Si la proyectada reforma del delito de sedición entraría dentro del concepto de privilegio

La primera norma de Derecho público (y una de las pocas) que contenía la Ley romana de las XII Tablas (451 a.c.) era la prohibición del privilegio: “No se propongan leyes contra una persona determinada” (Tabla IX,1). Comentando la norma, Cicerón se preguntaba “qué podía haber más injusto que eso, ya que la ley, por su propia esencia debe ser una resolución y un mandato para todos”. Es una idea muy congruente con el pensamiento filosófico-jurídico romano. La ley exige generalidad porque no es más que una lectura del orden exigido por la justicia, que no puede hacer acepción de personas (excepciones personales), so pena de negarse a sí misma.

De ahí que la etimología de la palabra “privilegio” sea muy reveladora, pues procede de “privus legis”, es decir, “privado de ley” o exceptuado de ley. Pero lo curioso de esta primera época clásica, es que el privilegio no se entendía como beneficio, sino como castigo, es decir, se exceptuaba de la ley en perjuicio de su destinatario. Lo explica muy bien Montesquieu  en El espíritu de la leyes (12,19), cuando afirma “que en los Estados donde más se cuida la libertad existen leyes que, para preservar la libertad de todos, vulneran la de uno”. Es decir, al no disponerse en esos Estados de una arquitectura institucional que frenase el riesgo de que una persona acumulase demasiado poder, por miedo a perder la libertad de todos se le castigaba a través de una ley particular que le privaba de sus derechos. Frente a eso reacciona el incipiente Estado romano, por considerar que cuenta ya con mecanismos suficientes para no tener que incurrir en esas arbitrariedades típicas de otros lugares (como las ciudades griegas).

En las democracias actuales el privilegio tiene, normalmente, el sentido contrario. Cuando se promulga una ley pensando en la situación particular de una persona o empresa determinada, normalmente es para beneficiarle, para exceptuarle de la aplicación de una ley dictada anteriormente en términos generales que se considera, por cualquier motivo, que no conviene aplicarle a su caso porque le resulta perjudicial. Seguramente se debe a que mientras en las jóvenes repúblicas clásicas predominaba el miedo a perder la libertad general, en las actuales democracias liberales imperfectas predomina el miedo particular a perder ciertas ventajas económicas o políticas.

A la vista de esta introducción, nos podíamos preguntar, entonces, si la proyectada reforma del delito de sedición que ha anunciado el Gobierno del Sr. Sánchez (aquí) entraría dentro del concepto de privilegio. Y la pregunta no es baladí porque, si es así, sería un paso muy preocupante en la dirección iliberal que en la actualidad amenaza a gran parte del mundo libre. Para que una democracia liberal sobreviva no basta con el respeto escrupuloso a la legalidad y a las formas constitucionales, sino que es necesario que se actúe con lealtad a los principios superiores que dominan el sistema. Sencillamente, porque las normas no pueden preverlo todo. Por ejemplo, pueden diseñar un sistema para preservar la independencia de ciertas instituciones, pero a la hora de designar a quienes deben dirigirlo suele confiar en la lealtad a los principios de quién les nombra, porque ir más allá es muy complicado. Es inevitable que a partir de un determinado punto se acabe la responsabilidad jurídica y empiece la responsabilidad política, sujeta al control mediático y electoral típico de una sociedad democrática. Pero el problema de una sociedad tendencialmente polarizada como en la que nos encontramos en la actualidad, es que esos controles no existen o no son suficientemente efectivos. El resultado es la designación de Tezanos como presidente del CIS o de la ex ministra de Justicia como Fiscal General del Estado, ya comentadas en este blog (¿Por qué Jose Félix Tezanos no debe ser presidente del CIS? y De Ministra de Justicia a Fiscal General).

Si se desea liberar a los presos del Procés lo procedente desde el punto de vista institucional es acudir a la figura del indulto parcial, que es la específicamente prevista para ello. Por supuesto se puede lograr el mismo objetivo a través del medio indirecto de una reforma legislativa que reduzca las penas en la correspondiente proporción, dado el efecto retroactivo de la disposición penal más favorable, pero claramente las dos medidas no son equiparables desde el punto de vista del Estado de Derecho. En caso de indulto este debe ser solicitado por el penado o por alguien en su nombre (no parece probable que lo pida el Tribunal Supremo) y abre un procedimiento reglado en donde al menos desde el punto de vista político –aunque no jurídico- se exigiría, para prosperar, la retractación de los inculpados. No nos engañemos, que se retracten por haber vulnerado las leyes democráticas (no obviamente por aspirar a la independencia, que es otra cosa), debería ser lo mínimo y lo deseable para merecer un indulto en un Estado democrático. Pero como ha demostrado el Sr. Junqueras en su última entrevista, no está dispuesto a retractarse de nada de lo que ha hecho, sino que, más bien, está decidido a repetir el delito si tiene la oportunidad (aquí). Indultarle en estas condiciones supondría un coste político formidable para el Gobierno que, si es posible, estaría muy interesado en evitar.

El grave problema es evitarlo utilizando de manera indirecta la ley, que está pensada para otra finalidad, incurriendo así en la figura del privilegio. Se puede alegar que lo que se pretende en realidad es clarificar nuestros tipos legales y coordinarlos con los existentes en otros países, pero hacerlo precisamente ahora, y en la dirección de rebajar las penas, genera una sospecha tan peligrosa para nuestra salud democrática como su confirmación, por lo de la mujer del César.

Utilizar las instituciones para atender fines distintos para el que están diseñadas en beneficio propio (aunque sea un beneficio de tipo político) es una característica de un régimen iliberal que sienta un precedente deslegitimador muy grave para el futuro, máxime teniendo en cuenta que nuestra derecha tampoco se ha caracterizado jamás por su pulcritud institucional. Puede que la intención sea loable (pacificar la situación política en Cataluña) o comprensible (sacar adelante unos presupuestos) pero lo que siempre nos ha demostrado la historia es que es mucho mejor afrontar estos problemas de frente, utilizando los recursos institucionales apropiados, que instrumentalizar las instituciones democráticas devaluándolas por el camino. Porque algún día, cuando nadie las respete, las echaremos en falta.