Seguridad jurídica, análisis económico del derecho y la nueva ley reguladora de los contratos de crédito inmobiliario
La regulación vigente hasta el pasado día 15 de junio en materia de préstamos hipotecarios demostró sobradamente su incapacidad para canalizar los conflictos sociales, jurídicos, y económicos que se desataron a partir de la crisis inmobiliaria. La preocupación por el incremento de los desahucios, la discusión acerca de la validez de determinadas cláusulas por falta de transparencia o sobre quién debe pagar los gastos notariales o registrales, el baile de la yenka acerca del sujeto pasivo legalmente obligado al pago del ITPAJD son demostración suficiente de cuán necesario era poner fin a una situación que generó tensiones sociales y perplejidad jurídica.
La Ley 5/2019, de 15 de marzo, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario (LRCCI) ha supuesto un giro de timón. No sólo representa el cumplimiento de la obligación de transponer la Directiva 2014/17/UE, sino también la actualización y adecuación de la regulación este producto financiero tan vinculado con el acceso a la vivienda en un entorno sociológico en el que tradicionalmente ha primado la vivienda en propiedad frente a la alquilada.
Ya están en el mercado monografías que analizan con detalle la LRCCI. Una de ellas son los Comentarios a la Ley Reguladora de los Contratos de Crédito Inmobiliario (Wolters Kluwer) en la que han participado una veintena de especialistas y que me ha brindado la oportunidad de referirme a algunas cuestiones que considero relevantes y de las que en esta entrada quiero destacar una: la necesidad de reconocer cómo, desafortunadamente, sobre cuestiones de la trascendencia económica, empresarial, social, política y, por supuesto, legal, como la referida a los préstamos inmobiliarios, juristas y economistas emplean categorías, conceptos, terminologías y hasta metalenguajes tan distintos que impiden el aprovechamiento recíproco de las “sinergias” derivadas de estudiar un mismo objeto. Afanados en sus respectivos corpus doctrinales y metodológicos, los estudiosos de la economía y el derecho en ocasiones parecen siguen líneas paralelas que se resisten a cruzarse.
Las reformas legislativas y los remedios judiciales con los que se han tratado de aliviar las causas y las consecuencias de la crisis inmobiliaria se han justificado con argumentos relacionados con la justicia social y la equidad (lo que los economistas denominan razones distributivas) pues, como ya se decía en la glosa medieval del Digesto, “primero fue la justicia y luego el derecho, pues la primera es la madre del segundo”.
Sin negar lo anterior, también conviene recordar que no es sólo por razones distributivas por lo que se deben promover reformas (como la que representa la LRCCI). Los argumentos basados en la defensa de eficiencia económica también pueden tener un papel relevante en el debate.
Conviene recordar, a veces a contracorriente, que no resulta imprescindible acogerse siempre a justificaciones basadas en la equidad para defender la necesidad de incorporar elementos tuitivos en la legislación. En numerosas ocasiones, la intervención pública, ya sea por la vía legislativa, reglamentaria, supervisora o judicial, se comprende y analiza mejor cuando se toma en consideración que uno de sus objetivos primordiales es corregir situaciones ineficientes cuyas consecuencias distributivas son, además, inasumibles desde la perspectiva de la justicia.
Un ejemplo, extraído del derecho de la competencia, ayuda a entender este matiz. Prohibir los acuerdos colusorios, luchar contra el abuso de posición dominante o someter a control las concentraciones económicas no son sólo respuestas a cuestiones distributivas tendentes a defender a los consumidores frente a los empresarios. Su objetivo es remediar las ineficiencias asignativas que se generan y de las que la sociedad, en su conjunto, es perdedora neta. Es precisamente por esta razón por lo que la ley admite, por ejemplo, pactos colusorios si estos, amén de otros requisitos, “contribuyen a mejorar la producción o la distribución de los productos o a fomentar el progreso técnico o económico” (art. 101 TFUE).
Volviendo a la LRCCI, el legislador se refiere en varias ocasiones el impulso a la seguridad jurídica como uno de los beneficios de la nueva regulación, lo que sensu contrario, implica reconocer que en el contexto hipotecario la seguridad jurídica no ha estado adecuadamente garantizada en el pasado reciente.
Para el economista, la seguridad jurídica tiene características de un bien público puro, como lo es también la defensa nacional o la representación diplomática (todos somos sus beneficiarios sin que sea factible excluir de su disfrute a quien no hubiera pagado por ella). Su ausencia tiene costes para la sociedad, unos costes que, además, pueden ser estimados usando técnicas cuantitativas adecuadas. Impulsar la seguridad jurídica exige que los legisladores traten de desterrar, o al menos reducir significativamente, las ineficiencias provocadas por las regulaciones inadecuadas y, con ello, liberando recursos que son susceptibles de ser empleados en actividades creadoras de riqueza y bienestar.
A fortiori, el fallo de mercado que en economía se conoce como ausencia de mercados completos impide que los agentes puedan reducir, trasladar o eliminar ese riesgo (regulatorio) a cambio del pago de un precio cierto (una prima de seguro). Esta consideración refuerza el protagonismo de los poderes públicos, legislativo, ejecutivo y judicial, a la hora de corregir ese fallo. Y es que, como afirma el adagio económico “todo tiene un coste, nada hay gratis” (There ain’t no such thing as a free lunch).
El análisis económico del derecho, una disciplina que se encuentra en la encrucijada entre el análisis jurídico y la ciencia económica, podría ser el catalizador que podría impulsar el necesario análisis multidisciplinar del que en buena medida adolece el derecho español y europeo. Se afirmado con razón que “casi todos los que se han movido entre Norteamérica y Europa comparten la sensación de que mientras el análisis económico del derecho es vibrante, generalizado y dominante en las Facultades de Derecho norteamericanas, apenas está presente en las europeas” (enlace aquí). El análisis económico del derecho se ha convertido en EE UU en un elemento destacado y hasta predominante, en el conjunto de herramientas empleadas por la doctrina jurídica, en la que abundan las referencias a conceptos como “eficiencia”, “costes”, “economía” o incluso a “Coase” (en honor al premio Nobel Ronald Coase, uno de los padres de la disciplina). A conclusiones parecidas se llega al constatar cómo las ideas y métodos del análisis económico del derecho se van incorporando a la práctica forense (norteamericana) sólo cuando los jueces y magistrados se familiarizan con ellos a través de una formación adecuada (enlace aquí).
Profundizar en ese cruce de caminos requiere, por un lado, acercar a los juristas a los conceptos económicos básicos que subyacen a los elementos teleológicos de las normas; y, por otro, convencer a los economistas de que el derecho es el principal sistema formal de incentivos que condiciona las decisiones económicas de los individuos. Este empeño en analizar los problemas sociales, jurídicos y políticos desde una perspectiva interdisciplinar no es una manifestación del “imperialismo de la ciencia económica”. Tampoco es una amenaza frente a la tendencia a la especialización que caracteriza la práctica jurídica actual. Es, más bien, una forma avanzada de mejorar el conocimiento, las competencias y las herramientas de que disponen los profesionales encargados de prevenir y, en su caso, resolver las situaciones de conflicto a que las personas o los agentes económicos, llamémosles como prefiramos, se ven sujetos a lo largo de su vida. Y es que, en el ámbito del derecho privado, esas respuestas deberían combinar tres aspectos fundamentales: promover la justicia material, reducir la incertidumbre y favorecer la eficiencia económica.
Pese a la importancia de lo anterior, los hechos han vuelto demostrar cómo los argumentos técnicos, sean jurídicos o económicos, poco pueden hacer en un contexto institucional y político desfavorable. Que haya entrado en vigor el 15 de junio de 2019 una ley que debería haber sido adoptada y publicada “a más tardar el 21 de marzo de 2016” (art. 42.1 de la Directiva), prolongando la agonía de un diseño institucional inadecuado, lleva a pensar que los políticos y los legisladores consideran que aquello de que “todo tiene un coste” no es algo de su incumbencia.
Fotografía: Tierra Mallorca (www.tierra-mallorca.com)