Fronteras abiertas (o si existe un derecho fundamental a inmigrar)

La polémica doctrinal sobre si existe o no un derecho fundamental a emigrar al país de elección, lo que implicaría una obligación jurídica de abrir las fronteras a la inmigración, tiene un origen muy antiguo.  Recordemos que el primer país que sufrió el impacto de una auténtica globalización fue la España de los siglos XVI y XVII. Los formidables retos que tal acontecimiento supuso motivaron que las mejores cabezas de la época (integrados en lo que hoy se denomina segunda escolástica o escolástica española)  analizaran sus implicaciones en prácticamente todos los aspectos de la vida social, entre ellos la inmigración.

No era de extrañar, porque como consecuencia del descubrimiento de América, por una parte, y las penurias económicas de ciertos países europeos, por otra,  se produjo una masiva entrada de extranjeros buscando mejor fortuna en nuestro país. La falta de capacidad para atenderlos adecuadamente, dada la ausencia de suficientes instituciones de caridad, generó una creciente marginalización en la sociedad española y, como respuesta, un incremento en la legislación local dirigida a prohibir la entrada de extranjeros, sancionándoles con la expulsión y en ocasiones, mientras se investigaba su caso y se decidía aquella, con la prisión.

Ante esta situación surge un debate académico entre los partidarios y detractores de tales medidas.[1] Entre los partidarios podemos destacar a Juan Luis Vives y Juan de Robles. Entre los segundos, al gran Domingo de Soto. Ninguno de ellos negaba, por supuesto, la obligación de atender a aquellos en peligro de muerte, pero el verdadero problema se concentraba en la gran mayoría de pobres que escapaban a esta calificación. Vives y Robles abogaban, primero, por aceptar procesos inquisitivos para determinar qué extranjeros eran merecedores de ayuda y cuáles no; y, en segundo lugar, por prohibir la entrada a estos últimos, para no cargar a los ciudadanos españoles con obligaciones que legítimamente deberían ser atendidas por los países de origen.

Soto se opone radicalmente a esta postura, escribiendo a tal fin una obra (Deliberación en la causa de los pobres) dirigida al Príncipe don Felipe (futuro Felipe II) que constituye un hito fundamental en el desarrollo del concepto moderno de los derechos fundamentales subjetivos.[2] Frente a las prácticas inquisitivas que tendían a criminalizar en su conjunto a la población extranjera, Soto opone el derecho fundamental (“natural”) al honor o a la buena reputación, alegando la improcedencia de esas investigaciones salvo en el caso de concurrir indicios relevantes de engaño, criminalidad o mala conducta. Frente a las restricciones a la inmigración, opone el derecho fundamental a la libre circulación entre países.

Siguiendo la práctica habitual de la escolástica española, justifica ese derecho no solo por razones deontológicas o normativas, sino también consecuencialistas, reconociendo la necesidad de encontrar un equilibrio entre los principios e intereses en juego, pero dando la preeminencia que merece al derecho fundamental individual, que no pueden ser sacrificado por meras razones de oportunidad o conveniencia ajena.

Parte así de la existencia de una auténtica comunidad universal, integrada por “el griego y el latino, el judío y el gentil”; y, por eso mismo, “cada uno tiene libertad de andar por donde quisiere, con tal de que no sea enemigo ni haga mal”. De ahí su condición de derecho fundamental, porque pertenece al ser humano no como miembro de una determinada comunidad política, sino por su condición de ser humano. Pero al mismo tiempo integra este derecho en un orden general que tiene en cuenta los intereses colectivos. Por eso no reconoce al inmigrante un derecho fundamental a obtener asistencia (salvo en casos de extrema necesidad) sino solo a la libre circulación. La ayuda y la asistencia es ya un tema de caridad, no jurídico, que atenderá quién quiera y quién pueda, pero que no pueden ser exigidas jurídicamente. De esta manera elude, al menos formalmente, la objeción de Vives  sobre el desequilibrio de cargas entre la comunidad de origen y la de recepción. Y frente a la alegación material de que la caridad, al fin y al cabo, puede acabar resultando inevitable, termina invocando en su alegato al Príncipe una verdad muy profunda: “Jamás por abundancia de pobres extranjeros se empobreció ninguna tierra”.

La Deliberación se publicó en enero de 1545. Es asombroso que casi medio milenio más tarde, tras la segunda ola globalizadora, no hayamos avanzado mucho, porque lo cierto es que en la actualidad nuevos científicos sociales están repitiendo casi miméticamente el análisis que Domingo de Soto hizo hace quinientos años.

Así, el filósofo Michael Huemer (Is There a Rigth to Immigrate?) ha defendido la existencia de un derecho individual a la libertad de movimiento entre países, por considerar que impedir a cualquier ciudadano del mundo acceder al mercado de trabajo de otro país para ofrecer sus servicios, implica una coerción sobre su libertad de movimientos dañosa para sus intereses, sin que esté justificada por la defensa de otros más relevantes. Entre esos otros intereses suele citarse: proteger a los trabajadores nacionales de la competencia foránea  a la hora de buscar trabajo, el cambio cultural, y la protección del contribuyente nacional por cargas asistenciales que no le correspondería asumir. En su opinión, ninguna de estas razones resulta suficiente para justificar la supresión del derecho a la libre circulación.

En cuanto a la primera razón -al margen de que el mercado laboral no es estático y que la entrada de inmigrantes dinamiza la economía y crea nuevas oportunidades laborales para todos- considera obvio que, con la finalidad de evitar un perjuicio competitivo limitado y/o temporal a ciertas personas, no puede imponerse bajo forma de coerción un perjuicio grave a otros que tratan de escapar de una situación de penuria mucho más acusada. En relación a la segunda, alega que el impacto cultural real de la inmigración en el país de recepción es limitadísimo, al margen de que, en cualquier caso, la preservación cultural no puede justificar imponer un daño grave a otros. Por último, respecto al argumento de las cargas desproporcionadas o inasumibles al contribuyente, paralelo al alegado en su momento por Vives, ofrece la misma respuesta que Soto: no existe propiamente un derecho a percibir prestaciones asistenciales idénticas a las que el Estado conceda a sus nacionales, sino solo un derecho a la libre circulación. Esas prestaciones pueden concederse a los inmigrantes, si se quiere o se puede, de manera completa o limitada, actual o diferida al momento en que el inmigrante empiece a pagar impuestos o lleve determinados años haciéndolo. En cualquier caso ese es otro tema, porque lo que no resulta consistente desde el punto de vista lógico es afirmar que porque no se quiere tratar de manera diferente a inmigrantes y a nacionales desde el punto de vista asistencial, y porque no se les puede tratar de manera idéntica (ya que entonces el Estado del Bienestar sería insostenible), entonces es necesario privar a los inmigrantes de su derecho a la libre circulación y a trabajar donde quieran contratarles, condenándoles así a una discriminación mucho más grave.

En realidad, la similitud con el argumento de Soto es todavía mucho más profunda de lo que parece. Los extranjeros tienen derecho a entrar en el país, para ofrecer sus servicios laborales, o incluso solo para mendigar en la calle. Pero lo que no tienen es un derecho a que nadie les contrate o les dé limosna. Por supuesto debe hacerse todo lo posible para ayudarles en ambas facetas, pero ese será un deber político o moral (en su caso y dependiendo de las circunstancias), pero no estrictamente jurídico.

Claro que el problema que puede plantearse, especialmente en un país como el nuestro con una elevada tasa de desempleo, es si la realidad social desencadenada tras una apertura súbita de las fronteras podría generar una situación de colapso y de necesidades no atendidas que convertiría en materialmente obligatorio lo que formalmente no se quiso reconocer como tal. De ahí la dificultad de separar demasiado radicalmente el aspecto normativo del consecuencialista, algo que los escolásticos españoles tenían muy presente (pues al fin y al cabo esa íntima conexión fue una de las grandes aportaciones del tomismo), lo que nos obliga a comprobar la veracidad del aserto de Soto negando que por la abundancia de pobres extranjeros se empobreció jamás alguna tierra.

Sin duda eso merecería un post o varios post aparte (pueden consultar la versión desarrollada de este artículo en el último número de El Notario), pero al menos vale la pena destacar algunos datos e informes.

En primer lugar, una apertura súbita de fronteras no generaría ninguna avalancha, como demostró el caso de Puerto Rico tras la sentencia  del Tribunal Supremo (Gonzales vs Williams, 1902) reconociendo a los puertorriqueños el derecho a vivir y trabajar en cualquier parte de los EEUU. La mayor parte de la gente no huye de su país  a la desesperada de manera súbita, salvo en casos de guerra o cataclismo natural o político, sino que solo emigra cuando sabe que será relativamente bien acogido y encontrará trabajo y un hogar para vivir. Pero incluso los refugiados que huyen forzados de los conflictos bélicos tienden a acudir donde existen más posibilidades de encontrar compatriotas y acceder a un empleo. Hasta tal punto que algunos informes recientes han constatado que la crisis de refugiados tras la guerra de Siria no ha constituido ninguna carga para los países occidentales que los han recibido, sino más bien al contrario.[3]

Lo anterior resulta congruente con los estudios económicos que defienden que en el caso de apertura total de fronteras el PIB mundial se multiplicaría por dos en un plazo breve.[4] Esto supondría un incremento de productividad en torno a un billón de dólares (10(12)); más o menos como si, cada año, se creasen 150 empresas del tamaño de Google o se construyesen setenta y cinco Manhattans más[5], lo que en un escenario de falta de productividad y envejecimiento paulatino a nivel mundial no nos vendría nada mal.

Ahora bien, no debemos olvidar que tal cosa incrementaría exponencialmente el flujo de inmigración de baja educación y preparación laboral. A la larga el impacto económico sería positivo, pero a corto plazo generaría una serie de disfunciones que no cabe desconocer, pues ese efecto no sería equitativo para los diferentes sectores de la sociedad receptora, en cuanto que los recién llegados harían competencia a los situados en el escalón más bajo en beneficio directo de las clases medias y altas. En poco tiempo la situación mejoraría para todos, pues la niñera o la empleada del hogar que permite que una madre profesional pueda reincorporarse antes o mejor al mercado laboral, por poner un ejemplo típico, desencadena un proceso de generación de riqueza general que termina beneficiando también a esos sectores (pues tanto la niñera como la madre gastarán su dinero, creando más demanda de trabajo). No obstante, a corto plazo el Estado de Bienestar tendría que atender a los naturales que sufren el impacto y a los foráneos en busca de colocación, lo que probablemente incrementaría su carga.

Pero la respuesta a este inconveniente no debería ser prohibir la inmigración de baja cualificación, lo que sería improcedente tanto desde el punto de vista de la justicia como de la economía, sino buscar otras soluciones menos traumáticas. Como afirman algunos economistas (Alex Nowrasteh y William Niskanen), siguiendo sin saberlo a Domingo de Soto, puestos a construir muros, es mejor levantarlos alrededor del Estado del Bienestar que alrededor del país. En esa línea existiría una gran variedad de posibilidades: limitar el acceso gratis a determinados servicios asistenciales durante un determinado plazo de tiempo, o hasta que hayan pagado un mínimo de impuestos, bajar o eliminar los impuestos a los nativos situados en el escalón más bajo, o incluso cobrar un precio por la entrada al país (aunque sea de manera aplazada, que en cualquier caso será mucho menos de lo que hoy cobran las mafias por un servicio muy inferior). Por supuesto que sería deseable no incurrir en estas “discriminaciones” (concepto por otra parte siempre relativo) pero lo que es indudable es que es mejor incurrir en esas que en la mucho más grave y cruel de negarles la entrada, que es lo que ahora ocurre.

Plantear el tema en términos de justicia/utilidad, como hacía De Soto, más que de caridad/solidaridad, tiene otras importantes ventajas añadidas.  No podemos olvidar que la inmigración hoy, en los países occidentales, es un problema político, capaz de desencadenar nada menos que la expansión de regímenes iliberales por Europa central, pero que se ha dejado sentir en la occidental en fenómenos tan distorsionadores como el Brexit, Salvini o Le Pen (de Trump mejor ni hablar). Planteado en términos de solidaridad, la inmigración tiende necesariamente a adquirir la calificación de problema/carga, lo que genera las inevitables resistencias (no solo porque el prejuicio nacional todavía no está mal visto, sino por el natural miedo a la insostenibilidad del sistema),  y también agravios por su defectuoso reparto, tanto a nivel interno como internacional. Por eso, mientras no cambiemos nuestro registro o nuestro marco de referencia, este “no problema” seguirá envenenando profundamente las sociedades occidentales, precisamente cuando más necesitamos, por nuestro propio interés, un enfoque justo, matizado y racional.

 

 

[1]Andreas Blank, “Domingo de Soto on Justice to the Poor”, Intellectual History Review 25 (2015): 133-146.

[2]Benjamin Hill, “Domingo de Soto”, Great Christians Jurists in Spanish History, Cambridge, 2018,  pp. 134 y ss. y Annabel Brett, Changes of State, Nature and the Limits of the City in Early Modern Natural Law, Princeton, 2011, pp. 15-36.

 

[3]Hippolyted’Albis, EkrameBoubtaney DramaneCoulibaly, Macroeconomic evidence suggests that asylum seekers are not a “burden” for Western European countries (2018)

https://advances.sciencemag.org/content/4/6/eaaq0883

[4] The Economist, The Magic of Migration, 16-11-2019.

[5] B. Caplan y Z. Weinersmith, Open Borders, The Science and Ethics of Immigration, Nueva York, 2019.