¿Que hay de lo mío? O la dictadura del ius constitutionis en nuestros altos tribunales

Partamos de una premisa incontrovertible: los regímenes procesales preexistentes tanto en el Tribunal Constitucional –antes de la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo – como en la Sala de los Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo –antes de la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio- avocaban a ambas instituciones al colapso irreversible.

En la mejor tradición malthusiana, el legislador optó, merced a los instrumentos por todos conocidos de la «especial trascendencia constitucional» y el «interés casacional objetivo», por trasladar las tesis contenidas en el Ensayo sobre el principio de la población tal como afecta al futuro progreso de la sociedad al ámbito de la admisión. De la misma forma que el clérigo anglicano consideraba que el exponencial crecimiento demográfico era un suicidio social al resultar absolutamente incompatible con los recursos existentes, el insoportable incremento del número de recursos de amparo y casación registrados anunciaba una crisis irresoluble en ambos órganos. De tal forma que si para Malthus, las guerras, las epidemias y los desastres naturales debían contemplarse como una forma natural de regular el desmán reproductivo, el reforzamiento del ius constitutionis era la única vía de racionalizar el funcionamiento de ambos tribunales, a costa, inevitablemente, de hipotrofiar la tutela judicial de los justiciables.

Este ejercicio de radical objetivación tanto del recurso de amparo como del recurso de casación –acompañado de una indisimulable voluntad disuasoria- se ha traducido en un escenario de incertidumbre e inseguridad para los operadores jurídicos que acuden a la sede de Doménico Scarlatti o las Salesas. En los nuevos escenarios rituales el interés propio del recurrente es un mero vehículo para alcanzar la relevancia constitucional o el interés objetivo, de manera que por muy apreciable que pueda ser el litigio de la parte o muy aberrante la injusticia procesal subyacente, la admisión solo procederá si el actor acredita la concurrencia de esos sintagmas facilitadores, y todo ello, además, a mayor gloria de valores como la «seguridad jurídica», la «igualdad», e ¡incluso! la «protección de los derechos de los ciudadanos», principios que alumbraron estas reformas procesales.

Esta falta de equilibrio entre el perfectamente comprensible «¿qué hay de lo mío?» del recurrente que acude a la vía casacional o de amparo y la salvaguarda de la unidad del ordenamiento jurídico a través de la formación de Jurisprudencia o de la interpretación uniforme de la Constitución, acarrea un riesgo adicional pues, si un tribunal inferior no teme que un tribunal superior pueda revocar o anular sus decisiones, no se sentirá impelido de cumplir la doctrina sentada por ese órgano superior. De esta manera, la idea de que hay que delegar en la jurisdicción ordinaria la aplicación de la doctrina constitucional resulta quimérica. De igual forma, si los órganos de la jurisdicción ordinaria empiezan a advertir que el Tribunal Supremo únicamente dicta sentencias en casos que supongan alguna innovación jurisprudencial, el grado de concernimiento por su doctrina decaerá.

Las reformas operadas por las referidas LO 6/2007 y 7/2015, teleológicamente diseñadas para un fin tan prosaico como fue el alivio de sus registros, han venido a subvertir, de facto, la función tuteladora que constitucionalmente aún corresponde a los recursos de amparo y de casación, sacrificando los derechos individuales de gran parte de los ciudadanos que acuden a ellos en el ara de un difuso interés de la comunidad jurídica. Y, nótese, con el beneplácito de Estrasburgo, que en Arribas Antón c. España primero, y más recientemente en Fraile Iturralde v. España, ha convalidado estas reformas sostenidas en la discrecionalidad, la objetivación y la magra fundamentación de sus decisiones.

Admitamos que, al día de hoy, el Tribunal Constitucional es el más cualificado intérprete de la Constitución, pero también que, en la mayoría de los casos, no actúa ya como órgano de garantías al haber sido delegadas, casi en exclusiva, en la Jurisdicción ordinaria. Pero paradójicamente, y en paralelo, el Tribunal Supremo ha minimizado su rol como verdadero órgano de justicia, vindicando la formación de jurisprudencia como monocultivo en detrimento de su papel jurisdiccional ¡como si una y otra tarea no fuesen perfectamente compatibles! No se olvide que nunca podrá existir jurisprudencia si no hay antes un pleito con nombres, apellidos y pretensiones.

Del principio que establecía que las leyes y las demás normas jurídicas valen en la medida que respetan los contenidos esenciales de los derechos fundamentales, se está transitando a que éstos derechos cuentan en la medida que los reconocen las leyes, retornando así a la cultura jurídica inspirada en normas o deberes jurídicos por encima de los derechos, con el riesgo de rehacer el camino desde el Estado Constitucional de Derecho al Estado Legal de Derecho, donde la Ley se convierte en el centro de todo el sistema normativo, deconstitucionalizándose de esta manera los ordenamientos jurídicos.

En el último blockbuster de Marvel [¡ojo spoilers!] el neomalthusiano Thanos, con un chasquido de dedos soluciona el previsible colapso del universo: elimina a la mitad de los seres vivos en modo random. Los chasquidos legislativos de 2007 y 2015 están aliviando ciertamente las estadísticas del Constitucional y del Supremo, ¡pero a qué precio!