Discurso del presidente en la entrega de los V Premios Hay Derecho

Porque las personas también cuentan: los cuatro pilares del progreso democrático

Señor ministro, secretaria de Estado, autoridades y personalidades, señoras y señores presentes:

Hoy es un día grande para la Fundación. Lo es por tratarse de algo tan festivo como la entrega de unos premios, pero también por su cada vez más numerosa concurrencia y repercusión. No estamos ya lejos de una entrega de los Oscar o de los Goya, y creo que debemos copiar de ellos tres cosas: hacer muchos agradecimientos, meterse con las autoridades y decirle algo bonito a los premiados.

Con las autoridades no voy a hacer sangre. Solo diré que hay muchas, más que nunca: ministros, secretarias de estado, diputados, ex vicepresidentes del Congreso. Me pregunto si es que la Fundación se está adocenando o al contrario, que estamos llegando al poder. No sé qué contestar: sólo digo que el año pasado quise pasar por moderno y me quité la corbata y este año me la pongo de nuevo. Es broma, me consta que quienes están presentes son autoridades que comulgan con nuestros ideales de democracia, Estado de Derecho y regeneración.

En cuanto a los agradecimientos, diré “muchas gracias”, en primer lugar, a todos los asistentes por permitir, pagando la cena, que se celebre este acto, tan grato y tan importante para la Fundación. Con esta que sabemos es frugal colación contribuís a nuestro propósito fundacional.

Muchas gracias también a quienes hacen posible este premio y, en realidad, toda la actividad de la Fundación: Carmina Álvarez Merino, Carlota Tarín y Alicia García, y  Carmen González, que se nos va, y que ha pasado de las musas del teatro, su gran afición, en algo más de horas veinticuatro, que diría Lope.

Y un reconocimiento a mis coeditores Elisa de la Nuez, que además es la secretaria general, Segismundo Álvarez, Rodrigo Tena, Fernando Gomá, Matilde Cuena, y a los queridos junior, pero ya no tanto, Ignacio Gomá Garcés, Pablo Ojeda, Miguel Fernández Benavides, Nicolás González Muñoz y Matías González Corona.

Y a los patronos no editores del blog que, aunque no puedan estar tanto en el día a día, sí contribuyen en la administración de la fundación y con sus desinteresadas aportaciones, sin las cuales, lo afirmo rotundamente, la Fundación no podría existir: Mercedes Fuertes, Alfonso Ramos, Álvaro Delgado, Fernando Rodríguez Prieto, Manuel López Acebedo, Juan Lozano García Gallardo, José Ramón Couso, Urbano Álvarez Merino, Concepción Barrio del Olmo, Rafael Tamames y César Molinas y una mención especial a Ignacio Pi, Rodrigo Tena y Rafael Rivera que intervienen además activamente en la comisión ejecutiva. Y muchas gracias al Consejo Asesor, compuesto por 21 personas, que este año ha comenzado a darnos sus sugerentes ideas.

Sin su esfuerzo desinteresado nada de esto sería posible. Gracias también a nuestras parejas y familia, cuyo tiempo expropiamos para esta tarea altruista.

Y, por supuesto, una felicitación para los premiados, en cuyo honor estamos aquí. No voy a hacer como Ricky Gervais que en la entrega de los Oscar se dedicó a decir a los premiados que no lanzaran soflamas políticas o éticas porque nada tenían que enseñar al público. Nuestros premiados tienen mucho que enseñarnos de ética y de principios, a título individual.

Y es que quiero insistir hoy en este elemento, el de la individualidad. Parecería que premiar a personas por su labor individual pudiera ser contrario a la idea esencial de la Fundación, o sea, que los países progresan por tener unas buenas instituciones, unas buenas reglas, formales o informales, y no tanto por la sicología o la ética individual de las personas.

Hoy voy a intentar demostrar que en realidad no es así. Y ello porque pienso que el leit motiv –el tema esencial y recurrente- de la fundación, ese progreso democrático, pero también social y económico, se sustenta sobre cuatro pilares esenciales. Quizá con tres se sostenga pero sólo con los cuatro ese progreso es realmente sólido. Voy a hablar un poco sobre ellos, una vez más, a modo de homilía laica, para que cunda en el espíritu de nuestros fieles seguidores, todos arbitristas de nuevo cuño, reformistas en mayor o menor medida, pero siempre amantes del progreso de nuestro querido país.

El primero de estos pilares es el Estado de Derecho: respetar las reglas y los procedimientos no sólo es un imperativo jurídico y ético; es algo más: es imprescindible para la existencia de una verdadera democracia. Repito una frase del discurso del año anterior: “Una democracia sin Estado de derecho es un Estado gobernado por personas elegidas pero que no se someten a ningún control, no rinden cuentas, donde no hay separación de poderes. Ni es algo nuevo ni es deseable. Ya Aristóteles dijo hace casi 25 siglos que donde no son soberanas las leyes, sino el pueblo, allí surgen los demagogos“.

Y ese Estado de Derecho, entendido en un sentido material, comprende varias cosas: primero, el imperio de la ley, emanada de la voluntad general a través de las elecciones; pero también la división de poderes, la legalidad de la Administración, y el reconocimiento de los derechos y libertades fundamentales.

Y para muchos pensadores la democracia existe ya con estos requisitos que acabo de enunciar. Pero hay otros que entienden hay algo más: las normas informales. Yo lo creo así, y por eso este año añado un segundo pilar más a ese leit motiv hayderechiano: los valores ciudadanos. Tocqueville en La democracia en América atribuía el éxito de la joven democracia americana a ciertos valores que se derivaban de fuentes tales como el amor a la libertad y el espíritu de cooperación, la religión, la educación superior y la experiencia de cooperación interpersonal en los gobiernos locales y asociaciones no gubernamentales, como recientemente el sociólogo americano Robert Putnam ha comprobado en ciertas regiones de Italia que, frente a otras, han tenido éxito a la hora de mantener estables sus gobiernos locales porque la ciudadanía local compartía valores cívicos y de confianza.

Estos valores democráticos, que Tocqueville llamó mores,  son “la suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, y en su opinión son incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos institucionalizados de conducta.

Esta idea es muy importante para entender por qué hoy, cuando en realidad las normas constitucionales y muchas de las leyes formales no han cambiado en casi 40 años, se produce una sensación de cierta degradación democrática. Quizá sea porque no basta con respetar la letra de la ley, e incluso su espíritu, para actuar democráticamente: hay otros valores, otras reglas de conducta, que definen, más allá de la ley, lo que es aceptable y lo que no lo es. No tenemos todas las reglas esculpidas en piedra, sólo las más evidentes; pero la vergüenza, el sentido profundo de la justicia, la presión social hacen que esas normas formales evidentes se apliquen mucho más recta y fluidamente.

Quizá nuestros premiados de S´ha Acabat podrían enmarcarse entre quienes exigen el respeto no sólo de la ley sino de esos valores democráticos más allá de la formalidad de la ley.

Pero sigamos avanzando. Hay un tercer pilar que es también esencial, y que es una regla de sentido común: para garantizar el progreso de los países no vale cualquier ley o cualquier institución, por mucho que sea respetada y cumplida, y por mucho que reconozca los derechos fundamentales. El progreso de los países, en un entorno competitivo, exige constante mejora, promoción del mérito, eficacia en la gestión, eficiencia en los procesos, innovación y cambio, adaptación a las circunstancias, siempre cambiantes y hoy en día de manera casi incontrolable.

Por tanto, para que los países triunfen, esas instituciones, esas reglas formales e informales, deben ser de suficiente calidad para permitir el cambio a lo nuevo y mejor; han de ser inclusivas, para tener en cuenta a partes de la población que no detentan el poder, pero son más eficientes que quienes son ahora el poder establecido y defienden sus derechos adquiridos. Es decir, han de permitir lo que se ha llamado destrucción creativa.

Una forma de garantizar la calidad de esas instituciones es aplicar los clásicos principios del buen gobierno: transparencia, rendición de cuentas, eficacia, imparcialidad, y participación. Como dice Manuel Villoria, buen gobierno es el que promueve instituciones formales e informales que fomentan estos valores.

Seguramente nuestra premiada Elena Biurrun puede bien inscribirse entre quienes han luchado por instituciones así.

Y esto es muy importante porque, además del progreso, facilita la cohesión social, ya que las reglas que discriminan, las que permiten el agravio comparativo, las que hacen a unos más que a otros ponen en peligro el pacto social implícito en cualquier grupo humano. Las reglas y la sociedad en general deben ser inclusivas con los perdedores del cambio y de la innovación, porque siempre, siempre, los hay.

Y, finalmente, hay un cuarto pilar: el individuo. Porque, en realidad, las personas también cuentan. Ambos premiados de hoy son una buena prueba de ello. Lo explicaré con una breve historia. Acemoglu y Robinson, autores que como saben ustedes seguimos con interés, remarcan en su reciente libro El pasillo estrecho la importancia de la sociedad civil y del individuo para que las naciones alcancen la libertad. Y para ilustrar esa idea cuentan la historia de Gilgamesh, rey de Uruk, quizá la primera ciudad del mundo. Este rey actuaba con injusticia y brutalidad, por lo que Anu, el dios del cielo decidió crear un doble de Gilgamesh, Endiku, para que le controlara, a modo de los modernos checks and balances, controles y contrapesos. Pero ¿qué pasó? Que pronto Gilgamesh y Endiku comenzaron a conspirar y a unir sus fuerzas para el mal. Las perspectivas de libertad se esfumaron. Por eso, concluyen Acemoglu y Robinson para que exista la libertad se necesita al Estado y a las leyes, pero también a las personas normales, a la sociedad civil movilizada que participe en política, proteste, se resista y vote, para así encadenar al Leviatán. La libertad, insisten, se encuentra en un delicado equilibro entre Estado y Sociedad, lo que ellos llaman “el pasillo estrecho”.

Esto es lo que han hecho nuestros premiados. Cuando las leyes se infringen, las instituciones no son inclusivas, pero tampoco los valores democráticos se respetan todavía hay una barrera más: la ética de unas personas que se dicen: ¡Esto no es justo! Y actúan en consecuencia arriesgando su nombre y su patrimonio y a veces, hasta seguridad física. Este es un pilar sin el cual difícilmente los demás van a sostener por sí solo la estabilidad de una democracia.

Hoy más que nunca es preciso destacar esas conductas ejemplares que nos muestran lo justo, lo bueno, lo equilibrado; esas conductas que nos alejan de los extremos, de los polos emocionales, del blanco o negro, pero sin que equilibrio signifique debilidad, sino firmeza, integridad e incorruptibilidad.

Muchas gracias, a S’ha Acabat y a Elena Biurrun, porque las personas también cuentan.