Responsabilidad en tiempos de virus

Resulta comprensible que, ante la gran convulsión que estamos viviendo, ante tantas trágicas noticias y el desconcierto sobre qué acontecerá en los próximos días, broten sentimientos de indignación y de exigencia de responsabilidades. De manera acertada resumió Maurice Hauriou algo que con frecuencia repetimos algunos profesores al iniciar las explicaciones sobre la responsabilidad pública, a saber: que el poder público, el poder de la Administración, tiene lógicos correctivos “que reclama el instinto popular… que actúe, pero que obedezca a la Ley; que actúe, pero que pague el perjuicio”.

Los anuncios de presentación de querellas criminales así como de recursos contenciosos con el fin de exigir indemnizaciones y compensaciones me llevan a recordar algunas ideas básicas pero pertinentes antes de echar las campanas al vuelo de la agitación judicial. Así ocurre con relación a lo que más atrae la atención, esto es, con la exigencia de una responsabilidad penal.

Las actuaciones reprochables habrán de satisfacer una descripción que acoja los contornos descritos en el Código penal, es decir, habrán de cumplir con las exigencias del principio de tipicidad. Lógicamente los Tribunales de Justicia hilan muy fino a la hora de advertir prevaricaciones y, no digamos, homicidios como se apunta en esas querellas. Saben que el actuar administrativo y la gestión de los intereses públicos tiene unos márgenes e ingredientes ricos en matices, en conceptos indeterminados, en la atemperación de situaciones, en la ponderación de los siempre numerosos y diversos intereses en juego, además de la frecuente existencia de facultades discrecionales. La comisión de delitos ha de estar puntillosamente acreditada y no será fácil.

Conviene pues, a mi juicio, dirigir la mirada a las técnicas de corrección más propias de la actuación política y administrativa, esto es, a la posible exigencia de responsabilidad patrimonial a la Administración, de responsabilidad disciplinaria a las autoridades y empleados públicos y de responsabilidad política a los gobernantes.

Empecemos por la primera, la responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas. Sabemos de sus presupuestos para reconocer una compensación: la existencia de un perjuicio real y efectivo que no tendría por qué soportarse, un perjuicio que afecte de manera singular a una persona o grupo de personas, un perjuicio que sea imputable al ámbito o entorno de la Administración de tal modo que se acredite una relación de causalidad directa y en gran medida exclusiva. Sucesivos elementos que, en términos generales, pueden concurrir en muchas de las situaciones que estamos viviendo, porque las medidas adoptadas están originando notables perjuicios: enormes pérdidas ante la paralización de la actividad de establecimientos y comercios, daños por la suspensión de la tramitación de procedimientos administrativos, pérdidas de oportunidades que sufrimos,  daños físicos y morales (por cierto, ¿no hay quien se pregunte sobre lo insano de tener a tantas personas confinadas días y días en unos pocos metros cuadrados cuando sería más sensato organizar la posibilidad de algunas actividades al aire libre de manera individual y aislada?)… Personalmente creo, como muy bien ha resumido Rafael Rivera que las cosas se podían haber hecho de otra manera.

Pero sigamos con el régimen jurídico de la responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas pues, además, contamos con una larga tradición de lo que es, a mi juicio, un generoso reconocimiento de indemnizaciones: ora porque no hay que probar culpa alguna al predicarse la responsabilidad objetiva, ora porque la presencia pública es amplia y son extensas las facultades de supervisión en tantos ámbitos y sectores, lo que hace que, con motivo de cualquier contratiempo, se mire a la solvente Administración cuando se sufren daños en las cárceles, en los hospitales, con defectuosos aparatos homologados, en las edificaciones ilegales, con pérdidas bursátiles y un larguísimo etcétera… Sabemos también cómo se valoran los daños morales, las tristezas por el tiempo que se ha soportado para el reconocimiento de cadáveres o el tiempo de ocio no disfrutado en una casa de montaña cuyas obras se paralizaron…  Así de magnánimos se han mostrado los Tribunales ante multitud de peticiones. Ello ha extendido esa sensación de que la Administración ha de responder y de que siempre se tiene derecho a una indemnización. Sensación infantil que nos ha mostrado cómo, incluso, unos estudiantes universitarios presentaron recursos contenciosos pretendiendo que se les indemnizara por tener que salir de casa, de su ciudad natal, a estudiar. Menos mal que el Tribunal Supremo en ponencia famosa de D. Francisco González Navarro confirmó la desestimación del despropósito (sentencia del Supremo de 20 de mayo de 1999).

Afinemos la mirada y digamos que estamos en medio de una situación catastrófica que, sin entrar en los matices sobre su previsión para calificarla o no de fuerza mayor, nadie puede poner en duda su condición excepcional. Y, como hemos leído a los clásicos, “la excepción pone a prueba la regla” (exceptio probat regulam”). Pues bien, la regla de la responsabilidad patrimonial de la Administración debe ponerse a prueba y matizarse en esta situación tan singular. Porque es esa misma extensión y amplitud descritas lo que hace que el régimen jurídico de la responsabilidad de la Administración empiece a tambalearse. Y ello por la certeza de que la maltrecha situación de la Hacienda pública no cuenta con suficientes recursos económicos para tapar todos los desgarros que estamos viviendo. ¡Cuántos años perdidos para amortizar la cuantiosa deuda pública y reordenar el sistema tributario para reducir el déficit! ¡Cuantos dineros despilfarrados! Al final, no hay que descartar que lo que se reciba como indemnización haya que pagarlo como impuestos.

La exigencia de responsabilidad y el consiguiente reconocimiento de una indemnización tiene como finalidad recomponer el equilibrio ante un daño individual. Sin embargo, cuando los daños son comunes, cuando se extienden a todos los ciudadanos, se impone encauzar las reparaciones a través de otros principios, cabalmente el de solidaridad que encuentra su formulación más solemne en nuestra condición de Estado social. Por ello, ante tales situaciones catastróficas, será obligado allegar los recursos económicos para hacer realidad esa solidaridad con la que las Administraciones públicas se juegan su razón de ser. Ello no excluirá que, ante desequilibrios específicos, ante lesiones gravemente injustas individuales de grosero mal funcionamiento administrativo que no se deben soportar, pueda articularse una petición concreta. Los organismos públicos irán con prudencia delimitando caso a caso las situaciones.

Por el contrario, creo más oportuno atender a las otras relevantes facetas de la responsabilidad. De manera especial, la responsabilidad disciplinaria de autoridades y empleados públicos. Ejemplo meridiano sería una de las más bochornosas situaciones que hemos conocido: la adquisición de material médico averiado para hacer frente al virus. A mi juicio, debería abrirse con celeridad una investigación para depurar las responsabilidades disciplinarias.

Desde antiguo, la normativa que regula los contratos administrativos ha precisado la exigencia de responsabilidad que se demandará a aquellas autoridades o empleados que causen daños a la Administración o a los particulares en su actuación, así como cuando incumplan las previsiones de esta normativa. Sospecho que esta situación tendrá algo que ver con la generalización de nombramientos de altos cargos que poco o nada saben de la Administración dejando de lado, en esa discrecionalidad de la que presume el Gobierno, a los funcionarios que han superado oposiciones públicas y cuentan con experiencia en el servicio a los intereses generales.

En fin, y lo más importante, considero que debemos exigir la responsabilidad política de los gobernantes. Porque son varias las dudas sobre la corrección constitucional de las medidas adoptadas: una declaración de alarma que limita derechos sin una mínima ponderación de las situaciones que obliga a estar adoptando parches cada día; asistimos a un incomprensible entorpecimiento del funcionamiento de las Cortes y de los mecanismos de control del Gobierno; conocemos de censuras a periodistas o cercenamiento de la libertad de información… ¿nunca contaremos los españoles con un presidente del Gobierno que, como vemos ocurre en los países europeos, pueda mantener una rueda de prensa sin conocer previamente sus preguntas, sin censurar?. Y qué decir de las fórmulas de reparto de ayudas que no atienden por igual a todos los españoles, sino que se distribuyen según criterios que generan una notable desigualdad entre quienes viven en unas u otras regiones… Así podríamos seguir entristeciéndonos por unas decisiones que se están adoptando y que merecerían un análisis previo mínimamente riguroso para acreditar su legalidad, proporcionalidad y, sobre todo, sensatez.

Es tiempo de unidad ante la pandemia, tiempo de solidaridad y tiempo de exigir y de actuar con responsabilidad: ¿es esto pensar en lo excusado?