Lealtad constitucional y separatismo (reproducción de la Tribuna de nuestro editor Ignacio Gomá Garcés en El Mundo)

(Ver la publicación original aquí)

 

Dos sentencias señalan la metamorfosis del cuasisofisticado nacionalismo catalán hacia formas más pedestres. En la primera, el Tribunal Constitucional anuló varios artículos de la reforma del Estatut que promovió Zapatero sin que nadie se lo pidiese y que fue permitida por el triunvirato socialista, nacionalista y verde a sabiendas de que sería declarada inconstitucional. En la segunda el Tribunal Supremo condenó a doce líderes separatistas por dar un golpe de Estado.

La primera sentencia sería utilizada como pretexto para alimentar la indignación que después permitiría poner en marcha el llamado procés, un proceso soberanista guiado por una hoja de ruta cuyo objetivo final era la independencia de Cataluña. Aquel dulce nacionalismo, carismático, paciente y pedigüeño, que usaba dos varas de medir pero que, como dice Savater, no llegaba a insoportable, mudó así de piel hasta convertirse en un movimiento separatista en constante y contumaz desafío al Estado.

No importaron las innumerables advertencias que entre 2014 y 2017 les fueron notificadas, porque los líderes separatistas siguieron adelante con un plan que en realidad no tenían agallas de cumplir: un referéndum repleto de épica pero desprovisto del rigor más elemental, una conmovedora DUI suspendida a los ocho segundos, otra DUI sin efectos vinculantes. Atrapados en un callejón sin salida, el de haber educado a su electorado en la desobediencia, siguieron hacia adelante hasta que la perpetración del golpe de Estado obligó a las autoridades a desactivar el plan por las malas.

Ahora la sentencia del procés abre una nueva etapa. Si en unos pocos años, y solamente por declarar inconstitucional lo que era inconstitucional, el independentismo llegó a abrazar la vía unilateral, la ilegalidad, el dominio del espacio público y el señalamiento al diferente, además de dar tímidas muestras de violencia, no hemos de dudar que, tras la condena de nueve líderes separatistas a más de nueve años de prisión, utilizará la sentencia del Tribunal Supremo como pretexto para la rebeldía, quién sabe en qué grado esta vez.

Por lo pronto, mezclando indebidamente cuestiones políticas con la ineludible aplicación del Derecho, desde la publicación de la sentencia se han provocado incendios, se han cortado carreteras y vías del tren y bloqueado aeropuertos; se han construido barricadas; se han lanzado objetos; se ha herido a centenares de agentes; y se ha atacado a varios ciudadanos.

A la vista de lo anterior, en las reuniones celebradas el pasado miércoles en Moncloa los principales líderes políticos instaron al Gobierno a la adopción de medidas como la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional o del artículo 155, o la declaración del estado de excepción en Cataluña. Pero, pese a su contundencia, dichas medidas tienen la desventaja del intrusismo: se conciben como una ilegítima intervención en su autonomía y utilizadas en un abuso injustificado de poder, lo cual, a su vez, genera tensión y más excusas para el victimismo. De nuevo no importa tanto que estas afirmaciones sean justas como que se perciban como tal.

El relato del independentismo apela a cuestiones emocionales que van más allá de la razón. Por ello, en esta nueva fase del conflicto catalán y salvo que lamentablemente se produzca una situación de urgencia que precise de una actuación rápida y contundente (en cuyo caso pudieran resultar necesarias algunas de las medidas anteriores), es preferible acudir a otras estrategias jurídicas al objeto de desmontar ese relato y de acelerar la caída de un conflicto que en todo caso irá cayendo por su propio peso.

La más eficaz pasa por recurrir al clásico divide et impera. Existe un dato a tomar en consideración: la mayoría de catalanes -incluso los independentistas- empieza a hartarse del cariz que están tomando las cosas en Cataluña. Es cierto, pero también que solamente lo hace en su fuero interno o, en todo caso, sin mucho aspaviento. Durante años, como una mancha de aceite, el independentismo ha ido desplegando en Cataluña lenta pero inexorablemente una ficción de consenso que hoy pocos se atreven a cuestionar. Mientras unos cuantos independentistas adoctrinan para la causa, el verdadero problema es que la mayoría calla. Y así los más ruidosos, los fanáticos, se invisten de autoridad, porque el silencio de los demás se la otorga -a sabiendas de que, en realidad, no existe tal consenso. Otro dato a tomar en consideración: en Cataluña se tiene la sensación de que enfrentarse al independentismo sale mucho más caro que enfrentarse al Estado, lo cual, al contrario, es recompensado social y profesionalmente.

Pues bien, es preciso invertir los términos, es decir, desmantelar esa ficción de consenso y garantizar que la deslealtad al Estado resulte más perjudicial que la sumisión al separatismo. A este respecto, la regulación de un principio de lealtad constitucional pudiera ser de utilidad.

Muchos se resisten a reconocer una cualidad militante a nuestra Constitución, pero lo cierto es que vivimos en un Estado casi federal acusado, sin embargo, por una enorme dispersión legislativa y ejecutiva y por la cesión de competencias importantísimas a diversas regiones sin pedir nada a cambio. Al margen de que dichos pactos sirvieran para investir a uno y otro presidente: ¿por qué el Estado cedió a Cataluña, por ejemplo, competencias en materia de justicia, prisiones, sanidad o hacienda sin asegurarse de que, por lo menos, las ejercerían de manera leal, y no para golpear al propio Estado, al cedente, con ellas?

El principio de lealtad constitucional tiene su fundamento en los de unidad, solidaridad interterritorial y autonomía que configuran el Estado autonómico y, por tanto, reivindicarlo no es otra cosa que reivindicar la Constitución, y los derechos y obligaciones que de ésta derivan: igualdad, libertad, unidad, dignidad, separación de poderes y solidaridad.

Las medidas concretas a adoptar son variadas, desde la consagración legal de la obligación de jurar o prometer acatar la Constitución para quienes acceden a un cargo público (en aplicación de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional) o la previsión de consecuencias jurídicas y económicas para aquellos organismos de la Administración que incumplan el mandato constitucional, hasta la imposición de sanciones a aquellos miembros de la función pública que obstaculicen por acción u omisión el cumplimiento de las leyes. En definitiva, la idea consiste en diseñar incentivos que sirvan al interés general y, a la vez, disponer dificultades para quienes pretendan entorpecer el cumplimiento de esos incentivos.

No se trata de dividir a la población catalana (ya está dividida), ni de convencer a los independentistas más creyentes de su error (sería inútil), ni a los constitucionalistas más convencidos de su acierto (sería innecesario), sino simplemente de dejar que el ideal romántico que enarbola el independentismo se dé de bruces con la realidad del ciudadano medio sin tiempo para revueltas posadolescentes, y desfallezca por sí mismo. Las penosas circunstancias han obligado a los mossos, antes indulgentes con los manifestantes, a dar el primer paso. Algunos comerciantes y unos pocos ciudadanos, hasta las narices de cargar con los costes de las protestas, también.

El independentismo sería apenas un estorbo si los que se oponen a él hiciesen el mismo ruido. Pero la aquiescencia de éstos, aunque cívica y muy comprensible, convierte a aquél en una inquietud permanente. A fin de convivir en paz, es indispensable adoptar medidas que apuesten no solamente por el restablecimiento del orden, sino también por la total desarticulación jurídica del separatismo, el mismo que enmudece injustamente a una parte de la sociedad catalana y se toma la justicia por su mano.

 

 

(Imagen: Alejandro García – EFE)