Villarejo, el BBVA y los problemas del gobierno corporativo
A principios de este mes el juez de la Audiencia Nacional, Manuel García Castellón, citó a declarar a petición de la Fiscalía Anticorrupción a una serie de directivos y ex directivos del BBVA. Entre ellos, estaban el ex consejero delegado Angel Cano y el ex jefe de seguridad y ex comisario Julio Corrochano. Se les investiga por los delitos de cohecho activo y descubrimiento y revelación de secretos. Todo ello deriva del contrato suscrito en 2004 entre el BBVA y una empresa de Villarejo (siendo presidente Francisco Gonzalez). El contrato buscaba realizar una vigilancia a las personas relacionadas con el intento de Sacyr de tomar el control de la entidad. Como consecuencia de la cual, se llegó presuntamente a intervenir ilegalmente más de 15.000 llamadas de miembros del Gobierno, instituciones reguladoras, empresarios y periodistas.
El punto relevante, como es obvio, es hasta qué punto se conocían en el Banco, y por quién, los métodos utilizados por Villarejo.
La prensa ha destacado lo asombrosamente despacio que va la investigación interna en el BBVA, o el hecho de que mientras continua tanto la investigación judicial como la interna los directivos imputados continúen en sus puestos. Pero lo verdaderamente interesante es lo que este caso revela sobre las deficiencias del gobierno corporativo y la extraordinaria similitud entre el funcionamiento de las grandes corporaciones y nuestros partidos políticos. En ambos el poder absoluto se concentra en la cumbre y se confunden los interés particulares con los colectivos. Se diseña también el sistema para que las responsabilidades por las decisiones no lleguen arriba (conforme a la conocida teoría del fusible), y se confunde la responsabilidad penal con la política o empresarial.
La operación Sacyr no tuvo nunca mucho fundamento sólido y no hubiera llegado jamás a ningún lado. Pero la idea extendida en ese momento (real o ficticia) de que contaba con el decidido apoyo del Gobierno de Zapatero, debió crear –por lo que parece- cierta sensación de pánico en la dirección del Banco. Esta debó sentirse personalmente amenazada.
Recordemos que una toma de control accionarial con el correspondiente cambio de la dirección es un avatar completamente neutral para la sociedad. Esto es así incluso si el Gobierno pretende presionar en ese sentido a los accionistas de una empresa tan fuertemente regulada como es un Banco. Al fin y al cabo ese dato es uno más del mercado a tener en cuenta por los accionistas (otro tema es la responsabilidad política de ese Gobierno, si tal cosa fuera cierta, cuestión grave pero que no tratamos aquí). Por lo que, en conclusión, es muy discutible que la dirección pueda emplear recursos de la empresa para defender una posición personal.
Esta tendencia hacia la patrimonialización de la organización por su cúpula ha sido constante en nuestros partidos políticos, los viejos y los nuevos, y lo que demuestra es la absoluta inoperancia de los controles internos. Nadie está dispuesto a asumir el coste de decir no, por mucho que haya puestos diseñados para cumplir ese propósito. La concentración de poder en la dirección es tan fuerte que el objetor o disidente es laminado sin contemplaciones. No existen contrapesos reales que puedan servir de freno al apabullante poder de hecho de la dirección. Parece que en el gobierno corporativo ocurre exactamente lo mismo.
Claro que podría pensarse que esa sumisión a la voluntad de la cúpula debería pagarse luego, máxime en un caso, como parece que es este, en el que se han cometido ilegalidades penales. Y no meramente irregularidades mercantiles. Tal cosa sería una suerte de incentivo a posteriori para decir no. Pero la realidad lo desmiente, porque para eso tenemos (además de los seguros) la teoría del fusible, de la que ya hemos hablado en este blog con ocasión de la famosa caja B del Partido Popular y la sentencia de la Audiencia Nacional sobre la trama Gürtel.
Como sabemos, la defensa oficial del Sr. Rajoy consistió en afirmar que él no sabía nada de nada. Que nunca se ocupó de temas económicos y que lo único que pudo ocurrir es que ciertas personas abusaron de su confianza. De ello deducía que no debía asumir ninguna especial responsabilidad penal y, en consecuencia, tampoco política. Para conseguir este objetivo se diseñó un sistema en el que el tesorero no rendía cuentas oficialmente a nadie. De tal manera que, como ocurre con los fusibles, fuese el único quemado en caso de cortocircuito.
En el caso del BBVA la defensa de la dirección es obvia: se encargó un trabajo de investigación, es cierto, pero la manera en la que se desempeñó aquella en la práctica quedó fuera de su control. Al menos del control de aquellos no institucionalmente encargados de auditarla. Este planteamiento coloca en una posición difícil al Sr. Corrochano. Este puede haber sido designado para cumplir en este caso la función de fusible, pero pretende dejar al margen a los demás.
Todavía es muy pronto para opinar con fundamento de este caso, porque el procedimiento judicial está todavía en sus inicios. Pero aun cuando no se llegasen a asignar (más allá del fusible) responsabilidades penales en el proceso, es indudable que la responsabilidad empresarial seguiría existiendo. Como la política, comparte la cualidad de ser objetiva. Simplemente, porque cuando se contrata a un personaje como Villarejo, uno debe estar en condiciones de asumir el resultado, cualquiera que este sea.
Editores del blog “¿Hay derecho?”