Las dimisiones en los nuevos partidos y el problema de la democracia (o “no serás Solón, debes ser Sócrates”)
Posiblemente la filosofía occidental se originó reflexionando sobre una intuición que parece muy actual: la posible incompatibilidad entre verdad y democracia.
Los griegos eran muy conscientes que decir la verdad -lo que ellos denominaban “parresía” (decir veraz)- era una actividad de elevado riesgo personal, especialmente en la esfera política, que podía fácilmente costarle a uno la vida. Sabían que la propia estructura de la democracia no facilita la parresía. Los que adulan al pueblo y saben manejar sus sentimientos más primarios son escuchados y seguidos, mientras que los que les dicen cosas verdaderas pero aburridas o desagradables son apartados, a veces violentamente. Si al portavoz de la verdad le interesa su propia supervivencia -física, o al menos espiritual- lo más prudente es quedarse al margen de la lucha política.
La originalidad de Sócrates, sin embargo, es que llegó pronto a la conclusión de que la parresía política no solo era algo peligroso, sino sobre todo inútil. O, más bien, era inútil por demasiado peligrosa. En la Apología explica cómo si tiempo atrás se hubiera dedicado a la política estaría muerto desde hace mucho, y muriendo es claro que no hubiera podido hacer nada positivo por sus conciudadanos. Así que comprende que, si quiere ser útil a la ciudad, no debe pretender ser Solón, el gran legislador de Atenas, sino ser simplemente Sócrates: cambiar la parresía política por otro tipo distinto de parresía, quizás a la larga más eficaz.
Su parresía no se ejerce, por tanto, en la asamblea, sino en las calles, interpelando a políticos y ciudadanos, demostrando que el verdadero enemigo de la ciudad es el prejuicio, el razonamiento mal formulado, las opiniones asumidas porque las dice alguien que se supone con autoridad, pero no sometidas a crítica ni discusión. Precisamente porque él sabe que no sabe nada (al menos nada que no haya sometido al logos) es el hombre más sabio de Grecia. Su misión es educar a políticos y ciudadanos para que la democracia sea mejor, quizás en la siguiente generación, quizás en la centésima.
Hoy estamos en esa centésima generación y la cosa no parece haber mejorado mucho. No solo en España, sino en todas partes, el que maneja los sentimientos más primarios es recompensado y el que pretende matizar y distinguir en búsqueda de la verdad es apartado. Es cierto que el portavoz de la verdad ya no se juega su supervivencia física, pero sí la política o profesional. Y eso ocurre tanto fuera como dentro de los partidos. Amber Rudd, una de las principales políticas del partido conservador británico, antigua defensora de permanecer en la UE e incluso de un segundo referéndum, actualmente apoya decididamente la posibilidad del no-deal. Simplemente, porque a la vista del casi seguro triunfo de Boris Johnson como nuevo Primer Ministro, sus posibilidades de permanecer en el gabinete pasan por cambiar de Verdad, sin más.
Si esto ocurre en el Reino Unido, qué decir en España, con sus listas cerradas y sus cúpulas monolíticas. En consecuencia, la cuestión que se plantea el político honrado (dejemos aparte al advenedizo) es qué resulta más conveniente: ¿adaptarse y sobrevivir renunciando hoy a la verdad, para luchar mañana por ella en la medida de lo posible, o defenderla y morir inmediatamente (en un sentido político) por su causa? Qué es políticamente más eficaz, ¿navegar ahora discretamente con la esperanza de construir a la larga una posición política que permita luchar por la verdad en el futuro con cierto éxito, o consumirse inmediatamente en un gesto, sincero, pero inútil?
Depende. ¿De qué depende? Depende de la madurez de la organización, por un lado, y de la vocación personal, por otro.
Si la organización es pequeña y se encuentra dominada por el fundador, las posibilidades de resistencia interna son muy escasas. Los fundadores no suelen ser tontos y adoptarán las medidas políticas y estatutarias precisas para cortar de raíz cualquier conato de construir una corriente interna o polos autónomos de poder, aunque el precio que se pague sea a medio plazo la autodestrucción. Pero si la organización tiene ya una dimensión importante, tal cosa es mucho más difícil. En una organización de cierto tamaño las resistencias se generan por añadidura, y el siempre coyuntural líder sabe que su misión es gestionarlas de manera inteligente y no pretender laminarlas. Cualquier sobreactuación corre el riesgo de alimentar lo que se quiere combatir.
En consecuencia, el político honesto que quiere luchar por la verdad lo primero que debe hacer es evaluar en qué tipo de organización se encuentra. Si es del primer tipo (dominada por el fundador) lo recomendable es inmolarse de manera inmediata, porque el esfuerzo inútil solo conduce a la melancolía. No obstante, hay que estar muy convencido tanto de esa condición, como de la irrevocabilidad de la trayectoria decidida por el líder, porque toda renuncia no hace otra cosa que alimentar la deriva de la cúpula frente a la cada vez más débil resistencia, y convertirse así en una profecía autocumplida.
Pero aun tratándose de una organización ya con cierta estructura capaz de generar resistencias, la opción contraria de resistir adaptándose al ambiente tampoco resulta siempre preferible, puesto que en última instancia también depende de la vocación del sujeto en cuestión. En los partidos, especialmente en los nuevos, hay gente con vocación política y otros que tienen vocación de servicio público, pero no propiamente política. A estos últimos se les puede exigir un compromiso, sin duda, pero siempre dentro de los límites de la razonabilidad y de la coherencia con el proyecto.
Frente a ellos, el político vocacional que quiere convertir la política en su profesión, debe asumir que al partido se llega llorado de casa. Va tener que tragar muchos sapos (es decir, transigir a menudo con la verdad) y es lógico que así sea. Está en una carrera de fondo, que puede ganar o perder, pero la carrera le gusta. La política profesional no es para cualquiera con vocación de servicio público, por mucho talento que tenga. Es solo para los que reciben la llamada, y tienen estómago para digerirla, claro.
A los demás, a los que no quieren o no pueden ser Solón, siempre les quedará ser Sócrates, que tampoco es mala cosa. En la calle, en los foros, en los periódicos, en la academia, su misión consiste en ser vocero de la verdad y contribuir a que el ciudadano, el cargo público más importante en una democracia, forme mejor su criterio y no se deje atrapar tan fácilmente por las malas opiniones y la manipulación de sus emociones. Si la democracia va a sobrevivir, verdaderamente necesitaremos muchos Sócrates. Papel que, por cierto, no deja tampoco de tener su peligro, como él mismo demostró….