SUSPENDIDO: Inteligencia artificial, un reto para el Estado de Derecho

Dadas las recomendaciones de la Comunidad de Madrid para hacer frente a la situación epidemiológica generada por el COVID-19, se ha decidido como medida preventiva la suspensión del evento. Intentaremos reprogramarlo en cuanto la situación haya mejorado. Muchas gracias por su interés.

 

 

 

Intervienen:

Manuel González Bedía
Profesor Titular en el Departamento de Informática de la Universidad de Zaragoza y Vocal Asesor en el Ministerio de Universidades. 

Elisa de la Nuez
Abogada del Estado y Secretaria General de la Fundación Hay Derecho. 

Francisco Pérez Bes
Abogado. Ex-Secretario General del Instituto Nacional de Ciberseguridad (INCIBE). Miembro de la Comisión Jurídica del Consejo General de la Abogacía Española.

Rafael Rivera
Ingeniero de Telecomunicaciones y patrono de la Fundación Hay Derecho.

Rodrigo Tena
Notario y patrono de la Fundación Hay Derecho.

Modera:

Noemí Brito Izquierdo
Socia responsable del Área de Tecnología, Innovación y Economía Digital en Ceca Magán Abogados. 

Entrada gratuita. Se ruega confirmar asistencia en esta dirección info@fundacionhayderecho.com

El Abogado General se pronuncia sobre los acuerdos de renuncia a reclamar las cláusulas suelo

Hace algunas semanas conocimos las conclusiones del Abogado General de la Unión Europea (recordamos que su dictamen no es vinculante), en la petición de decisión prejudicial presentada por el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción n.º 3 de Teruel (Asunto C-452/18), ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), que versaba sobre la compatibilidad con la Directiva 93/13 del contrato suscrito entre la entidad bancaria IBERCAJA y un consumidor, en el que se acordaba novar la cláusula suelo que se incluía en el préstamo hipotecario entre las partes, confirmando la validez del contrato de préstamo y la renuncia mutua a impugnar la indicada cláusula suelo por la vía judicial.

Este asunto no es nuevo en este foro, ya que, al menos, por mi parte ha sido comentado en otras ocasiones (aquí, aquí y aquí). Si bien, no deja de ser relevante ya que, desde hace meses, cientos de casos se encuentran en los tribunales suspendidos, a la espera de la decisión del TJUE. Con la reciente publicación de las conclusiones del Abogado General, parece (¿o no?) que estamos más cerca que nunca de saber qué final tendrá este ya manido debate.

La cuestión prejudicial plantea la validez, conforme a la Directiva, de los acuerdos a los que llegaron muchos bancos con sus clientes, a partir de la ya célebre sentencia nº 241/2013 de 9 de mayo, del Tribunal Supremo. Tras la misma, los bancos se apresuraron a llegar a acuerdos con sus clientes para intentar taponar la sangría de demandas interpuestas contra ellos, solicitando la nulidad de la cláusula suelo y la restitución de lo cobrado en base a la misma. En los referidos acuerdos, resumidamente, se rebajaban o suprimían las indicadas cláusulas de los préstamos hipotecarios, a cambio de que el cliente no reclamase judicialmente estas cantidades.

Ese tipo de acuerdos, con el paso del tiempo, fueron impugnados ante los Juzgados, teniendo que dirimirse su validez, sobre todo, en lo que se refería a la cláusula de renuncia a ejercitar ulteriores acciones judiciales. En un primer momento, incluso por nuestro Alto Tribunal (sentencia nº 558/2017, de 16 de octubre), se determinó que eran nulos, al ser la cláusula suelo que traía origen a los mismos, nula de pleno derecho por abusiva, lo cual suponía que no podía ser subsanada, ni convalidada por un acuerdo posterior. Sin embargo, en un giro de los acontecimientos, el Tribunal Supremo remendando su anterior tesis, en su sentencia de Pleno nº 205/2018, de 11 de abril, declaró la validez de dos contratos de este tipo, calificándolos de transacciones, en lugar de novaciones, y dejando sentado que la transacción podía ser válida, aunque la cláusula suelo que figurase en el préstamo fuera nula, siempre que se cumpliera con las exigencias de transparencia.

Pues bien, al albur de esa sentencia del Tribunal Supremo de 11-4-2018, se plantearon varias cuestiones prejudiciales ante el TJUE, siendo una de ellas, la numerada con el asunto C-452/18, y que han dado lugar a las mencionadas conclusiones del Abogado General, que procedo a detallar:

En sus conclusiones, comienza el Abogado General sosteniendo que, a su juicio, no son incompatibles con la Directiva los acuerdos entre consumidor y banco que noven una cláusula potencialmente abusiva, siempre que el consumidor sea “consciente de las consecuencias jurídicas que acarrea para él la renuncia a la protección que le brinda dicha Directiva, tal renuncia es compatible con la Directiva”. En ese sentido, hace hincapié en que esta renuncia siempre deberá producirse a posteriori, cuando surja el problema en la relación contractual, no siendo válida la renuncia previa.

Sin embargo, también menciona que ese tipo de contratos no pueden suponer un abuso del profesional sobre el consumidor, no cabiendo una renuncia general a toda tutela judicial efectiva y añadiendo que, además, esa renuncia debe poder ser controlable judicialmente. Al respecto, entiende que lo que el juez debería controlar, incluso de oficio, es “si la renuncia del consumidor a invocar el carácter abusivo de una cláusula determinada es fruto de un consentimiento libre e informado de este último o, por el contrario, trae causa de tal abuso de poder. Ello implica comprobar, en particular, si las cláusulas de ese contrato han sido negociadas individualmente o, por el contrario, impuestas por el profesional y, en este último caso, si se han cumplido los imperativos de transparencia, equilibrio y buena fe que se derivan de la Directiva 93/13”.

A continuación, el Abogado examina la segunda de las cuestiones planteadas: qué se entiende por cláusulas contractuales que no se han negociado individualmente, a los efectos de que se puedan someter al control de transparencia, equilibrio y buena fe, las cláusulas incluidas en los acuerdos novatorios objeto de la cuestión prejudicial. Al respecto, refiere que corresponderá a los juzgados determinar si las indicadas cláusulas fueron o no negociadas, partiendo de si de su examen se deduce que son cláusulas tipo redactadas de antemano por el profesional, supuesto en el que se presumirá la ausencia de negociación, siendo el banco, en esos supuestos, el que tiene la carga de la prueba de acreditar si existió negociación. Debiendo considerarse únicamente cláusulas negociadas, aquellas en las que el consumidor “haya tenido la posibilidad real de influir sobre su contenido”.

Por último, el Abogado General realiza el análisis de transparencia, equilibrio y buena fe de las cláusulas que forman parte del acuerdo de novación del préstamo sometidas a la cuestión prejudicial. En lo relativo a la cláusula de renuncia mutua al ejercicio de acciones judiciales, considera que si se tratara de un contrato de transacción estaríamos ante una cláusula que define el objeto principal del contrato, quedando fuera, de acuerdo con el artículo 4.2 de la Directiva 93/13, del control de abusividad. Por lo que, siempre que se trate de una renuncia posterior y que constituya el objeto principal del contrato, afirma el Abogado que “una cláusula de renuncia al ejercicio de acciones judiciales no puede considerarse en sí misma abusiva.

Si bien, también asevera que será el juzgado el que deberá determinar si el contrato se puede calificar, verdaderamente, de una transacción, o no. Aunque de tratarse de una transacción, aunque la cláusula de renuncia forme parte del objeto principal del contrato, sólo escapará del control de abusividad, si las cláusulas se han redactado de manera clara y comprensible, lo cual también deberá ser apreciado por el Juzgado.

Se aventura el Abogado a sostener que el consumidor medio puede comprender las consecuencias económicas y jurídicas del analizado contrato de transacción, si “en el momento en que celebra dicho contrato, es consciente del posible vicio que afecta a esta nueva cláusula, de los derechos que podría hacer valer en virtud de la Directiva 93/13 a este respecto, del hecho de que es libre de celebrar dicho contrato o bien negarse a ello y recurrir a la vía judicial, y de que una vez convenida dicha cláusula ya no podrá hacerlo”. Aunque, nuevamente, interpela al órgano jurisdiccional que entiende del asunto, para determinar si en el caso analizado, el consumidor fue informado por Ibercaja “de que era libre de celebrar dicho contrato o negarse a ello y recurrir a la vía judicial y de que esto último no podría hacerlo tras la celebración del contrato”, además de si dispuso de tiempo para tomar una decisión al respecto. En el caso enjuiciado, destaca el Abogado que no se facilitó al consumidor propuesta de contrato antes de su celebración, ni pudo llevárselo a casa.

Asimismo, también pone en cuestión la afirmación de la sentencia del Tribunal Supremo de 11-4-2018, en la que fundamentaba que el contrato de transacción cumplía con el imperativo de transparencia en que la “sentencia de 9 de mayo de 2013 relativa a las cláusulas suelo había tenido una gran difusión en la opinión pública general y el contrato incluía una cláusula manuscrita en la que el consumidor admitía conocer las implicaciones de la nueva cláusula suelo”. Considera el Abogado que el hecho de que una sentencia sea notoria o que una cláusula sea manuscrita, no bastan para que el banco no tenga que cumplir con los criterios de transparencia y para dejar de demostrar que el consumidor comprende las consecuencias de la renuncia que acaba de suscribir.

En idéntico sentido, el Abogado General determina que la cláusula suelo que se modificó en el acuerdo firmado, forma parte del objeto principal del contrato suscrito, por lo que no debe superar el control de abusividad, pero sí el de transparencia, debiéndose cumplir los requisitos de la sentencia del Tribunal Supremo de 9-5-2013, siendo considerada transparente “cuando el consumidor está en condiciones de comprender las consecuencias económicas que se derivan para él de dicha cláusula”.

En definitiva, podemos considerar que de las conclusiones del Abogado General tampoco se puede extraer una idea clara de en qué sentido se pronunciará la futura sentencia del TJUE. Probablemente, se determine que este tipo de contratos puedan ser considerados válidos, siempre que se cumplan con los criterios de transparencia, lo cual deberá ser apreciado por los juzgados de turno.

Al respecto, es, cuando menos, dudoso que los bancos a la hora de instar a sus clientes a suscribir estos acuerdos, les informaran suficientemente de lo que podían tener derecho a reclamar judicialmente por la posible abusividad de las cláusulas incursas en sus préstamos hipotecarios, y, por consiguiente, a lo que estaban renunciando firmando dichos acuerdos

Algoritmos y transparencia

A medida que la inteligencia artificial se instala en nuestras vidas y en nuestras búsquedas de productos o servicios debemos empezar a plantearnos algunas cuestiones interesantes. Ya hablamos en su momento en este blog de los precios que se adaptan no tanto a las leyes de la oferta y la demanda sino sencillamente a las posibilidades de pago del cliente y sobre todo a las necesidades y a la urgencia que tiene en su adquisición. De ahí que debamos empezar a preocuparnos de en qué medida es posible regular estos fenómenos y como proteger a los consumidores en este ámbito.

Pues bien, hace unos meses la Fundación CIVIO perdió –por ahora puesto que ha recurrido en vía contencioso-administrativa a los órganos judiciales- una primera batalla por la transparencia de los algoritmos cuando solicitó los documentos técnicos y el código fuente del programa (denominado BOSCO) que utilizan las empresas eléctricas para determinar quienes pueden ser beneficiarios del denominado bono social eléctrico, después de detectar quejas de personas que supuestamente tenían derecho a esta ayuda pero a quienes les había sido denegada. La solicitud de acceso de información en concreto de CIVIO se refería al  resultado de las pruebas realizadas para comprobar que la aplicación implementada cumple la especificación funciona, al código fuente de la aplicación actualmente en producción y cualquier otro entregable que permitiera conocer el funcionamiento de la aplicación. Frente a la desestimación por silencio administrativo del Ministerio CIVIO acudió al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno quien estimó parcialmente su reclamación pero sin concederle el acceso al código fuente.

Recordemos que  el bono social se regula en el Real Decreto 897/2017  (desarrollado por la Orden ETU/943/2017) que aplica una tarifa eléctrica reducida a consumidores vulnerables. Pues bien, es el programa que gestionan estas empresas privadas el que determina si los consumidores con los que contratan tienen o no derecho a este beneficio. En definitiva, decide sobre la concesión del bono social un algoritmo que aplica una empresa privada pero que es propiedad de la Administración.  Pero conceder el bono social no es una decisión discrecional de dicha empresa: la norma prevé en qué supuestos el consumidor tiene derecho a dicha bonificación así como la forma de solicitarlo. Además la información sobre el consumidor se la proporciona a la empresa privada la propia Administración. Por tanto, no hay margen para que la empresa deniegue el bono a alguien que reúna los requisitos reglamentarios.   

La pregunta entonces es ¿lo está haciendo bien el programa?  A juicio de las quejas recibidas por CIVIO de usuarios que sí reúnen los requisitos y no reciben el bono la contestación parece negativa, al menos en algunos supuestos. Y si no lo está haciendo bien  cabe preguntarse ¿Cuál es la causa? ¿Quien es el propietario del algoritmo? ¿De quien es la responsabilidad? ¿Quien supervisa el programa? Preguntas más que pertinentes cuando se trata de derechos de los consumidores y usuarios y particularmente de los más vulnerables.

Parece por tanto que la solicitud de transparencia de la Fundación CIVIO estaba más que justificada. No podemos permitir que se tomen este tipo de decisiones desestimatorias de beneficios aprobados por el Gobierno en favor de determinados colectivos sin conocer cómo se llega a ellas, por muy automatizadas que estén. Lo contrario supondría una enorme indefensión y a la par un enorme riesgo de arbitrariedad dado que el usuario tendría derechos en teoría que, en la práctica, no puede ejercitar porque un algoritmo de una empresa privada no le deja. Lo mínimo que debemos exigir es conocer cómo funciona  y como adopta decisiones que, insistimos, son de enorme relevancia para personas en situación o riesgo de pobreza energética.

Parece también obvio que el derecho  a una buena administración reconocido en el art. 41 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión europea (y que ya empiezan a utilizar nuestros tribunales de Justicia) ampara igualmente esta pretensión, aunque en este caso el beneficio se tramite por una empresa privada y no directamente por la propia Administración.  Efectivamente recordemos que este derecho incluye el derecho de los ciudadanos a ser oídos antes de que se tome en contra suya una medida individual que le afecte desfavorablemente, el derecho a acceder al expediente  dual desfavorable  (dentro del respeto de los intereses legítimos de la confidencialidad y del secreto profesional y comercial) y el derecho a que las decisiones de las instituciones sean motivadas. Este principio o paradigma, como bien manifiesta el profesor Juli  Ponce  ofrece «la posibilidad de reacción jurídica contra la mala administración (culposa o dolosa)   tratándose de un concepto jurídico indeterminado que por tanto solo permite una única solución en cada caso concreto.

Pues bien, a mi juicio para que este principio puede aplicarse en casos de utilización de inteligencia artificial es imprescindible que se cuente con la debida información sobre su funcionamiento, pues si no, en la práctica no será posible saber no ya si la solución adoptada es justa o adecuada a la norma sino algo más sencillo: porqué la solución adoptada no es justa o no se adecua a la norma. Porque efectivamente en el caso que nos ocupa para determinar si una persona tiene derecho o no al bono eléctrico no es imprescindible (aunque sí ciertamente más cómodo y más rápido) usar un algoritmo.

También hay que tener en cuenta lo dispuesto en el capítulo V (los arts. 38 y ss) de la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del sector público se refiere al funcionamiento electrónico del sector público y que su art. 41 en particular regula lo que denomina “actuación administrativa automatizada” en los siguientes términos: ”1. Se entiende por actuación administrativa automatizada, cualquier acto o actuación realizada íntegramente a través de medios electrónicos por una Administración Pública en el marco de un procedimiento administrativo y en la que no haya intervenido de forma directa un empleado público. 2. En caso de actuación administrativa automatizada deberá establecerse previamente el órgano u órganos competentes, según los casos, para la definición de las especificaciones, programación, mantenimiento, supervisión y control de calidad y, en su caso, auditoría del sistema de información y de su código fuente. Asimismo, se indicará el órgano que debe ser considerado responsable a efectos de impugnación.”

Cierto es que en este caso no estamos en presencia en puridad de una actuación administrativa, dado que son las empresas privadas las que utilizan el programa (que es de titularidad pública) y realizan el cálculo correspondiente; pero no lo es menos que estamos hablando de la aplicación de una norma que concede a los usuarios de estas empresas un derecho que éstas deben garantizar precisamente comprobando la realidad de los requisitos que alegan los usuarios para que se les bonifique. Es de este programa del que hablamos. En estos términos, parece un tanto excesivo que el Consejo de Transparencia deniegue el acceso al código fuente en base a la existencia del límite previsto en el art. 14 j) de la Ley 19/2013 de 9 de diciembre referente a la propiedad intelectual de los programas informáticos. Aquí no se trata de proteger la propiedad intelectual de un programa –más allá de las disquisiciones que realiza el CTBG acerca de si el software puede o no estar protegido por el derecho de autor como obra literaria- para que nadie lo copie o lo plagie. Se trata sencillamente de determinar qué es lo que puede estar funcionando mal en la configuración técnica del mismo para que se esté denegando una ayuda a gente que sí reúne los requisitos para acceder a ella.  En todo caso, parece en este caso el test del daño y el test del interés público que siempre hay que realizar cuando se pretende aplicar uno de los límites del art. 14 de la Ley 19/2013 debería decantarse claramente a favor de la transparencia.

A mi juicio, estamos ante una decisión relevante para el futuro de la transparencia en el uso de algoritmos y no solo por parte de las Administraciones Públicas. 

 

Ejecución de sentencias contenciosas y mediación. Apunte sobre una solución posible

Es frecuente que en el contencioso administrativo haya sentencias que se queden sin ejecutar, que nunca se ejecuten pese a que tras largos años de pleito, se consiga finalizarlo. Ocurre que por un privilegio común a todas las Administraciones, el acto de la Administración se lleve a cabo, como pisada de elefante, y solo después, años después, el Juez venga a declarar que aquella actuación fue nula. Nula pero ya ejecutada. Por lo que hay sentencias, y no pocas, que pasan a mejor vida sin haber siquiera nacido, para frustración del demandante  e irrisión del sistema. Se “declara” que una situación del poder Administrativo – brazo armado del respectivo Gobierno, central, autonómico, local…- es ilegal, perdiendo así su originaria validez que la Ley siempre presume de toda actuación de la Administración. Pero la realidad ya se ha transformado, porque mientras se discute entre Tirios y Troyanos ante la jurisdicción contenciosa, ese acto, que se supone está en discusión, tiene plena vida y se aplica contundentemente. Hay algún caso de suspensión, normalmente con fianza por parte de quien la solicite- no le saldrá gratis casi nunca lograr la paralización del acto- y lamentablemente las medidas cautelares no funcionan en el orden contencioso. Así, cuando llega el Juez, quizás un lustro después, la sentencia viene a ser como abrir proceso a un cadáver, el del infeliz recurrente que tuvo la ocurrencia de acudir a los Tribunales en busca de solución. 

Ese privilegio, que se suele llamar con luciferina impostación, Autotutela de la Administración, supone que como su acto no se para, el Juez siempre llega tarde, muy tarde, cuando la situación ya es irreversible, lo que en no pocas ocasiones supone que la sentencia resulta de “imposible ejecución”. Por esta vía, que es la habitual, la Administración casi siempre gana, incluso aunque pierda, ya que no se ejecutará la sentencia y el acto de la Administración que la sentencia anula, como si fuera un Lázaro administrativo, resucita después de muerto. Un muerto andante y de larga vida, ya que sus efectos se perpetúan ad aeternum.

Soluciones puede haberlas, incluso dentro del esquema de autoridad- autoritarismo con el que verticalmente, siempre actúa la Administración. Así, incluyendo nuevos jueces, reformulando las medidas cautelares, en fin, evitando los privilegios de hecho de que gozan las Administraciones inclusive dentro de los Tribunales. 

Quizás sea llegado, no obstante, el momento de repensar el sistema, abandonando el carácter meramente revisor de esta jurisdicción, logrando también que los Jueces contenciosos se consideren poder y no meros burócratas de la legislación, y dando un paso adelante en línea, ya tímidamente experimentada, de ensayar otras fórmulas, como la mediación y el arbitraje.

De momento, pensando en la mediación con la Administración, si se supera alguna vez el recelo de los cargos administrativos y de los letrados defensores de las organizaciones públicas, podría considerarse la opción  medial, tanto en fase preventiva – antes de llegar a juicio- como ya en el proceso, inclusive en la fase de ejecución se sentencia

Existen algunos precedentes. Muy importante el organizado por una audaz y a la par prudente Juez, que tras contemplar dolorida como una sentencia no se ejecutaba durante 18 años, supo con brillantez y coraje judicial, en laudatoria formulación de una justicia alternativa, encargar y luego habilitar un laudo arbitral que encargó a un tercero (Asunto Edificio Conde de Fenosa en La Coruña) logrando poner de acuerdo en apenas unos meses al Ayuntamiento, propietarios, terceros y en suma una adecuada aplicación de la legalidad.  Existía algún antecedente también en fase de ejecución de sentencia en la que se potenció la transacción entre las partes (asunto Edificio Fundación Ortega y Gasset). Y consta que en las Islas Canarias, hay dos jueces, también mujeres, que están aplicando la mediación (aunque sus resoluciones, lamentablemente, no las publica el Consejo General del Poder Judicial, que bien podía potenciar la transparencia publicando con los medios informáticos actuales todas las resoluciones de alguna importancia).

Estos días es  noticia la cuestión de la ejecución de sentencia en un lugar de Extremadura (Isla de Valdecañas), una urbanización que modifica algo la percepción  que generalmente se percibe de aquella excelente región. Puede que, tras años de litigio, el resultado fatal al que se aboque sea la demolición de todo lo construido. Y si los denunciantes entienden que la única actitud ecologista es la demolición, se habrá consumado su efectivo derrumbe. Y es que la lógica, perversa, del actual contencioso, aboca con exactitud a esa posición en blanco o negro  conque todo el autoritario orden contencioso administrativo está, hasta ahora, erigido. Ahora bien, si se comienza a entender, en términos mucho más prácticos que una sociedad más civil que autoritaria, tiene que aprender y reaprender a gestionar los conflictos de otra manera, siempre habrá espacio para el “gano- ganas”, evitando que toda diferencia sea resuelta solo por los Jueces y pase por la destrucción del adversario como única satisfacción. 

Va siendo hora de introducir medidas que impidan tanto la apisonadora en que se ha convertido el acto administrativo, como la destrucción exasperada de lo que en él se contiene, precisamente por haber sufrido unos procesos (en este caso con legislación incluida ya que se pretendió legalizar el entuerto inicial), que colocan al recurrente en una posición de todo o nada.

Hay que rectificar de raíz el contencioso administrativo. Mientras eso llega, si es que llega, lograr incorporar medidas preventivas (medidas cautelares tomadas en serio por los jueces), acudir a sistemas de resolución judicial de controversias, como mediación (y eventualmente arbitraje), permitirá aposentar unos hábitos más saludables, por civilizados y menos autoritarios, que se convertirían en conductas más sensatas y civilizadas que las que ahora presiden el, mejorable indudablemente, juicio contencioso – administrativo

 

Nuevos modelos de partido: reproducción de la tribuna en EM de la coeditora Elisa de la Nuez

 

Uno de los debates más interesantes que se está produciendo estos días –con vistas al Congreso de Ciudadanos en marzo- versa no sobre candidatos, estrategia o ideología (por mucho que desde dentro y desde fuera del partido se intente presentar así) sino sobre algo, a mi juicio, mucho más interesante: el modelo de partido. De ahí que lo que se esté discutiendo sean los estatutos del partido.

Recordemos que los estatutos de un partido son las reglas que estas organizaciones se dan a sí mismas y que deben respetarse por todos desde los afiliados de base pasando por los cuadros y los cargos al presidente o presidenta. Digamos que es algo parecido a la Constitución; nadie está por encima de ella, aunque haya sido democráticamente elegido: lo que puede hacerse es modificarla por los procedimientos legalmente establecidos si se cuenta con la mayoría suficiente. Lo que no es posible sostener a estas alturas que los partidos políticos son como asociaciones privadas y que pueden dotarse de los estatutos que quieran. Lo cierto es que para la doctrina política y constitucional son organizaciones de base privada pero cualificadas por la relevancia constitucional de sus funciones, en cuanto que son esenciales para el buen funcionamiento de la democracia liberal representativa.

Según el art. 6 de nuestra Constitución los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son el instrumento fundamental para la participación política, por lo que establece que su estructura interna y su funcionamiento sean democráticos. El Tribunal Constitucional ha señalado que esta exigencia no solo supone una carga impuesta a los partidos sino que se traduce en un conjunto de derechos subjetivos y de facultades atribuidas a los afiliados, tendentes a asegurar su participación en la toma de decisiones y en el control de su funcionamiento interno.

Pues bien, un grupo de personas entre las que me encuentro promovimos hace algunos años el denominado “manifiesto de los cien” precisamente para denunciar que los partidos políticos españoles funcionaban muy deficientementepor falta de democracia interna, participación de sus afiliados, contrapesos internos (los famosos “checks and balances”) y rendición de cuentas. Pedíamos cosas tales como congresos a fecha fija, órganos de garantía no controlados por la ejecutiva, participación efectiva de los afiliados y evitar la selección de los candidatos por el aparato, que en un sistema de listas bloqueadas y cerradas propicia de forma inevitable el caudillismo al ser el líder y su entornoquienes decide quien sale y quien no sale en la foto, como bien explicaba Alfonso Guerra.

La iniciativa no llegó muy lejos, pues aunque se nos dieron buenas palabras ningún partido, o para ser más exactos, ninguno de sus líderes estaban dispuestos a ceder poder y renunciar al control. Si que arraigó el sistema de primarias, que al final han venido a reforzar los hiperliderazgos en contra de lo que se pretendía. En todo caso, nuestros partidos clásicos eran y son partidos netamente presidencialistas, en los que la participación interna, los contrapesos y la rendición de cuentas brillabany brillan por su ausencia.Sencillamente, los viejos partidos se demostraron incapaces de emprender un proceso de renovación interna.

Quizás lo más interesante es que cuando finalmente surgieron nuevos partidos el modelo no cambió mucho. Con independencia de ideologías o estrategias o incluso apariencias lo cierto es que los nuevos partidos también terminaron siendo partidos cesaristas en los que el lídertenía el poder absoluto y las voces disidentes acababan fuera. Es interesante también destacar que con este modelo no les ha ido demasiado bien, aunque sin duda Podemos haya podido disfrazar sus pobres resultados gracias a su entrada en el gobierno de coalición. Pero no es el caso de Ciudadanos.

La pregunta del millón es, claro está, si no hay otro modelo posible para un partido político  en 2020. La contestación tiene que ser  rotundamente positiva. No solo hay espacio para un tipo de partido con más participación, contrapesos y liderazgos inclusivos (por usar una expresión de moda) sino que es justamente lo que necesitamos si queremos afrontarmejor la profunda crisis de las democracias liberales representativas. El grito de “no nos representan” no puede referirse ya a la oferta política, que nunca ha sido tan variada, sino a la demanda. Toca innovar en los modelos de partido, que no en vano proceden del siglo XX, ya se trate de partidos de masa, partidos de clase,  “catch all parties” o cualquiera de las otras clasificaciones que habitualmente usan los politólogos. Partidos diseñados casi exclusivamente para alcanzar el poder van a tener que abrir paso a otro tipo de partidos que, para conseguirlo, van a tener que ofrecer algo distinto: más inclusión, más participación, más dinamismo, más ideas. En el siglo XXI tenemos que innovar también en la adecuación de los partidos políticos a las nuevas  necesidades y exigencias de sus afiliados, cargos y electores. Y si los plebiscitos son un instrumento favorito de los populismos conviene evitarlos en un partido de centro liberal.

Esto es particularmente cierto en el caso de partidos nuevos, que carecen de una marca centenaria y cuyos votantes son más jóvenes y más críticos que la media. Si además su ideología es de centro liberal resulta complicado no defender dentro del partido los mismos valores que predicas para la sociedad: liberalismo, moderación, tolerancia, pluralismo, garantías, Estado de derecho. Por eso me parece que el debate sobre el modelo de partido de Ciudadanos lejos de ser un debate técnico y árido sobre unos estatutos que pocos han leído es realmente el debate de nuestro tiempo. ¿Qué tipo de partidos políticos necesitamos para consolidar la democracia liberal representativa frente a los populismos de todo signo? Pues básicamente el mismo que propusimos hace ya siete años sin ningún éxito. En ese sentido, bienvenido sea la discusión sobre los estatutos propuestos por la gestora de Ciudadanos.

A mi juicio, las líneas del debate deben de centrarse en algunos aspectos que son muy relevantes: se trata de los derechos de los afiliados y sus garantías, de la distribución del poder dentro del partido (centralismo vs descentralización) y rendición de cuentas. En primer lugar, hay que garantizar claramente los derechos de los afiliados, entre ellos el derecho a la libertad de expresión, a la crítica constructiva y a discrepar respetando los cauces formales para hacerlo. En ese sentido,  llama la atención el extenso título dedicado al régimen disciplinario, lo que unido a algunas manifestaciones poco felices de algunos dirigentes estos últimos días hace pensar en un partido que intenta blindarse ante las críticas internas. Algunas infracciones de la extensa lista tienen que ver con las supuestas deslealtades al partido o con la simple libertad de expresión, lo que resulta preocupante.Máxime si tenemos en cuenta que Ciudadanos ha sufrido un descalabro descomunal tras un liderazgo carismático que no admitía oposición alguna e invitaba al disidente no a debatir sino a marcharse.

En definitiva, si la diversidad y la crítica son esenciales para el éxito en cualquier organización –y hay numerosos estudios que así lo ratifican- es sencillamente vital en una que, por definición, tiene que ajustarse continuamente a las circunstancias cambiantes y a las  demandas de un electorado muy exigente. Además hay que asegurar la existencia de contrapesos efectivos y de rendición de cuentas.Son imprescindibles los órganos de garantía independientes de la ejecutiva para velar por los derechos de los afiliados y cargos. Recordemos que el controlador no puede depender del controlado, tampoco en un partido político. En cuanto a la organización territorial y el sistema de votación lo razonable es llegar a un equilibrio entre la necesidad de tener un partido cohesionado y eficiente y la adecuación a las necesidades territoriales particulares. Dicho de otra forma, no necesitamos ni partidos cesaristas ni baronías, sino un partido capaz de adaptarse a la compleja realidad territorial del país al que aspira a gobernar.

Y por último hay que hacer mención a la necesidad de un liderazgo político muy diferente del que hasta ahora venimos sufriendo, lo que yo llamaría un liderazgo inclusivo. El hecho de que nadie discuta ni dentro ni fuera del partido que debe de ejercerlo una mujer joven, capaz y preparada es en sí mismo una buenísima noticia. Pero para alcanzar los resultados prometidos necesita sencillamente otro modelo de partido. En definitiva, el enorme reto es demostrar que se puede liderar sin egos desmedidos, tolerando la discrepancia y la crítica, contando con todos y rodeándose del mejor equipo posible. Lo mismo que ha ocurrido en el sector empresarial, las mujeres pueden descubrir que no necesitan imitar a los hombres en unos modelos de liderazgo caudillista que tanto se parecen a los de los “strong men” populistas.

Legalidad y legitimidad jurídica: la equidad como punto de encuentro

Por motivos que ya he expuesto en post anteriores, me temo que estamos en un momento crucial en el que todo parece indicar que nos están trasmutando, pasando a ser meros “súbditos” del poder en lugar de ciudadanos libres (como debe ser en todo Estado de Derecho). Vaya por delante, no obstante, que no cuestiono que estemos en un Estado de Derecho, porque eso nos lo hemos ganado a pulso, desde que fue aprobada la actual Constitución. Cierto es que puede necesitar algunos “remiendos” pero la cosa no pasa de ahí, al menos a mi juicio. Lo que sí puede ser cuestionable es la forma de ejercer el poder, en el seno de nuestro Estado de Derecho, lo cual es algo diferente, aunque no voy a entrar ahora en eso. [1]

Por tanto, lo que voy a tratar ahora es de la posición en la que se encuentra el simple ciudadano de a pie frente a los “poderes públicos”, sea cual sea la forma que estos asuman, desde las AAPP en sentido estricto a las Empresas o Entes públicos, de todas las especies- pasando también por las denominadas Agencias (supuestamente) independientes; porque entre todos ellos nos están amargando la vida en lugar de hacer de la sociedad un lugar apacible de convivencia en libertad.

Entiendo que el reto es grande (enorme, diría) y que existen ensayos mucho más sesudos y profundos que el mío, que dan buena cuenta de esto y que bascula en la diferencia entre lo legal y lo legítimo sobre lo cual me remito “in toto” a Max Weber o a Bobbio, entre otros muchos.[2] Mi propósito es hacer llegar el nudo de este problema a todos los públicos y no exclusivamente a los juristas avezados que ya saben de esto (muy posiblemente, más que yo).[3]

Pero conviene aclarar conceptos antes de comenzar a criticar, y para ello he escogido, como punto de partida el par de expresiones legalidad y legitimidad que no son, necesariamente, significantes contrapuestos, pero vienen a significar cosas y puntos de vista diferentes en relación con el Derecho. Así, la legalidad (fácil de expresar, aunque no tanto de entender en toda su extensión) significa el ajuste o sometimiento de una determinada conducta a lo que prescriben las normas, sea cual sea el rango de estas (Ley formal o mero reglamento). Si una conducta -en el ámbito que sea- no se acomoda a lo prescrito en las normas, se dice que esa conducta es “ilegal” y, de momento, eso es todo.

Por su parte, la legitimidad resulta mucho más difícil de definir y delimitar puesto que se emplea tanto en política como en Derecho puro, que son dos ámbitos que no conviene confundir. Para la política, se relaciona con la capacidad de un poder para obtener obediencia de la sociedad sin recurrir a la coacción como amenaza de la fuerza, pudiendo decir, entonces, que un Estado es legítimo si los miembros de la comunidad aceptan la autoridad vigente.

En términos jurídicos, se habla de legitimidad cuando una norma jurídica es obedecida sin que medie el recurso al monopolio de la ley y apela al ideal de ética o justicia que debe incorporar toda norma. A su vez, esta legitimidad se subdivide en dos especies: legitimidad formal y material. La formal se entiende como el correcto proceder del Poder Público con respecto a los procedimientos establecidos en el Ordenamiento Jurídico (con lo cual queda asimilada a la mera legalidad). La legitimidad material es, a su vez, el consenso (reconocimiento) del pueblo respecto de la ley creada o de la actuación del Poder Público y nos remite al contenido ético de la norma con referencia al contexto social en que ha de ser aplicada.

Pues bien, dicho lo anterior, la distinción entre “legalidad“ y “legitimidad” resulta ser, para comenzar, una diferencia esencial en cualquier Estado democrático de Derecho. La legalidad pertenece al orden del derecho positivo y sus normas contienen siempre fuerza de ley (es decir generan obligación jurídica). La legitimidad forma parte del orden de la política y de la ética pública (fundamentación de las normas y de las decisiones). De esta forma, mientras que la legalidad genera obligación, la legitimidad genera responsabilidad (política o ética) y reconocimiento. O, expresado de otro modo; la legalidad tiene una racionalidad normativa acotada y la legitimidad tiene una lógica deliberativa abierta al remitir a conceptos más difusos (como pueda ser la ética).

Pero, cuidado, porque cualquier intento de suprimir esta diferencia lesiona gravemente a la democracia y al Estado de Derecho. Sin la diferencia entre legalidad y legitimidad el sistema político se torna fatalmente totalitario, motivo por el cual el mantenimiento de esta frontera es una de las tareas más precisas y delicadas de todo sistema político democrático. España está calificada como una democracia liberal de primer orden en Europa y cuenta con una de las constituciones más avanzadas, aunque se trate de un texto reactivo a la reforma. La nuestra es -o debe ser- una democracia abierta y no militante, así que todas las ideas y objetivos son legítimos en el terreno político e ideológico siempre y cuando se atengan al principio de legalidad que sólo puede alterarse conforme a las pautas que establece la propia norma.[4]

El principio jurídico de legalidad presupone que los órganos que ejercen un poder público actúan dentro del ámbito de las leyes. Este principio tolera el ejercicio discrecional del poder, pero excluye el ejercicio arbitrario y aquí es donde entra en juego la legitimidad. La ley nos protege de los caprichos del poder porque es impersonal, pero por eso mismo distante de la realidad social existente en cada momento; y el poder del gobernante conserva siempre una dimensión personal, que es peligrosa pero también cercana a nuestras necesidades y carencias.

Dicho todo lo anterior, y a partir de aquí, dejo ya la legalidad y legitimidad como presupuestos para justificar o criticar al poder público, y paso a lo que constituye el núcleo de este artículo que no es sino la justicia en el caso concreto, con lo cual pretendo aludir a la decisión de dar a cada uno lo que le corresponde. Es decir, hago una breve, pero necesaria puntualización sobre la producción del Derecho (por los poderes públicos) y paso, después, a su aplicación por los operadores jurídicos institucionales, entendiendo por tales a las AAPP y a los jueces.

En cuanto a la producción del Derechose dice, subjetivamente, que una norma es justa (legítima), si la población considera mayoritariamente que se atiene a los objetivos colectivos de esa misma sociedad. Y es injusta (ilegítima) si ocurre lo contrario, con independencia de si se considera válida o no. Objetivamente una norma es justa cuando es precisa y equitativa, pero, ojo, objetivamente los ciudadanos no determinan lo que es justo o injusto; simplemente lo descubren cuando así se lo pone de manifiesto un operador jurídico.

Es la equidad -nuevo concepto que traigo ahora a colación- lo que permite hacer coincidir o acomodar los conceptos de legalidad y legitimidad en la aplicación de las normas al caso concreto por parte de los operadores jurídicos institucionales (muy especialmente, de los jueces). Así es como debe entenderse, a mi juicio, lo que establece el artículo 3.2 de nuestro Código Civil: «la equidad habrá de ponderarse en la aplicación de las normas, si bien las resoluciones de los tribunales sólo podrán descansar de manera exclusiva en ella cuando la ley expresamente lo permita»

La equidad conduce, por tanto, a una forma justa de la aplicación del Derecho, porque la norma se adapta a una situación en la que está sujeta a los criterios de igualdad y justicia. La equidad no sólo interpreta la ley, sino que impide que la aplicación de la ley pueda, en algunos casos, perjudicar a algunas personas, ya que cualquier interpretación de la justicia debe direccionarse hacia lo justo, en la medida de lo posible, y complementa la ley llenando los vacíos encontrados en ella.

Es por ello que el uso de la equidad debe ser aplicado de acuerdo con el contenido literal de la norma, teniendo en cuenta la moral social vigente, el sistema político del Estado y los principios generales del Derecho. La equidad, en definitiva, completa lo que la norma no alcanza, haciendo que la aplicación de las leyes no se haga demasiado rígida, porque podría perjudicar a algunos casos específicos a los que la ley no llega. Es el contrapunto necesario al rigor de la norma (prevista para una generalidad de casos) haciendo patente la máxima “summum ius suma iniuiria”,

El aforismo “summum ius summa iniuria” se puede traducir por “sumo derecho, suma injusticia“, “a mayor justicia, mayor daño” o “suma justicia, suma injusticia“, en el sentido de que la aplicación de la ley al pie de la letra a veces puede convertirse en la mayor forma de injusticia. Es una cita original de la obra “De officis” de Cicerón [5] y fue usada después por otros muchos autores al hacerse proverbial. Anteriormente una frase con sentido similar “ius summum saepe summast malitia” se dice por un personaje de la comedia “Heautontimorumenos” de Terencio.[6]

La equidad, no es, propiamente, fuente de Derecho, pero deviene en instrumento para hacer incidir en el Derecho positivo los criterios informadores de los principios generales. Por tanto, siendo la equidad una de las expresiones del ideal de justicia informador del ordenamiento, y siendo ésta un ingrediente necesario del Derecho positivo, la equidad viene a formar parte de él. Por eso, cuando se contrapone solución de Derecho frente a solución de equidad, no debe entenderse que la misma supone un escapismo, sino el recurso a otras normas que se aplican, asimismo, equitativamente, aunque no estén formuladas legalmente.

¿Es acaso equitativo imponer una sanción por estacionar en zona prohibida o por exceso de velocidad a un vehículo privado que trasporta a una mujer a punto de dar a luz?[7] Evidentemente, no, por mucho que las Ordenanzas correspondientes no contemplen tal situación, pero será el juez que tenga que decidir acerca de semejante supuesto quien tenga que aplicar la “equidad”, bajo la forma de principio general del Derecho (que sí es fuente de Derecho), lo cual le permitirá eludir el mero tenor literal de la norma por mucho que esta sea clara. Principio que propugna la elección del mal menor cuando es posible la elección entre dos opciones (aplicar la norma en sentido estricto o no aplicarla por seguirse de esto un mal mayor)

La esencia de este principio es la de un dilema estrictamente binario, es decir, en donde no hay posibilidad de una tercera opción (tertium non datur). Tal sería el caso de que la opción que se ofrezca sea entre la acción que suponga un mal y la omisión que suponga otro mal distinto (lo que obligue a evaluar cuál de los dos males es menor). La imposibilidad de elección entre dos opciones igualmente atractivas es la paradoja denominada “del asno de Buridán” (que moriría de hambre y sed si se le pone a igual distancia de la comida y el agua, al no poder moverse en ninguna dirección).

Hay muchos más ejemplos de dilemas éticos como puedan ser el de la tabla de Carneades (con la que un náufrago se salva, a costa de hacer que otro muera ahogado) [8] y el conocido dilema del tranvía (en el que se ha de optar por salvar a un número mayor de personas, a costa de la muerte de un número menor, o lo contrario) que se formula en los siguientes términos:[9]

Un tranvía corre fuera de control por una vía. En su camino se hallan cinco personas atadas a la vía por un filósofo malvado. Afortunadamente, es posible accionar un botón que encaminará al tranvía por una vía diferente, por desgracia, hay otra persona atada a ésta. ¿Debería pulsarse el botón?[10]

Pero dejando ya de lado estos dilemas binarios, el hecho cierto es que la equidad busca establecer o dictar una solución justa, tal como dice Aristóteles “la equidad es la Justicia aplicada al caso concreto ya que muchas veces la rigurosa aplicación de una norma a los casos que regula puede producir efectos secundarios”. Y si la equidad se “enfunda” en un principio general del Derecho, entonces podrá mitigar o incluso eludir el rigor que supone la aplicación de la norma “qua talis”, llegando a soluciones justas en la aplicación de las normas, aunque el contenido de muchas de ellas pueda llegar a ser disparatado.

De este modo, la equidad viene a ser algo así como la conjunción de la legitimidad y la legalidad en la solución al caso concreto, de tal forma que permite llegar a una solución, acorde con el sistema jurídico (a través del principio general en el que se apoye) que, además, resulte justa para ese caso concreto. Eso, y no otra cosa, es lo que se espera de nuestros jueces que, muchas veces permanecen anclados en la estricta legalidad -lo que dice la norma- sin parar en mientes de que las normas no agotan todo nuestro sistema jurídico (especialmente, cuando se tiene que dar una solución justa a un asunto concreto)

La legitimidad de cada norma (no su legalidad), se mide por el resultado justo o injusto al que conduce en cada caso concreto, motivo por el cual siempre ha de ser “aliñada” con un componente de equidad que tiene su anclaje jurídico -en la esfera de las fuentes del Derecho- en los Principios Generales del mismo que tienen carácter informador del resto de las fuentes.

Y dejo aquí el asunto, porque ya voy “largo de extensión”, nuevamente, por lo que pido disculpas, esperando haber dejado material suficiente para pensar y/o discrepar. Con eso y, con una imperecedera sonrisa etrusca, me despido de todos, deseando, como siempre un buen fin de semana. …

NOTAS:

[1] Aunque no rehuso entrar en este debate si a alguien le apetece hacerlo.

[2] Vid. Max Weber “ECONOMIA Y SOCIEDAD”, FCE, México, 1944 y Norberto Bobbio “IL FUTURO DELLA DEMOCRAZIA. UNA DIFESA DELLE REGOLE DEL GIOCO”, Einaudi Ed., Torino, 1984, así como  DICCIONARIO DE POLÍTICA que puede encontrarse en el siguiente link: https://es.slideshare.net/laineks/diccionario-politico-de-norberto-bobbio

[3] Me remito, entre otros muchos, a Eduardo Jorge Arnoletto CURSO DE TEORÍA POLÍTICA que puede consultarse en el siguiente link: http://www.eumed.net/libros-gratis/2007b/300/105.htm

[4] Estas palabras, que hago mías, son de J.A. Zarzalejos, y pueden encontrarse en el siguiente link: https://www.lavanguardia.com/opinion/20170917/431347882631/una-legalidad-una-legitimidad.html

[5] Vid: DE OFFICIIS LIBER PRIMVS 33 en Latin Libra que puede consultarse en el siguiente link; http://www.thelatinlibrary.com/cicero/off1.shtml#33

[6] Vid: P. TERENTI AFRI HEAVTON TIMORVMENOS que puede consultarse en el siguiente link: http://www.thelatinlibrary.com/ter.heauton.html

[7] EL Derecho penal tiene bien resueltos estos dilemas binarios al utilizar el “estado de necesidad” para inaplicar la norma sancionadora, pero en el Derecho Administrativo no hay algo equivalente.

[8] Homero, Odisea, canto XII. Las palabras se ponen en boca de Circe. El mito de Escila y Caribdis plantea la elección entre dos males que tuvo que afrontar Ulises; al optar por acercarse a Escila, perdió seis compañeros, pero si hubiera navegado junto a Caribdis habrían sucumbido todos. “Allí habita Escila, que aúlla que da miedo: su voz es en verdad tan aguda como la de un cachorro recién nacido, y es un monstruo maligno. Nadie se alegraría de verla, ni un dios que le diera cara. Doce son sus pies, todos deformes, y seis sus largos cuellos; en cada uno hay una espantosa cabeza y en ella tres filas de dientes apiñados y espesos, llenos de negra muerte. De la mitad para abajo está escondida en la hueca gruta, pero tiene sus cabezas sobresaliendo fuera del terrible abismo, y allí pesca, explorándolo todo alrededor del escollo, por si consigue apresar delfines o perros marinos, o incluso algún monstruo mayor de los que cría a miles la gemidora Anfitrite. Nunca se precian los marineros de haberlo pasado de largo incólumes con la nave, pues arrebata con cada cabeza a un hombre de la nave de oscura proa y se lo lleva. También verás, Odiseo, otro escollo más llano, cerca uno de otro. Harías bien en pasar por él como una flecha. En éste hay un gran cabrahigo cubierto de follaje y debajo de él la divina Caribdis sorbe ruidosamente la negra agua. Tres veces durante el día la suelta y otras tres vuelve a sorberla que da miedo. ¡Ojalá no te encuentres allí cuando la está sorbiendo, pues no te libraría de la muerte ni el que sacude la tierra! Conque acércate, más bien, con rapidez al escollo de Escila y haz pasar de largo la nave, porque mejor es echar en falta a seis compañeros que no a todos juntos”.

[9] Este dilema puede consultarse en El País de 23 de septiembre de 2016 que figura en el siguiente link.: https://elpais.com/elpais/2016/04/11/ciencia/1460395747_077305.html

[10] La mayoría de los que consideran este problema creen que está permitido accionar el interruptor. La mayor parte de éstos siente que no sólo es una acción permitida sino también la mejor opción moral en este caso, siendo la otra no hacer nada. Por supuesto, un cálculo consecuencialista justifica esta decisión, aunque esta también puede defenderse desde posiciones no consecuencialistas, motivo por el cual ofrece un dilema de difícil (o imposible) solución, en términos objetivos. Aclaro que, en ética, el consecuencialismo, también conocido como ética teleológica (del griego τέλος telos, fin, en el sentido de finalidad) se refiere a todas aquellas teorías de la ética normativa que sostienen que la corrección o incorrección de nuestras acciones está determinada por el valor o desvalor que ocurre debido a ellas. Para las teorías consecuencialistas, una acción se juzga correcta si genera el mayor bien posible o un excedente de la cantidad de bien sobre el mal. Así, en la visión consecuencialista el buen proceder es el que optimiza algunos valores dados axiológicamente por una metaética, siempre que los valores hagan referencia a un efecto en el mundo. Por otra parte, el principio del mal menor aparentemente entraría en contradicción con otros principios éticos que parecerían indicar que nunca es lícito cometer ningún mal, como los planteados sobre la injusticia (αδικία adikía) por Platón, en boca de Sócrates, en los diálogos Gorgias (es preferible sufrir una injusticia a cometerla) y Critón (no se debe cometer injusticia ni siquiera para evitar una injusticia mayor). En cambio, el principio es claramente defendido por Aristóteles en el Libro II de su Ética, cuya versión latina se difundió desde el siglo XIII en Europa occidental y que adopta también Tomás de Kempis: “De duobus malis, minor est semper eligendum” (de dos males, el menor ha de ser siempre elegido).

“Derecho de autodeterminación”… ¿de qué hablamos?

Cuando los Estados que regían el mundo acordaron el 26 de febrero de 1895 el Acta de Berlín, firmaron un documento absolutamente laico, a pesar de la invocación a Dios en su comienzo,  y poco respetuoso con los posibles derechos de los pueblos coloniales. El propósito del Acta de Berlín era tratar de que la colonización fuera pacifica entre los Estados europeos, sin importarle cuáles pudieran ser los derechos de los colonizados para autodeterminarse. Era lo que Varela Ortega ha llamado los “dos ordenamientos globales diversos”: el ordenamiento para Europa y sus extensiones y el aplicable a los pueblos no civilizados. La dualidad está resumida en el texto del Tratado de Paris de 1856 en el que las Potencias Europeas declaran a la Sublime Puerta “admise à participer aux advantages du droit public et du concert Européens”.

La secularización había hecho olvidar los colonialismos basados en la obligación de evangelizar a los pueblos que no conocían la verdadera religión y en el Papado, como autoridad legitimadora que, con una simple Bula, podía dividir el mundo entre España y Portugal.

La Bula papal únicamente obligaba al requerimiento a los infieles para su conversión a la verdad y, si el requerimiento no era obedecido, se pasaba a la acción. Ahora, en Berlín, simplemente se respetaban los derechos adquiridos de los ocupantes y se sometían las nuevas colonizaciones, así como los protectorados, a la notificación por parte de la potencia ocupante a los otros Estados y a la efectividad de la ocupación. 

El derecho a disponer libremente de los pueblos coloniales caducó con la firma del Pacto de la Sociedad de Naciones. En otro tiempo las potencias vencedoras se hubieran repartido el imperio alemán y el otomano. Pero la influencia del Presidente Wilson hizo que se estableciera el régimen de mandatos que instituía su artículo 22. El Pacto reconocía que esas colonias y territorios estaban habitadas por pueblos todavía no preparados para dirigirse a sí mismos en las condiciones particularmente difíciles del mundo moderno. El matiz estaba en el adverbio todavía y significaba que dichos pueblos no tenían, a día de entonces, el derecho a la autodeterminación, pero lo tendrían con el paso del tiempo. Mas aun, el Pacto declara que el “bienestar y el desarrollo de esos pueblos constituyen una misión sagrada de civilización” que debe ser garantizada por la Sociedad de Naciones. 

El Pacto introducía también un control anual por parte de la Sociedad. Así el Pacto sometía al colonialismo a la temporalidad, al interés de los pueblos colonizados y a la vigilancia por la Organización internacional global.

Cierto que el nuevo régimen de mandatos era solo aplicable a las colonias de los imperios vencidos y no a los imperios de los vencedores, pero una vez enunciado el principio era difícil que no se extendiera a todo el mundo colonial.

La carta de las NNUU va a heredar los principios de la Sociedad de Naciones. Los mandatos son sustituidos por el Régimen internacional de tutela al que se acogerían los territorios bajo mandato, las colonias de los países vencidos en la guerra y cualquier otro cuya potencia administradora prestase su acuerdo.

Como el Pacto, la Carta de la ONU diseña un anticolonialismo light capaz de convivir con los Imperios británico y francés. El problema es que la Carta termina de escribirse un día, pero debe interpretarse durante muchos años después. Las décadas de los cincuenta y sesenta iban a ser las décadas de la descolonización, y la tímida regulación de la Carta iba a ser superada por la interpretación práctica de la Organización.

La modificación que la práctica de la ONU va a traer al Derecho internacional opera de tres formas diferentes. Las NNUU definen el derecho a la autodeterminación y quiénes son sus sujetos, y definen el ejercicio de ese derecho y quién lo controla.

El derecho de autodeterminación se define, en la Resolución 1514, que es la biblia de la descolonización, como el derecho a la independencia de los pueblos sujetos a “una subyugación, dominación y explotación extranjeras”. Dentro de cada Estado no existe autodeterminación que sí existe para los pueblos coloniales o sometidos a dominación extranjera. La ONU trata de conseguir  que las colonias se conviertan en Estados miembros de la ONU, tras lo cual el derecho descolonizador dejará de aplicarse. Así se establece en el artículo 78 de la Carta.

El ejercicio del derecho a la autodeterminación se somete a varias reglas y principios. Se prohíbe la violencia contra la autodeterminación, por  lo que de algún modo se legitiman las llamadas guerras de liberación nacional. Además la autodeterminación pasa a regirse por el principio uti possidetis iuris, definido como “regla general de derecho internacional aplicable en la determinación de las fronteras de los Estados nacidos de un proceso descolonizador”; ”reconoce y acepta como fronteras internacionales, en la fecha de la sucesión colonial, tanto las antiguas delimitaciones administrativas establecidas dentro de un mismo imperio colonial como las fronteras ya fijadas entre colonias pertenecientes a dos imperios coloniales distintos”. El principio uti possidetis iuris está claramente enunciado en el párrafo 6 de la Resolución 1514, pero de la lectura de esta Resolución y de la 1541 se deduce que la autodeterminación está también regida por el llamado principio de agua salada.

En la Resolución 1541 se determina que tiene derecho a la autodeterminación un territorio que está separado geográficamente del país que lo administra y es distinto de éste en sus aspectos étnicos o culturales. La separación geográfica entre colonia y metrópoli suele ser consecuencia de la existencia de agua salada. Cierto que puede haber autodeterminación aunque exista contigüidad territorial pero, la realidad del colonialismo que la ONU quería extinguir, era la de una metrópoli separada de su colonia por el mar.

Por último el poder legitimador respecto a la autodeterminación se entrega a la Asamblea General que, como antes el Papado, legitima o, mas bien, deslegitima las situaciones concretas.

Como las grandes asambleas son poco operativas, las competencias de hecho fueron, y son hoy, ejercidas por un Comité de descolonización. A partir de ahí lo relevante es si una posible descolonización está, o no, inscrita en la agenda del Comité de descolonización.

La Resolución 1514 termina, en su último párrafo, diciendo que ésta debe cumplirse “sobre la base de la igualdad, de la no intervención en los asuntos internos de los demás Estados y del respeto de los derechos soberanos de todos los pueblos y de su integridad territorial”. Lo que subyace es la voluntad de que los Estados miembros de la Organización se refuercen y que las colonias se conviertan en nuevos Estados miembros y que, en lo posible no se vean afectadas por movimientos secesionistas o disgregadores. Por eso se reconoció la autodeterminación del Zaire pero no la de Katanga.

El proceso de descolonización que tuvo lugar en la década de los sesenta fue un hecho importantísimo que cambió el mundo, generalizando su división en Estados soberanos. Un mundo de Estados, colonias e imperios se convirtió en un mundo de Estados. La ONU vino a ayudar a construir más Estados de los existentes hasta entonces. Pero para que estos nuevos Estados fueran viables, la Carta incluyó una disposición que prohibía a la Organización  intervenir en los asuntos de la jurisdicción de cada Estado, salvo en caso de quebrantamiento de la paz. De lo que cabe deducir que la ONU es el complemento que los Estados necesitan para desarrollarse.

La doctrina clásica del Derecho internacional afirmaba que “el derecho internacional no se ocupa del nacimiento de un nuevo Estado hasta el momento en que ya se ha producido el hecho del nacimiento que será tomado como punto de partida para la situación de derecho”. Esta doctrina sigue vigente, como se puso de manifiesto en la opinión consultiva del Tribunal de La  Haya sobre la independencia de Kosovo. Eso sí, el Derecho derivado de la ONU reconoció que las colonias tenían una existencia separada de las metrópolis y habilitó los procedimientos para hacer efectivo ese reconocimiento. De forma paralela y separada hay un reconocimiento internacional de los derechos humanos que protege a las personas y a los grupos étnicos maltratados, pero esa es otra cuestión que nada tiene que ver con la autodeterminación, que solamente fue lo que fue y fue mucho. 

La descolonización dio lugar a disputas jurídicas de mucho alcance, como sobre  Namibia y Rodesia del Sur. También hubo guerras que pretendieron obtener la autodeterminación que la ONU negaba como en Katanga y en Biafra. 

Sin embargo, ninguna región europea pretendió utilizar este proceso y ello porque el derecho de autodeterminación nada tiene que ver con Baviera ni con Cataluña. 

 

 

Los fondos de inversión en el fútbol profesional

Uno de los temas más controvertidos en el mundo del fútbol actual es la posible entrada de fondos de inversión en los Clubes profesionales. FIFA y UEFA, los grandes órganos rectores del fútbol profesional, nunca han visto con buenos ojos la participación de inversores en las transacciones económicas referidas a los deportistas. Y se han mostrado siempre muy restrictivas a estas prácticas habituales en otras actividades económicas, tal vez por influjo de los grandes Clubes tradicionales -poseedores de un gran poder de presión en dichas instituciones- que temen que la entrada de dinero de terceros contribuya a igualar su potencial económico -y en consecuencia deportivo- con otros Clubes de menor presupuesto.

La entrada de los fondos de inversión en el fútbol profesional se inició en Sudamérica en la década de los 90 del pasado siglo, especialmente en algunos importantes Clubes que, ante su precaria situación económico-financiera, comenzaron a recurrir a inversores privados para poder retener a sus mejores jugadores e impedir una masiva emigración a Europa. Así algunos Clubes suscribieron acuerdos de TPO (“Third Party Ownership”) con inversores privados, que adquirían una parte de los derechos económicos de los mejores jugadores jóvenes y, a menudo, pagaban también sus costes de mantenimiento y preparación, garantizándose una jugosa participación en el futuro traspaso de dichos jugadores. Me permito recordarles aquí que los derechos sobre la ficha profesional de todo jugador profesional se dividen en derechos federativos (que son los que permiten inscribir al jugador en una plantilla determinada y que deben pertenecer al Club que lo inscribe, bien en propiedad o bien por préstamo o cesión), y derechos económicos (que se refieren al “valor económico” del jugador en un futuro traspaso, y que pueden pertenecer al Club o a un tercero con quien el Club tiene un acuerdo).

Desde un punto de vista estrictamente mercantil, tales operaciones -que se documentaban perfectamente mediante contratos de préstamo con garantía o con cesión de derechos futuros, o mediante cesiones directas de un porcentaje de los derechos económicos del jugador- no planteaban problema alguno. No obstante, las autoridades rectoras del fútbol mundial, azuzadas por los Clubes más importantes, empezaron a mostrar sus reticencias hacia los TPO. Cuatro tipos de inconvenientes se les encontraron rápidamente: la protección de los menores de edad; la falta de conocimiento público o de transparencia de estas operaciones; la posible colisión entre los intereses deportivos del Club o del jugador con los intereses económicos del inversor privado (empezaron a introducirse cláusulas sobre el número de partidos que debía jugar un futbolista para no perder valor en el mercado, o que atribuían exclusivamente al inversor la decisión sobre el momento y el montante de su traspaso); y la irrupción en el mercado de los potentes Clubes-nación (como el PSG de Qatar, o el Manchester City de Abu Dhabi), vistos siempre con reticencia por los mandamases del fútbol mundial.

La FIFA prohibió los TPO en el fútbol desde el 1 de mayo de 2015 en su Circular 1464, limitando las posibilidades de que muchísimos Clubes modestos pudieran acceder a la contratación de mejores jugadores con la ayuda económica de terceros. Y, seguramente, se equivocó. Porque, como ha escrito en España el profesor Luis Cazorla, eso era poner puertas al campo y porque siempre resulta mejor regular que prohibir de forma radical, sin entrar en los pantanosos terrenos de la posible colisión de esta rigurosa normativa sectorial con las normas reguladoras de la libre competencia de la Unión Europea. Además, la normativa restrictiva no tardaría en intentar ser sorteada a través de dos vías: mediante la constitución o adquisición de Clubes modestos que actuarían como “pantalla”, con el único objeto de ser titulares de derechos económicos sobre determinados futbolistas, completamente vinculados a intermediarios financieros que antes actuaban libremente; y mediante construcciones de ingeniería financiera aprovechando la confusa redacción de la normativa FIFA, como derechos de garantía (prendas) sobre los futuros derechos de crédito generados por los derechos económicos de determinados jugadores.

La normativa FIFA prohibitiva de los TPO se basó en dos aspectos: la definición de “tercero” (al hablar de tercero se refiere al inversor), estableciendo que tenían tal consideración “parte ajena a los dos Clubes entre los cuales se traspasa un jugador”. Con ello la normativa (artículo 18 ter) excluía de posible participación en los derechos económicos de un jugador no sólo a cualquier operador económico diferente a los Clubes entre los que se formalizaba un traspaso, sino también al propio jugador y a los Clubes a los que éste había pertenecido anteriormente; y la llamada “prohibición de influencia” (artículo 18 bis), quedando expresamente prohibido que cualquier Club concierte un contrato que permita a otros Clubes o a terceros asumir una posición por la que pudiera “influir en asuntos laborales o en cuestiones de traspasos relacionados con la independencia, las políticas o las actuaciones de sus equipos”.

La confusa redacción de esta normativa dio lugar a múltiples interpretaciones. ¿Qué era exactamente la prohibición de influencia del artículo 18 bis? ¿Afectaba también a las cesiones de jugadores entre Clubes, tan frecuentes en el futbol internacional? En principio, la prohibición debía afectar a cualquier contrato que permitiera a un tercero influir en las decisiones laborales o deportivas de un Club. Por ejemplo a las típicas limitaciones puestas en los contratos de cesión, como la popularmente llamada “cláusula del miedo”, que impide a un jugador que actúa como cedido en otro Club jugar los partidos en los que este equipo se enfrente a su Club de procedencia, que tiene la propiedad de sus derechos federativos. Por ello estas cláusulas, antes tan extendidas, han ido desapareciendo de los contratos de cesión más recientes, bajo la amenaza de sanción por el Comité Disciplinario de FIFA.

Por su parte, el artículo 18 ter, al prohibir las operaciones TPO, tampoco era un dechado de claridad. Al contener una prohibición tan amplia de la participación de “terceros” en los rendimientos económicos de traspasos futuros de jugadores, dejaba en el aire si estaban permitidas puras operaciones de financiación con garantía, es decir, aquéllas sin influencia efectiva en las decisiones y en la gestión del Club, y simplemente garantizadas con derechos futuros. Pero en la normativa introducida en 2015 parecía que quedaban prohibidas todas. Además de los interpretativos, los problemas prácticos y de derecho transitorio fueron también de consideración. Por un lado, la normativa exigió que todos los contratos existentes afectados por la prohibición de las TPO quedaran registrados, junto con sus anexos, en el Transfer Matching System (TMS) de FIFA. Por otro lado, la Circular 1464 de FIFA entraba en vigor el 1 de enero de 2015 (a mitad de la temporada futbolística europea), pero la prohibición de los TPO del artículo 18 ter quedaba pospuesta al 1 de mayo de 2015 (ya finalizadas las competiciones ordinarias), estableciéndose una extraña regulación transitoria consistente en que los contratos TPO celebrados hasta el 31 de diciembre de 2014 seguían valiendo hasta su fecha de vencimiento pactada en el contrato, mientras que los celebrados entre el 1 de enero y el 30 de abril de 2015 sólo podrían tener una vigencia de un año. Todo ello generó una gran confusión.

La reunión del Consejo de FIFA celebrada el 14 y 15 marzo de 2019 ha dado lugar a una nueva versión del RSTP (“Regulations on the Status and Transfer of Players”), conocido en España como Reglamento de Traspaso de Jugadores (RETJ). En ella se ha dado nueva redacción a los confusos artículos 18 bis y 18 ter que habían sido modificados en 2015, introduciendo algunas interesantes novedades: por un lado, manteniendo la prohibición general de los TPO, que FIFA sigue viendo con gran reticencia, se ha acotado el concepto de “tercero” para excluir al propio jugador, que ahora sí está autorizado a ser titular de un porcentaje en sus derechos económicos que le permita cobrar una cantidad adicional en el caso de un futuro traspaso. Ello permite conciliar esta participación con lo establecido por nuestra legislación nacional, concretamente en normas como el Real Decreto 1006/1985, de 26 de junio, por el que se regula la relación laboral especial de los deportistas profesionales en España, aun en vigor. Concretamente, con lo estipulado en los artículos 7.3, 8 y 11.4, que regulan el pago a los deportistas de derechos de imagen, salarios, cantidades extrasalariales y derechos por cesión temporal. Ahora queda claro que pueden también percibir no sólo el porcentaje de un 15% en caso de cesión, sino también una participación en sus propios derechos económicos en el caso de traspaso definitivo de la propiedad.

Pese a todas estas vicisitudes normativas, la intervención de los fondos de inversión en el mundo del deporte profesional seguirá generando polémica. Y no sólo una polémica jurídica, sino también filosófica o conceptual. Los autores españoles se han manifestado -en general- en dos bloques bastante opuestos: unos, partidarios de la permisividad; otros, defensores a ultranza de la prohibición. Como juristas, no podemos más que desear una normativa clara, consensuada entre todos los operadores deportivos y conciliadora de los dispares intereses en juego, que aleje cualquier resquicio a la inseguridad jurídica y contractual en una materia tan delicada, y que estimule la competencia y la igualdad. Algo bastante lejano, por cierto, a la forma habitual de legislar de FIFA y UEFA. Como amantes del deporte, podemos sostener una opinión diferente, más idealista, purista, o incluso romántica, aunque no debemos dejar de reconocer que la inmensa mayoría de las veces resulta preferible regular -y especialmente regular bien- que simplemente prohibir.

 

SUSPENDIDO: El «minorista experto» en la jurisprudencia, ¿a quién protege la Ley del Mercado de Valores?

Dadas las recomendaciones de la Comunidad de Madrid para hacer frente a la situación epidemiológica generada por el COVID-19, se ha decidido como medida preventiva la suspensión del evento. Intentaremos reprogramarlo en cuanto la situación haya mejorado. Muchas gracias por su interés.

 

 

Intervienen:

Jesús Alemany 
Magistrado, Audiencia Provincial de Madrid, Sección 11ª

Fernando Zunzunegui 
Profesor de Derecho del Mercado Financiero, Universidad Carlos III, abogado, socio director de Zunzunegui Abogados

Jorge Capell
Abogado, socio de Cuatrecasas

Patricia Gabeiras
Abogada, socia directora de Gabeiras & Asociados

Modera:

Miguel Fernández Benavides
Abogado en Ontier (Departamento de litigación y arbitraje) y editor del blog Hay Derecho

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Fronteras abiertas (o si existe un derecho fundamental a inmigrar)

La polémica doctrinal sobre si existe o no un derecho fundamental a emigrar al país de elección, lo que implicaría una obligación jurídica de abrir las fronteras a la inmigración, tiene un origen muy antiguo.  Recordemos que el primer país que sufrió el impacto de una auténtica globalización fue la España de los siglos XVI y XVII. Los formidables retos que tal acontecimiento supuso motivaron que las mejores cabezas de la época (integrados en lo que hoy se denomina segunda escolástica o escolástica española)  analizaran sus implicaciones en prácticamente todos los aspectos de la vida social, entre ellos la inmigración.

No era de extrañar, porque como consecuencia del descubrimiento de América, por una parte, y las penurias económicas de ciertos países europeos, por otra,  se produjo una masiva entrada de extranjeros buscando mejor fortuna en nuestro país. La falta de capacidad para atenderlos adecuadamente, dada la ausencia de suficientes instituciones de caridad, generó una creciente marginalización en la sociedad española y, como respuesta, un incremento en la legislación local dirigida a prohibir la entrada de extranjeros, sancionándoles con la expulsión y en ocasiones, mientras se investigaba su caso y se decidía aquella, con la prisión.

Ante esta situación surge un debate académico entre los partidarios y detractores de tales medidas.[1] Entre los partidarios podemos destacar a Juan Luis Vives y Juan de Robles. Entre los segundos, al gran Domingo de Soto. Ninguno de ellos negaba, por supuesto, la obligación de atender a aquellos en peligro de muerte, pero el verdadero problema se concentraba en la gran mayoría de pobres que escapaban a esta calificación. Vives y Robles abogaban, primero, por aceptar procesos inquisitivos para determinar qué extranjeros eran merecedores de ayuda y cuáles no; y, en segundo lugar, por prohibir la entrada a estos últimos, para no cargar a los ciudadanos españoles con obligaciones que legítimamente deberían ser atendidas por los países de origen.

Soto se opone radicalmente a esta postura, escribiendo a tal fin una obra (Deliberación en la causa de los pobres) dirigida al Príncipe don Felipe (futuro Felipe II) que constituye un hito fundamental en el desarrollo del concepto moderno de los derechos fundamentales subjetivos.[2] Frente a las prácticas inquisitivas que tendían a criminalizar en su conjunto a la población extranjera, Soto opone el derecho fundamental (“natural”) al honor o a la buena reputación, alegando la improcedencia de esas investigaciones salvo en el caso de concurrir indicios relevantes de engaño, criminalidad o mala conducta. Frente a las restricciones a la inmigración, opone el derecho fundamental a la libre circulación entre países.

Siguiendo la práctica habitual de la escolástica española, justifica ese derecho no solo por razones deontológicas o normativas, sino también consecuencialistas, reconociendo la necesidad de encontrar un equilibrio entre los principios e intereses en juego, pero dando la preeminencia que merece al derecho fundamental individual, que no pueden ser sacrificado por meras razones de oportunidad o conveniencia ajena.

Parte así de la existencia de una auténtica comunidad universal, integrada por “el griego y el latino, el judío y el gentil”; y, por eso mismo, “cada uno tiene libertad de andar por donde quisiere, con tal de que no sea enemigo ni haga mal”. De ahí su condición de derecho fundamental, porque pertenece al ser humano no como miembro de una determinada comunidad política, sino por su condición de ser humano. Pero al mismo tiempo integra este derecho en un orden general que tiene en cuenta los intereses colectivos. Por eso no reconoce al inmigrante un derecho fundamental a obtener asistencia (salvo en casos de extrema necesidad) sino solo a la libre circulación. La ayuda y la asistencia es ya un tema de caridad, no jurídico, que atenderá quién quiera y quién pueda, pero que no pueden ser exigidas jurídicamente. De esta manera elude, al menos formalmente, la objeción de Vives  sobre el desequilibrio de cargas entre la comunidad de origen y la de recepción. Y frente a la alegación material de que la caridad, al fin y al cabo, puede acabar resultando inevitable, termina invocando en su alegato al Príncipe una verdad muy profunda: “Jamás por abundancia de pobres extranjeros se empobreció ninguna tierra”.

La Deliberación se publicó en enero de 1545. Es asombroso que casi medio milenio más tarde, tras la segunda ola globalizadora, no hayamos avanzado mucho, porque lo cierto es que en la actualidad nuevos científicos sociales están repitiendo casi miméticamente el análisis que Domingo de Soto hizo hace quinientos años.

Así, el filósofo Michael Huemer (Is There a Rigth to Immigrate?) ha defendido la existencia de un derecho individual a la libertad de movimiento entre países, por considerar que impedir a cualquier ciudadano del mundo acceder al mercado de trabajo de otro país para ofrecer sus servicios, implica una coerción sobre su libertad de movimientos dañosa para sus intereses, sin que esté justificada por la defensa de otros más relevantes. Entre esos otros intereses suele citarse: proteger a los trabajadores nacionales de la competencia foránea  a la hora de buscar trabajo, el cambio cultural, y la protección del contribuyente nacional por cargas asistenciales que no le correspondería asumir. En su opinión, ninguna de estas razones resulta suficiente para justificar la supresión del derecho a la libre circulación.

En cuanto a la primera razón -al margen de que el mercado laboral no es estático y que la entrada de inmigrantes dinamiza la economía y crea nuevas oportunidades laborales para todos- considera obvio que, con la finalidad de evitar un perjuicio competitivo limitado y/o temporal a ciertas personas, no puede imponerse bajo forma de coerción un perjuicio grave a otros que tratan de escapar de una situación de penuria mucho más acusada. En relación a la segunda, alega que el impacto cultural real de la inmigración en el país de recepción es limitadísimo, al margen de que, en cualquier caso, la preservación cultural no puede justificar imponer un daño grave a otros. Por último, respecto al argumento de las cargas desproporcionadas o inasumibles al contribuyente, paralelo al alegado en su momento por Vives, ofrece la misma respuesta que Soto: no existe propiamente un derecho a percibir prestaciones asistenciales idénticas a las que el Estado conceda a sus nacionales, sino solo un derecho a la libre circulación. Esas prestaciones pueden concederse a los inmigrantes, si se quiere o se puede, de manera completa o limitada, actual o diferida al momento en que el inmigrante empiece a pagar impuestos o lleve determinados años haciéndolo. En cualquier caso ese es otro tema, porque lo que no resulta consistente desde el punto de vista lógico es afirmar que porque no se quiere tratar de manera diferente a inmigrantes y a nacionales desde el punto de vista asistencial, y porque no se les puede tratar de manera idéntica (ya que entonces el Estado del Bienestar sería insostenible), entonces es necesario privar a los inmigrantes de su derecho a la libre circulación y a trabajar donde quieran contratarles, condenándoles así a una discriminación mucho más grave.

En realidad, la similitud con el argumento de Soto es todavía mucho más profunda de lo que parece. Los extranjeros tienen derecho a entrar en el país, para ofrecer sus servicios laborales, o incluso solo para mendigar en la calle. Pero lo que no tienen es un derecho a que nadie les contrate o les dé limosna. Por supuesto debe hacerse todo lo posible para ayudarles en ambas facetas, pero ese será un deber político o moral (en su caso y dependiendo de las circunstancias), pero no estrictamente jurídico.

Claro que el problema que puede plantearse, especialmente en un país como el nuestro con una elevada tasa de desempleo, es si la realidad social desencadenada tras una apertura súbita de las fronteras podría generar una situación de colapso y de necesidades no atendidas que convertiría en materialmente obligatorio lo que formalmente no se quiso reconocer como tal. De ahí la dificultad de separar demasiado radicalmente el aspecto normativo del consecuencialista, algo que los escolásticos españoles tenían muy presente (pues al fin y al cabo esa íntima conexión fue una de las grandes aportaciones del tomismo), lo que nos obliga a comprobar la veracidad del aserto de Soto negando que por la abundancia de pobres extranjeros se empobreció jamás alguna tierra.

Sin duda eso merecería un post o varios post aparte (pueden consultar la versión desarrollada de este artículo en el último número de El Notario), pero al menos vale la pena destacar algunos datos e informes.

En primer lugar, una apertura súbita de fronteras no generaría ninguna avalancha, como demostró el caso de Puerto Rico tras la sentencia  del Tribunal Supremo (Gonzales vs Williams, 1902) reconociendo a los puertorriqueños el derecho a vivir y trabajar en cualquier parte de los EEUU. La mayor parte de la gente no huye de su país  a la desesperada de manera súbita, salvo en casos de guerra o cataclismo natural o político, sino que solo emigra cuando sabe que será relativamente bien acogido y encontrará trabajo y un hogar para vivir. Pero incluso los refugiados que huyen forzados de los conflictos bélicos tienden a acudir donde existen más posibilidades de encontrar compatriotas y acceder a un empleo. Hasta tal punto que algunos informes recientes han constatado que la crisis de refugiados tras la guerra de Siria no ha constituido ninguna carga para los países occidentales que los han recibido, sino más bien al contrario.[3]

Lo anterior resulta congruente con los estudios económicos que defienden que en el caso de apertura total de fronteras el PIB mundial se multiplicaría por dos en un plazo breve.[4] Esto supondría un incremento de productividad en torno a un billón de dólares (10(12)); más o menos como si, cada año, se creasen 150 empresas del tamaño de Google o se construyesen setenta y cinco Manhattans más[5], lo que en un escenario de falta de productividad y envejecimiento paulatino a nivel mundial no nos vendría nada mal.

Ahora bien, no debemos olvidar que tal cosa incrementaría exponencialmente el flujo de inmigración de baja educación y preparación laboral. A la larga el impacto económico sería positivo, pero a corto plazo generaría una serie de disfunciones que no cabe desconocer, pues ese efecto no sería equitativo para los diferentes sectores de la sociedad receptora, en cuanto que los recién llegados harían competencia a los situados en el escalón más bajo en beneficio directo de las clases medias y altas. En poco tiempo la situación mejoraría para todos, pues la niñera o la empleada del hogar que permite que una madre profesional pueda reincorporarse antes o mejor al mercado laboral, por poner un ejemplo típico, desencadena un proceso de generación de riqueza general que termina beneficiando también a esos sectores (pues tanto la niñera como la madre gastarán su dinero, creando más demanda de trabajo). No obstante, a corto plazo el Estado de Bienestar tendría que atender a los naturales que sufren el impacto y a los foráneos en busca de colocación, lo que probablemente incrementaría su carga.

Pero la respuesta a este inconveniente no debería ser prohibir la inmigración de baja cualificación, lo que sería improcedente tanto desde el punto de vista de la justicia como de la economía, sino buscar otras soluciones menos traumáticas. Como afirman algunos economistas (Alex Nowrasteh y William Niskanen), siguiendo sin saberlo a Domingo de Soto, puestos a construir muros, es mejor levantarlos alrededor del Estado del Bienestar que alrededor del país. En esa línea existiría una gran variedad de posibilidades: limitar el acceso gratis a determinados servicios asistenciales durante un determinado plazo de tiempo, o hasta que hayan pagado un mínimo de impuestos, bajar o eliminar los impuestos a los nativos situados en el escalón más bajo, o incluso cobrar un precio por la entrada al país (aunque sea de manera aplazada, que en cualquier caso será mucho menos de lo que hoy cobran las mafias por un servicio muy inferior). Por supuesto que sería deseable no incurrir en estas “discriminaciones” (concepto por otra parte siempre relativo) pero lo que es indudable es que es mejor incurrir en esas que en la mucho más grave y cruel de negarles la entrada, que es lo que ahora ocurre.

Plantear el tema en términos de justicia/utilidad, como hacía De Soto, más que de caridad/solidaridad, tiene otras importantes ventajas añadidas.  No podemos olvidar que la inmigración hoy, en los países occidentales, es un problema político, capaz de desencadenar nada menos que la expansión de regímenes iliberales por Europa central, pero que se ha dejado sentir en la occidental en fenómenos tan distorsionadores como el Brexit, Salvini o Le Pen (de Trump mejor ni hablar). Planteado en términos de solidaridad, la inmigración tiende necesariamente a adquirir la calificación de problema/carga, lo que genera las inevitables resistencias (no solo porque el prejuicio nacional todavía no está mal visto, sino por el natural miedo a la insostenibilidad del sistema),  y también agravios por su defectuoso reparto, tanto a nivel interno como internacional. Por eso, mientras no cambiemos nuestro registro o nuestro marco de referencia, este “no problema” seguirá envenenando profundamente las sociedades occidentales, precisamente cuando más necesitamos, por nuestro propio interés, un enfoque justo, matizado y racional.

 

 

[1]Andreas Blank, “Domingo de Soto on Justice to the Poor”, Intellectual History Review 25 (2015): 133-146.

[2]Benjamin Hill, “Domingo de Soto”, Great Christians Jurists in Spanish History, Cambridge, 2018,  pp. 134 y ss. y Annabel Brett, Changes of State, Nature and the Limits of the City in Early Modern Natural Law, Princeton, 2011, pp. 15-36.

 

[3]Hippolyted’Albis, EkrameBoubtaney DramaneCoulibaly, Macroeconomic evidence suggests that asylum seekers are not a “burden” for Western European countries (2018)

https://advances.sciencemag.org/content/4/6/eaaq0883

[4] The Economist, The Magic of Migration, 16-11-2019.

[5] B. Caplan y Z. Weinersmith, Open Borders, The Science and Ethics of Immigration, Nueva York, 2019.