El Poder difuso: Poder Judicial y separación de poderes

“La justicia, no hay más remedio, enjuicia”
(Michael J. Sandel, Justicia, Debate, 2011, p. 296)

El Poder Judicial siempre ha tenido problemas de visibilidad. Además de generalmente incomprendido, siempre ha tenido asimismo dificultades obvias para ser homologado como un poder de extracción democrática. Se trata de un poder que, tal como expuso Hamilton, no tiene ni las armas ni el tesoro, tampoco la fuerza ni la voluntad. Siempre se ha considerado el más débil de los tres poderes. Y, sin embargo, es poder. Por tanto, directa o indirectamente, hace política o influye en ella. Está en la naturaleza de las cosas. No cabe alarmarse. Siempre ha sido así. Aunque parece haberse descubierto hace unos días.

Frente al modelo de checks and balances o de equilibrio y control recíproco entre poderes por el que apostó el constitucionalismo estadounidense, en Europa continental el planteamiento originario fue diferente. Aquí, en los inicios de la Revolución francesa, predominó el Legislativo, aunque durante largos períodos de la construcción del Estado constitucional fue el Ejecutivo –como recordó Rosanvallon- el que realmente llevó las riendas (más a raíz de la implantación definitiva del sistema parlamentario de gobierno y del Estado de partidos).

Entre nosotros -como subrayaron Guarnieri y Pederzoli- se impuso un modelo burocrático de juez. La legitimidad del Poder judicial en estos casos fue una legitimidad de acceso (a la condición de jueces-funcionarios) y no propiamente hablando de ejercicio. Tal modelo formal de división de poderes (alejado de los presupuestos del sistema de pesos y contrapesos), conllevó inevitablemente la injerencia constante del Poder Ejecutivo en el funcionamiento de ese Poder Judicial. Los jueces dependían del Ejecutivo. No había división de poderes en este punto. Se planteó así durante los siglos XIX y XX una lucha permanente por garantizar la independencia del Poder Judicial (ya zanjada en el mundo anglosajón desde el siglo XVIII). Y aun en algunos países, como es España, es todavía hoy en día un reto que no se ha cerrado del todo. Quedan muchos flecos por resolver, algunos muy importantes.

En estas últimas fechas el Poder Judicial está en el centro del foco mediático y del debate político. Pero, en cambio, hay una ignorancia evidente sobre cuál es el papel institucional de ese Poder y cuáles son sus déficits institucionales que hoy en día ofrece. En apretada síntesis se pueden citar tres: 1) Un modelo de Gobernanza y organizativo caduco e insostenible; 2) Un sistema de acceso inadaptado; 3) Y un modelo de carrera profesional que oscila entre la antigüedad más rancia (escalafón) o la discrecionalidad política en los nombramientos más elevados. A ellos podríamos añadir –lo que no trataré aquí- un déficit de imagen sobre qué hacen los jueces, cómo lo hacen y por qué lo hacen, lo que supone afectar a su legitimidad ciudadana. Se trata de un poder opaco (lenguaje cerrado) y hasta cierto punto esotérico. El ciudadano lego no comprende bien su pulso. El profesional del Derecho lo intenta. En época del imperio de la imagen, un poder desvalido, sin cara, juega en desventaja. Siempre pierde.

No me entretendré en describir el pésimo diseño de Gobernanza y de organización del Poder Judicial.

Frente a la extendida creencia de que el Poder Judicial es monopolio exclusivo del jueces y magistrados (visión corporativa, propia de una lectura literal y no finalista de la Constitución), mi tesis siempre ha sido que el Poder Judicial es una estructura orgánico-institucional compleja en la que tales jueces y magistrados cumplen un papel sustantivo como miembros de órganos jurisdiccionales que juzgan y ejecutan lo juzgado, pero que el Poder Judicial lo conforman muchos más actores e intereses. No hay una ecuación perfecta entre Poder Judicial y Jueces y Magistrados. Si así lo fuera tendríamos un poder burocrático y no un poder con legitimidad democrática. Lo cierto es que en 2020, transcurridos más de cuarenta años de vigencia de la Constitución de 1978, no hay un modelo definido y racional de Gobernanza del Poder Judicial, pues sobre el ámbito de la justicia operan (con atribuciones diferenciadas) tres actores institucionales: Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Ministerio de Justicia y Comunidades Autónomas. No hay una cabeza, sino un monstruo de tres cabezas para gestionar los asuntos relativos a ese ramo, junto con un sistema de reparto de atribuciones endemoniado y disfuncional. No se extrañen de que nada funcione cabalmente. El milagro sería que lo hiciera.

La Gobernanza judicial es mala de solemnidad. El modelo de gestión también. Bastante hace el sistema judicial con “sacar papel”. Desde 1996 (Libro Blanco de la Justicia) no se ha hecho una reflexión holística del problema que sea mínimamente seria. La razón es muy sencilla: cada actor institucional tiene fuertes intereses que abogan en que nada se mueva. Que todo siga igual. En equilibro inestable. Es la ciudadanía quien paga los platos rotos de la vajilla judicial. Pero también el Poder Judicial que pierde crédito a raudales.

El segundo déficit es el sistema de acceso o de ingreso en la carrera judicial. Y el tercero el sistema de ascensos en lo que se califica como un modelo (propio de los sistemas burocráticos) de “carrera judicial”. Para poner a resguardo a la judicatura de los manoseos interesados del Ejecutivo en temas tan sensibles, se idearon dos mecanismos institucionales, hasta cierto punto complementarios. El primero, implantado desde 1870 (¡hace 150 años!), era el acceso a la carrera judicial a través de un procedimiento selectivo (“oposiciones”) de base exclusivamente memorística, que con matices que ahora no vienen al caso ha pervivido hasta nuestros día. El segundo el Consejo del Poder Judicial. Adviértase que los jueces superan la fase de oposición sin tener que realizar ningún test psicotécnico (de inteligencia o de personalidad), ni prueba práctica alguna que acredite sus competencias profesionales de interpretación y aplicación del Derecho. Dicho de otra manera: en el acceso no se les examina de aquello que van a hacer durante toda su vida profesional. Esto es insólito en el marco comparado. Tampoco se evalúa su equilibrio psicológico o emocional. Con ello se logra una aparente igualdad formal, siempre quebrada parcialmente por quien disponga de medios económicos suficientes para dedicar varios años de su vida postuniversitaria a memorizar un largo temario. El sistema garantiza, para sus defensores, la objetividad. Quien “canta” mejor los temas, tiene un pie y medio en la gloria. Pero está absolutamente periclitado. Y produce, por casualidad, buenos conocedores de la letra de la Ley, pero menos intérpretes avezados del Derecho y del marco social en el que deberán actuar. La Escuela Judicial no repara esos daños, pues no es materialmente una escuela selectiva y sigue inspirada en el modelo de escuela de descomprensión, tras unos largos años de encierro y aislamiento social obligado del opositor.

El tercer flanco débil es el relativo a la cobertura de los destinos. Para seguir salvaguardando el principio de igualdad formal, los miembros de la carrera judicial ascienden (con matices que ahora no vienen al caso) por el número en el escalafón o, si se prefiere, por el orden y año de entrada en la carrera judicial. Sin embargo, para ascender a “los cielos de la cúpula judicial” (esto es, a los niveles de responsabilidad gubernativa o a la condición de Magistrado del Tribunal Supremo) se requiere un nombramiento del Consejo General del Poder Judicial, un órgano de diseño constitucional desgraciado (“sin memoria”), que se reinventan cada 5 años, con estructura de asamblea (20, más una presidencia), cuya designación compete al Parlamento y de los equilibrios políticos que allí trencen las fuerzas políticas para alcanzar los 3/5 de los votos necesarios para nombrar 10 vocales por cada Cámara (6 entre jueces y magistrados y 4 entre “juristas de reconocida competencia”). El Consejo no es Poder Judicial, sino órgano de gobierno de éste. Los vocales elegirán a la presidencia, en función también de pactos políticos. No cabe extrañarse, por tanto, que el Consejo del Poder Judicial sea objeto de caza política mayor. Sus sillones, aunque son sinecuras sin apenas funciones, están muy codiciados. A través de la mayoría en este órgano constitucional se incide directamente en el nombramiento de los cargos gubernativos judiciales más importantes y de los miembros del Tribunal Supremo, incluido su presidencia. Y se hace política. Mucho poder en liza. Directo e indirecto. De ahí toda esa cruenta batalla política que se anuncia y ese juego de ajedrez maquiavélico barato que solo tiene un objetivo: repartirse el CGPJ y determinar así luego la política de nombramientos judiciales. Nada nuevo en un Estado preñado de clientelismo político. También la justicia está embarazada de ese mal endémico que contamina todas las instituciones, incluidas las “de control”. Y sin control efectivo no hay separación de poderes.

Bien es cierto que el CGPJ también ejerce más funciones y algunas importantes (potestad normativa, régimen disciplinario, acceso a la carrera, etc.). Pero la cruenta batalla está en la provisión de los destinos superiores. En España ningún actor de la clase política cree sinceramente en la separación de poderes. Ni ahora ni tampoco antes. Que nadie se llame a engaño. Pues el problema tampoco radica, por mucho que algunos se empeñen, en la manida renovación del CGPJ o en cómo se eligen a los vocales procedentes de la judicatura (si por el Parlamento o por los propios jueces). El dilema legitimidad parlamentaria versus legitimidad corporativa está mal planteado. El enfoque debería ser otro: ¿no hay otro medio institucional de acreditar la idoneidad y las competencias profesionales de quienes aspiran a gobernar el Poder Judicial?, ¿no puede realizarse ese proceso de selección de miembros por una autoridad o comisión independiente que cribe a los candidatos en función de sus respectivos proyectos y de su trayectoria profesional, proponiendo ternas y dejando incluso un espacio razonable para la cobertura de los puestos por sorteo entre aquellas personas que hubiesen superado el umbral de requisitos y competencias profesionales exigidos?

El Poder Judicial no es un pode exclusivamente de los jueces y magistrados, sino un poder del Estado democrático constitucional. Tampoco el Legislativo puede pretender apropiarse en exclusiva y sin límites del sistema de elección del órgano de gobierno del Poder Judicial. Los partidos no pueden ser los señores de la Justicia. La cuestión clave es si se quiere o no algún día construir definitivamente un CGPJ que sea un órgano de gobierno funcional y eficiente, que salvaguarde la imparcialidad e independencia de los jueces, con un nuevo modelo de Gobernanza Judicial, así como que trabaje para que el Poder Judicial actúe como auténtico checks and balances en relación al resto de poderes. Pero en ese nuevo marco, el CGPJ debería asimismo rendir cuentas ante el Parlamento y ante la ciudadanía. La otra opción es seguir como hasta ahora: pretendiendo que el órgano de gobierno del Poder Judicial actúe unas veces como lacayo del Poder Ejecutivo y otras como contrapoder judicial al Gobierno de turno.

Hay que evitar a toda costa que la erosión en la legitimidad del Poder Judicial vaya a más. Es una irresponsabilidad política y un suicidio institucional. En manos de la política está poner remedio a tal estado de cosas y no paños calientes, como nos tienen acostumbrados. No soy ningún ingenuo y, viendo el sombrío panorama político que nos rodea, nada de lo aquí expuesto se hará. Continuará el conflicto político centrado entre nombramientos de vocales judiciales por el Parlamento (mejor dicho, por los partidos políticos) o por los propios jueces y magistrados. Dos líneas paralelas que nunca se cruzarán. Y así eternamente. Debate nominal que esconde algo más grosero: quién controlará al Poder Judicial. El peso mayoritariamente conservador en la Magistratura pesa. Y eso condiciona el compromiso. O la política se pone manos a la obra para buscar un modelo de Gobernanza razonable o el Poder Judicial seguirá su lento, pero inevitable, camino hacia los infiernos. Estamos jugando con fuego. Una vez entre en llamas, su cuestionamiento puede ser irreversible. Y sin contrapeso judicial, no hay separación de poderes. Solo mera coreografía.

(*) Un desarrollo de las ideas esquemáticamente expuestas en esta entrada se puede hallar, entre otras, en dos contribuciones que elaboré hace algún tiempo. A saber: el artículo titulado “Poder Judicial y democracia. Legitimidad del poder judicial y separación de poderes”, en ¿Quién manda aquí? La crisis global de la democracia representativa, editado por Felipe González, Gerson Damiani y José Fernández-Albertos, Debate, 2017, pp. 103-127; y la monografía sobre Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons-IVAP, 2016. Ver, también: https://rafaeljimenezasensio.com/2019/08/05/el-autogobierno-del-poder-judicial/