¿Debería responder China por los daños ocasionados por el COVID-19?
No soy un ingenuo. Parto de la completa seguridad de que no va a hacerlo. No solo porque la cuantía de los daños es invaluable y estratosférica, sino porque no existe ninguna autoridad mundial que pueda exigírselo.
Pero, aun así, creo que no sobra analizar si, desde el punto de vista de un hipotético “Derecho natural”, estaría justificado exigir una “restitución”, por usar la terminología escolástica. Pienso que es útil por muchos motivos. En primer lugar, porque nos puede ayudar a perfilar el alcance de la responsabilidad de otros a los que sí cabe legalmente exigírsela, como podría ser, hipotéticamente, el Estado español en el caso de que por su negligencia se hayan multiplicado los daños. En segundo lugar, porque si queremos avanzar en la construcción del Derecho internacional, no podemos dar por descontado que estas conductas tienen siempre que quedar impunes, simplemente porque el responsable es demasiado grande y poderoso para responder. Sería tanto como conformarse con que en el ámbito internacional no rige el Derecho sino la fuerza, y que eso, además, está bien. Y, en tercer lugar, porque saber lo que es justo o injusto, con independencia de su consagración práctica, nos coloca en una situación intelectual defensiva frente a los cuentos y a las propagandas que hacen circular los poderosos. Aunque sea un triste consuelo, por lo menos que no nos tomen por imbéciles.
Comencemos por un relato de los hechos. Como nos explica Jared Diamond en este artículo –aquí- (por cierto, recomiendo mucho su extraordinario Armas, gérmenes y acero) estas nuevas enfermedades —no solo el coronavirus y el SARS, sino también el sida, el ébola y el marburgo— no aparecen en los seres humanos de forma espontánea. Son enfermedades de animales (las llamadas zoonosis) que saltan de un portador animal a los humanos. El salto del SARS a los humanos se produjo en los mercados de animales salvajes de China. Existen muchos mercados de ese tipo en todo el país, en los que se venden animales capturados, vivos o muertos, como alimento o para otros fines, especialmente para la medicina tradicional china. Los profesionales de la sanidad pública conocen estos datos sobre el origen animal de las nuevas enfermedades humanas desde hace muchos años y las facilidades de transmisión que proporcionan los mercados chinos de animales salvajes. Cuando apareció en dichos mercados el SARS, en 2004, China debería haber tomado nota para cerrarlos de forma permanente. Pero no lo hizo, especialmente por la presión ciudadana en contra.
A todo ello hay que añadir su tardanza a reaccionar una vez que se tuvo constancia de que ese virus u otro parecido había vuelto a aparecer. Esto ya ocurrió con el SARS. La primera reacción es siempre la ocultación, censurando la crítica y deteniendo a la gente que se atreve a hacer circular esos “rumores”, como explica este artículo publicado en los primeros días de la crisis. En esta ocasión ese silenciamiento todavía fue más efectivo, dado que China en los últimos años ha desarrollado los instrumentos de monitorización y control social hasta una sofisticación sin precedentes. En cualquier caso, la inacción durante todo el periodo inicial del desarrollo de la enfermedad fue asombrosa. Pese a que se conocía la existencia de casos desde primeros de diciembre, el 18 de enero, dos días antes de que Wuhan le informara al planeta sobre la gravedad del brote, la ciudad organizó un banquete comunitario al que asistieron más de 40.000 familias, para lograr así que la localidad pudiera competir por el récord mundial de más platos servidos en un evento. El gobierno central respaldó a los funcionarios de Wuhan. Wang Guangfa, un importante experto gubernamental en enfermedades respiratorias, le dijo el 10 de enero al canal del estado Televisión Central de China, que la neumonía de Wuhan estaba “bajo control” y que era principalmente una “condición leve”. Wuhan es una ciudad de 11 millones de habitantes, entre ellos casi 1 millón de estudiantes universitarios de todo el país. Para cuando se reveló la gravedad del brote, ya había iniciado la temporada de 40 días de viajes del Año Nuevo lunar, en el que la población china toma un estimado combinado de 3000 millones de viajes.
Pasemos ahora a la calificación jurídica de estos hechos. En principio, entrarían dentro de la categoría de responsabilidad extracontractual (los chinos no han incumplido ningún contrato que tuvieran con nosotros al respecto), pero además por omisión (ellos no han creado el virus en un laboratorio, sino que se les imputa su inacción a la hora de cerrar mercados de animales y de contenerlo una vez detectado). Pues bien, la responsabilidad por omisión, a diferencia de la responsabilidad por acción, necesita ciertas cualificaciones para dar lugar a la responsabilidad jurídica (otra cosa es la moral o política), so pena de incurrir en el abuso a la hora de determinarla.
Esto se conoce desde antiguo y para aclararlo nos puede servir un ejemplo planteado, con un enorme éxito posterior, por varios autores de la segunda escolástica (Antonio Pérez y Leonardo Lessius), que consiste en discutir si uno está obligado por razón de justicia a rescatar al que se está ahogando (de tal manera que no hacerlo determinaría su responsabilidad jurídica por omisión). La clave para resolver el problema no es si el rescate exige mucho o poco sacrificio (dejemos aparte el caso del rescate extremadamente sencillo). La clave es si el potencial rescatador está vinculado por una relación jurídica con el potencial rescatado, como sería el caso de que fuese una autoridad (parental o policial) o existiese entre las partes un contrato (salvamento). Entre otras cosas porque la existencia de ese vínculo jurídico permite al potencial rescatador imponer al rescatado ciertas cargas preventivas del riesgo (caso de la autoridad que puede obligar a llevar un chaleco o a no bañarse en zonas acotadas) o cuya ausencia se asume en virtud de un precio (caso del contrato). Si esa relación no existe, no hay más obligación que la de la caridad, lo cual no es poca cosa para el que la valore, desde luego, pero es otro tema.
Es decir, para que exista responsabilidad jurídica por omisión, la persona debe estar llamada de una manera específica a intervenir en el caso, y eso indudablemente ocurre tratándose de funcionarios públicos cuando el bien jurídico amenazado les está confiado directamente, como sería la salud pública. En definitiva, cuando la autoridad pública está legitimada para exigir o imponer medidas de prevención, y no lo hace.
Pero, además, es necesario cumplir otros requisitos, comunes ya tanto a las acciones como a las omisiones. En primer lugar que concurra lo que se denomina culpa en un sentido jurídico, que cabe traducir aquí como la existencia de un riesgo razonablemente previsible. En un doble sentido. Es necesario no solo que el acontecimiento en sí mismo sea previsible, sino que también lo sea el alcance de los daños. Si falta cualquiera de esos requisitos no sería razonable exigir responsabilidad, pues a nadie se le puede exigir –en línea de principio y a salvo casos excepcionales- prever lo que por definición es imprevisible, ni tampoco reparar unos daños cuya cuantía era inimaginable.
Por último, tiene que existir una relación de causalidad entre la omisión y el daño producido. Aunque este requisito hablando de omisiones es técnicamente complejo y discutible, al menos debe resulta evidente que con la acción omitida (en nuestro caso cerrar el mercado de animales de Wuhan) se habría evitado el daño.
Pues bien, si aplicamos este esquema al caso COVID-19, observaremos que China cumple todos los requisitos para resultar responsable por omisión: relación de autoridad, competencia y capacidad de prevención, riesgo previsible (el riesgo de una pandemia derivada de este tipo de virus lleva discutiéndose en los foros especializados desde hace décadas), daños previsibles (también se sabe lo que implica una pandemia a nivel mundial) y causalidad.
Pero este esquema es aplicable, obviamente, solo si consideramos al planeta tierra como una comunidad universal regida por el Derecho (algo, por cierto, típico del pensamiento escolástico) conforme a la cual, en consecuencia, las autoridades chinas tienen un deber de actuar para salvaguardar la salud de todo el planeta. Si lo consideramos simplemente como un conjunto de autarquías independientes, el Estado chino no responde ni siquiera ante sus propios ciudadanos, entre otras cosas porque su Derecho positivo consagra un régimen dictatorial en el que no existen ni los derechos subjetivos ni la rendición de cuentas. Menos todavía frente a los ciudadanos de otros países, como es lógico, dada la ausencia de ningún deber ni de ninguna autoridad que pueda exigírselo. Pero sobre si el planeta es una comunidad o no, creo que la biología nos lo acaba de demostrar con mucha contundencia.
Por último, me gustaría dejar claro, al estilo escolástico, que no pretendo con este post hacer ningún juicio moral. China tiene unas tradiciones culturales y pensó que podía manejar los riesgos (peor es lo de la ocultación, evidentemente, pero es lo que tienen todas las dictaduras). En nuestra vida diaria nosotros tomamos con la mejor intención decisiones parecidas casi todos los días, especialmente en nuestra función como padres o empleadores (aunque de mucho menor calado, evidentemente). Pero la diferencia clave es que si nos equivocamos, o simplemente tenemos mala suerte, debemos responder. Eso es lo justo. Y creo que en este caso, responder también es lo justo. Así que de nada por las mascarillas, majetes. Las apuntamos a cuenta.
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.