La modificación del delito de sedición del código penal

Los clásicos dicen que la Jurisdicción contenciosa tienen función revisora. Los jueces revisan la actuación administrativa y declaran si la Administración no aplica de un modo correcto la norma y vulnera derechos fundamentales de los ciudadanos o no sigue el procedimiento legalmente establecido o contraviene el ordenamiento jurídico de una forma menos grave, pero no convalidable; porque el Derecho se interpreta. Esto sucede todos los días en la jurisdicción contenciosa, mientras que los jueces penales aplican la ley penal y condenan o absuelven a quienes son acusados por el Ministerio Fiscal o la acusación particular, y popular, si la hubiera.

       El sistema tiene un sencillo funcionamiento de fino encaje cuyo constante movimiento no salta a la luz. Todos los días la Administración es fiscalizada por los jueces sin mayor repercusión hasta que la concernida es la Administración de la que se sirve el Gobierno de la Nación y los encausados son políticos.

       Sucede entonces que los jueces ¿ya no ejercen la función jurisdiccional bajo el imperio de la ley? La duda de si en esos casos se desvían por intereses ideológicos aparece. Pero cabe preguntarnos si la sinergia no es la inversa.

        El Tribunal Supremo dictó sentencia condenatoria el 14 de octubre de 2019 y condenó por delito de sedición y malversación de fondos a varios políticos catalanes independentistas. Los hechos habían consistido en un posmoderno golpe de estado, dirigido desde las instituciones del gobierno catalán autonómico con una agenda oculta en virtud de la cual se promulgaron cinco decretos de Presidencia, cinco resoluciones del Parlament y seis leyes para forzar la voluntad del Estado en orden a permitir un referéndum sobre independencia, declarar la independencia y constituir una república independiente de Cataluña, que el Tribunal Constitucional tuvo que anular uno por uno desde 2013 hasta 2017. Desplegaron fuerza coactiva para obligar al Estado a hacer lo que no quería, coacción que puede ser violencia típica de un delito de rebelión, aunque el Tribunal Supremo no quiso interpretar el tipo de rebelión, conforme le permitía el artículo 3 del Código Civil, con arreglo a las nuevas circunstancias sociales en las que es posible ejercer violencia ambiental sin tanques ni armas, y condenó por delito de sedición, forzando el tipo y omitiendo hechos.

       También atribuyó un dolo absurdo a los autores: dice que llamaron a un referéndum de autodeterminación que sabían inviable a la ciudadanía ilusionada –mejor no anteponer el adjetivo al sustantivo, como hace la sentencia en Hechos Probados, para no resultar tan rancios como su redacción- para presionar al Gobierno hacia una consulta popular y demostrar que los jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional. Acaba condenando por delito de sedición, a pesar de que los hechos no vulneraban simplemente el orden público; y, para hacerlo, creó un concepto nuevo de violencia instrumental típica de sedición que se entendía a partir de ese momento como desobediencia generalizada a la autoridad judicial en el territorio de una Comunidad Autónoma. Realizó una interpretación del tipo que podría dar a entender que cualquier movimiento stop desahucio sería delito de sedición, aunque basta leer bien la sentencia para darse cuenta de que no es así.

       En este estado de cosas, el nuevo Gobierno de la Nación promueve una propuesta para reformar el Código Penal. Habla de la reforma de varios delitos entre los que se encuentran los delitos de sedición. Se ha dicho que quiere introducir en el Código Penal la rebelión posmoderna sin armas, y, en coherencia, rebajar la punición de los delitos de sedición, además de clarificar que no se penará a los activistas manifestados en la calle.

      Esta reforma podría estar bien enfocada, movida por razones de política criminal y razones de proporcionalidad punitiva, pero supone la rebaja inmediata de la pena que ya cumplen unas personas determinadas, lo que hace que salten todas las alarmas. Una ley es expresión de la soberanía popular porque es aprobada en el Parlamento por el poder legislativo, y, como tal, es correlato de la voluntad ciudadana a través de sus representantes políticos, por lo que se puede estar muy en desacuerdo con ella, pero se debe respetar la decisión de la mayoría en forma de ley. En esto consiste el sistema democrático y el Estado de Derecho.

       García de Enterría afirmaba que, si nuestro Estado es un Estado de Derecho, el Derecho y no el capricho del gobernante debe dominar la totalidad de sus decisiones. Sin embargo, sucede que es muy fácil identificar en los motivos del Gobierno para reformar el delito de sedición razones que no son de mera política criminal. Es fácil porque apenas ha pasado un mes desde el inicio de la nueva legislatura y, antes que cualquier otra medida política, el Gobierno se ha planteado esta, abiertamente relacionada con delincuentes penados en prisión con los que sigue manteniendo una relación política intermediada a través de diputados del mismo partido político que los condenados.

       Es un delito que en 35 años de vigencia del Código Penal apenas ha tenido aplicación, por lo que, siendo una reforma de la ley general que solo tiene capacidad para afectar a unas pocas personas –ha habido, hay y habrá poquísimos sediciosos frente a miles de ladrones o maltratadores-, no se encuentra la necesidad de que los pocos sediciosos ya condenados o que vayan a serlo vean modificado su régimen punitivo. 

      Si lo que se quiere es rebajar la pena del tipo, la rebaja beneficiaría a los reos condenados el 14 de octubre de 2019 por aplicación retroactiva de la ley penal más favorable conforme al art. 2.2 del Código Penal. Lo relevante es que se decide reformar cuando solo han pasado tres meses de la condena de 14 de octubre de 2019, lo que inexcusablemente vincula la reforma a los nombres y apellidos que aparecen escritos en esa sentencia con incidencia directa en el cumplimiento de la pena. 

      ¿Tan necesaria es la reforma? Debemos respondernos que, si se hace, es solo por un motivo: porque el Gobierno y sus apoyos legislativos consideran que esa condena, que en el caso de Oriol Junqueras llega a 13 años de prisión por delito de sedición, es muy elevada e injusta.  Pero, si es así, el instrumento que debería usar el Gobierno es el indulto porque la Ley del Indulto de 1870 ya creó un mecanismo para que el Ejecutivo modifique o extinga la pena impuesta por los Tribunales, pero asumiendo su responsabilidad como Gobierno si lo hace.

     Por el contrario, si sigue la vía de usar a su grupo parlamentario y a sus aliados políticos para reformar la ley en el Parlamento, al objeto de crear una ley particular, estará dando la apariencia de manejar la soberanía del pueblo y la ley con una finalidad ilícita en cuanto que no lo hace para regular el régimen jurídico penal aplicable a todos los ciudadanos que cometan ese delito, sino el régimen aplicable a nueve políticos, por delitos ya juzgados respecto de los que la ley que se aplicó es desplazada por la nueva. La nueva ley deja sin efecto una sentencia firme en ejecución, respecto de nueve personas concretas. 

       Hay una conducta especialmente insidiosa en el derecho administrativo, que es la desviación de poder, que se produce cuando los poderes públicos ejercen sus potestades públicas para alcanzar objetivos diferentes a los que sirven para otorgarle la potestad. Pensemos que el Gobierno a través de su grupo parlamentario presenta una proposición de reforma de Ley Orgánica para modificar el Código Penal, pero no con el fin de reformar este texto de modo general para todos los ciudadanos sino solo para beneficiar a Oriol Junqueras, aunque formalmente se presente como general. Es una ley de destinatario conocido o particular y no general, lo que constituye un objetivo al que no se refiere el artículo 81 de la Constitución que regula las leyes orgánicas. 

      Esta desviación de poder en la elaboración de las leyes tiene como consecuencia una conducta arbitraria. Lo arbitrario es lo dictado únicamente en función de un capricho y por lo tanto no se ajusta a ningún tipo de regla u orden. Y de ahí la consecuencia de falta de certeza y duda, la inseguridad jurídica que la arbitrariedad genera.

        Está claro que toda ley se puede cambiar, siempre que se tenga la mayoría requerida en la cámara. Lo normal es que haya un motivo poderoso para llevar a cabo la reforma legislativa, pero el principio de interdicción de la arbitrariedad que proclama el art. 9.3 de la Constitución significa que la nueva ley no puede servir de vehículo para un cambio normativo que obedece a una causa concreta que es utilizar la ley para no cumplir una sentencia condenatoria firme, objetivo no previsto en la ley. 

       El Ejecutivo, como poder público, no puede elegir la solución que le parezca más acorde con los intereses del momento en cada caso determinado porque no puede con una ley orgánica dejar sin efecto una condena. La desviación de poder permite examinar la motivación legislativa oculta, y esa es la que la sociedad debe conocer y reprobar. Tampoco debe malinformar a la ciudadanía; debería dejar de asegurar que, por el hecho de ser aprobadas en el Parlamento y ser expresión de las urnas, las leyes son infalibles, pues la realidad es que no nacen con la pátina del acierto y deben soportar el control de constitucional del Tribunal Constitucional, que es el contrapeso de su poder y del Legislativo.

      Esto es, si el poder Ejecutivo, aliado con el poder Legislativo, entra en liza con el poder Judicial y lo desapodera y deja en papel mojado sus decisiones, actuando con el totalitarismo de una especie de poder omnímodo, lo que no es propio de las democracias, debe advertirse del peligro a la sociedad entera. 

      En las democracias, el pueblo soberano vota en las urnas y a través de sus representantes parlamentarios hace las leyes que aplican los jueces, quienes ven limitado su poder porque solo pueden aplicar esas leyes dadas. Pero, si los parlamentarios usan la ley para deshacer sentencias, hurtan a los ciudadanos el poder judicial como contrapeso de control de la Administración y garantía de la igualdad en los actos del Gobierno y del Parlamento. Los jueces son los ciudadanos técnicos en Derecho seleccionados por su mérito y capacidad para juzgar y aplicar la ley, guardianes de la ley, de la libertad y de la igualdad, de modo que, desautorizados los jueces por el Legislativo y Ejecutivo, son los ciudadanos los que pierden su libertad, la igualdad y un pilar fundamental de sus derechos fundamentales. 

      Sobre todo, los ciudadanos pueden abrigar temor al futuro de sus derechos, ya que el poder absoluto es voraz y arbitrario, negará el orden con una ausencia de criterio constante de actuación; pues ya está, dirá a los ciudadanos. Lo hará con desprecio y con independencia del resultado que produzca. Por su propio interés.