Contra el consumidor irresponsable

Una adecuada educación es la base de cualquier sociedad sana. Y un pilar de esa educación es asumir que hay que hacerse responsable de los propios actos.  Esta máxima es aplicable a cualquiera de las facetas de la vida, entre las que se incluye la de ser consumidor. Se nos habla continuamente de la necesidad de un “consumo responsable”,  pero poco de la necesidad de que el consumidor mismo asuma sus consecuencias.

Y es que en España, especialmente en materia hipotecaria -haciendo gala, todo hay que decirlo, de nuestra tradicional generosidad legislativa y jurisprudencial- se está transmitiendo en nuestra opinión una idea muy perniciosa a medio y largo plazo, la de que al consumidor le tienen que proteger todos –instituciones públicas, empresas y profesionales-, todos… menos él mismo.  La noción que se está imponiendo legislativa y jurisprudencialmente es la de que el consumidor es alguien pasivo, que no tiene tarea alguna que hacer en la comprensión de los actos y contratos que firme, porque la transparencia es cosa de los demás y el Estado le protegerá de todas maneras. Es el  “consumidor irresponsable”.

No se trata en ningún caso, como es obvio, de criticar o desactivar los mecanismos de protección de la parte débil contractual a la hora de negociar con las entidades financieras, que son absolutamente necesarios.  Aquí estamos hablando de algo más de fondo: de educación. De qué mensaje se está le mandando al consumidor por parte del legislador y de muchas sentencias del Tribunal Supremo, que -en nuestra opinión- es un mensaje que no educa sino todo lo contrario, maleduca. Porque educar (sea a un niño o a un ciudadano adulto) es, entre otras cosas, transmitir que en la vida hay no solamente hay derechos, sino también obligaciones, y que, si no cumples tus obligaciones, las consecuencias son atribuibles solamente a ti.

Que en España, por las trifulcas políticas de los últimos veinte años, se está descuidando alarmantemente la educación lo conocemos todos. Basta echar un vistazo a los reiterados Informes PISA que se publican de forma periódica. Los sucesivos cambios legislativos -consecuencia de la hasta ahora tradicional alternancia en el gobierno central entre PP y PSOE- y las competencias autonómicas mal ejercidas y peor controladas por la inspección general educativa han causado la catástrofe educativa en la que estamos inmersos. Además, la peculiar evolución sociológica de la ciudadanía actual, con una alarmante pérdida de valores y referencias  éticas y morales, está haciendo el resto. Todo eso lleva a que la gente considere normales cosas que hace unos años sonrojarían a cualquier ciudadano: declarar públicamente que uno no se ha enterado de los contratos que firma, denunciar falsamente a profesionales o empresas sólo para intentar cobrar de sus seguros de responsabilidad civil, engañar con tranquilidad al fisco o a la Seguridad Social, o incluso mentir en denuncias o declaraciones judiciales para sacar unos euros a su banco o a su empresa. 

Es cierto que, en un país libre, la gente tiene derecho a vivir de una forma despreocupada, o incluso directamente irresponsable. Como tantas otras elecciones que hacen las personas a lo largo de su trayectoria vital, se trata de una opción del modelo de vida que cada uno quiere experimentar. Allá cada cual con sus decisiones. Pero eso debe suponer también cargar con las consecuencias de las mismas. Porque lo que no es nada normal es que quienes optan legítimamente por la irresponsabilidad como modelo de vida exijan luego al Estado -o sea a todos nosotros- una protección desmesurada, que implique que les saquemos con el dinero público de los líos en los que su despreocupación les ha metido. Eso no supone solo irresponsabilidad sino un exceso intolerable. Por todo ello es bastante peligroso el mensaje que algunas resoluciones judiciales o actos legislativos recientes están transmitiendo a los ciudadanos: “cuanto menos te enteres de lo que haces más te voy a proteger, porque tú nunca tienes la culpa de nada, ni siquiera parcialmente. Y muchos ciudadanos, claro, se aprovechan. Unos por iniciativa propia y otros estimulados por despachos que han hecho de la reclamación su “modus vivendi” y un muy lucrativo negocio.

En ocasiones, el consumidor se convierte en una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde, como consecuencia tanto de los mensajes que se le mandan como de su falta de límites éticos personales. A la hora de contratar no hace un particular esfuerzo por comprender, a pesar de que en la documentación recibida -no siempre fácil- aparecen todos los datos, y que él mismo insiste en otorgar el negocio. Pero al cabo de los años negará haberse enterado, negará que se le haya informado y negará lo que haga falta, porque su despacho de abogados así se lo aconseja y el mensaje que llega desde el Estado va por ahí: si dices que no te enteraste, aunque tu actitud fuera voluntariamente pasiva, puede que recibas un premio.

Insistimos para que no quede ninguna duda: no se trata de que no se reclame todo aquello a lo que se tenga derecho, o que se exija el cumplimiento de las leyes en materia de defensa del consumidor. Eso se da por supuesto y hay que defenderlo de manera firme. Aquí estamos hablando de educación, tema esencial y de fondo. La etapa adolescente es muy importante en el proceso de maduración de una persona, y se suele caracterizar en el plano negativo, entre otras cosas, por una falta de asunción de responsabilidades: nunca la culpa es de él, sino del mundo que le rodea.  Por eso es tan necesaria una educación que le señale cuáles son los caminos correctos y los límites éticos. El consumidor irresponsable es un adolescente que no ha madurado y quienes deberían educarle le animan a seguir así.

Una sociedad civil fuerte requiere ciudadanos maduros, que sepan defender sus derechos, que reclamen frente a los abusos y las injusticias, pero también que no esperen que todo el mundo les defienda menos ellos mismos y, sobre todo, que asuman sus propias responsabilidades.