Sobre el “veto” del Gobierno al abogado de la Manada

Durante los últimos días y semanas hemos leído algunos titulares ciertamente preocupantes: “El abogado de ‘La Manada’, vetado en un curso sobre sexualidad de la Universidad de Cádiz” (ver aquí), “Moncloa veta al abogado de la Manada” (ver aquí) o, “Agustín, el abogado estrella de La Manada, vetado en un curso sobre sexualidad en Cádiz” (ver aquí).  Según se desprende de los diferentes artículos de prensa, el abogado defensor de ‘La Manada’, Agustín Martínez, no participará en un curso sobre sexualidad organizado por la Universidad de Cádiz, al que había sido invitado previamente y en el que se iba a referir a la sentencia del Tribunal Supremo, que ha condenado a 15 años de prisión a sus representados por un delito de agresión sexual.

Más allá de que la información publicada sea cierta y de que efectivamente sea cierto o no que el Gobierno ha presionado de un modo u otro a la Universidad de Cádiz para que el el abogado defensor de la Manada no pudiera participar mencionado curso, es preciso que recordemos algunos de los principios básicos sobre los que se asienta nuestro Estado de Derecho, a fin de que este tipo de titulares no terminen convirtiéndose en algo normal o aceptable.

El derecho de todo imputado a la defensa letrada es una garantía indispensable para evitar la arbitrariedad en la toma de decisiones y el poder ilimitado y despótico del Estado. Así lo reconocen todos los textos internacionales suscritos tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, como el artículo 6.3 c) del Convenio Europeo de Derechos Humanos de 4 de noviembre de 1950, cuando dispone que todo acusado tiene, como mínimo, el derecho a “defenderse por sí mismo o a ser asistido por un defensor de su elección y, si no tiene medios para pagarlo, poder ser asistido gratuitamente por un Abogado de oficio, cuando los intereses de la justicia lo exijan” (en un sentido muy parecido: art. 14.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 diciembre de 1966).

En esta línea, nuestra Constitución de 1978 reconoce a todos los ciudadanos una serie de derechos fundamentales que son la base de cualquier estado liberal que se precie: “a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia” (art. 24.1 CE). El derecho de defensa aparece igualmente reconocido como un derecho fundamental del detenido (art. 17 CE), en una fase previa a la inicialización del proceso penal.

La jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo también ha hecho hincapié, en numerosas ocasiones, en la “especial relevancia” que tiene “el sagrado derecho de defensa” en el proceso penal (SSTS 821/2016, de 2 de noviembre, 79/2012, de 9 de febrero y 263/2013, de 3 de abril). Y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha señalado que “el respeto del derecho de defensa en todo procedimiento que pueda dar lugar a sanciones, en particular a multas o a multas coercitivas, constituye un principio fundamental del Derecho de la Unión” (STJUE de 14 de septiembre de 2010, caso Azko y Akcros).

En definitiva, el papel del abogado es imprescindible para que todos esos derechos puedan materializarse y tomar forma. Sin abogado, no puede haber garantías procesales; sin abogado, no puede haber contradicción; sin abogado, no puede haber derecho de defensa ni práctica de pruebas; sin abogado, no hay, en definitiva, presunción de inocencia. La pretensión legítima del Estado en cuanto a la persecución y sanción de las conductas delictivas solo debe ser satisfecha dentro de los límites impuestos al ejercicio del poder por los derechos que corresponden a los ciudadanos en un Estado de Derecho.

Por tanto, debido a la enorme por la importancia que tiene la figura del abogado defensor, clave de bóveda del Estado de Derecho, es absolutamente inaceptable que cualquier letrado tenga que sufrir consecuencias negativas por el desempeño de su labor, más aún si las mismas provienen de un poder del Estado, en este caso el Gobierno. En caso de ser ciertas las informaciones publicadas en prensa, estaríamos ante un acto gravísimo y que no podemos pasar por alto.