vista del Derecho laboral?