El viejo dilema: ajustes o reformas. (Reflexiones sobre el sector público) y la pandemia

“Ajuste fiscal no equivale a reforma y, sin reforma, las medidas de ajuste, tienden a empeorar la calidad de la gestión pública”

(Koldo Echebarría, “Crisis fiscal y empleo público en España: algunos datos para la reflexión”, Revista Aragonesa de Administración Pública número monográfico XIII, p. 63).

El frenesí normativo, una vez más, se ha apoderado del BOE. No hay día que no aparezcan nuevas medidas normativas. Y la producción de decretos-leyes ya está en los dos dígitos desde el pasado domingo. La máquina de producir “leyes” y “reglamentos” se acelera. Sin embargo, en esta borrachera normativa falta por llegar la resaca “pública”: un paquete de medidas que afronte lo que ya aflora sin pudor en la inquietud social y nadie responde. ¿Seguirá el Gobierno sin adoptar ni una sola medida que suponga afectación retributiva a quienes perciben todos los meses sus salarios de las instituciones del sector público?, ¿podrá mantener el Gobierno esa política de esconder el bulto durante mucho tiempo más?; ¿se mantendrán igual las pensiones más altas? Preguntas que habrán de recibir algún día las correspondientes respuestas, también gubernamentales.

Es obvio que el cierre de actividades está comportando el empobrecimiento de amplios colectivos de la población, y las consecuencias mediatas serán aún peores. Las arcas públicas se van a quedar sin recursos en muy poco tiempo. La caída de ingresos fiscales se augura excepcional, como la crisis de la que nace. Pero, mientras tanto, se mantienen más que activos los servicios públicos esenciales, a medio gas o parados los no esenciales, se siguen abonando sus nóminas mensuales, como no puede ser de otro modo, a decenas de miles de personas que viven de la actividad política y de sus aledaños (representantes, cargos públicos, cargos institucionales, cargos ejecutivos, asesores, etc.), así como a millones (aproximadamente, tres) de empleados públicos de toda condición (burócratas, profesores, sanitarios, policías, personal del sector público empresarial, etc.). Esto es la normalidad, pero la situación no lo es. La Administración, mientras tanto, mirando para otro lado: el Ministerio de Política Territorial y Función Pública reconoce lo que ya sabíamos, los empleados públicos que estén en casa “cruzados de brazos” no tienen que recuperar los días, cobrarán todas las retribuciones íntegras como si hubiesen estado trabajando. El RDL 10/2020 sólo se aplica a “los trabajadores por cuenta ajena”, no a los funcionarios ni empleados públicos.

No deja de ser paradójico que, mientras en el ámbito privado, por sólo poner algunos ejemplos, se habla de centenares de miles de expedientes (de momento, temporales) de regulación de empleo (que se transformarán pronto en millones de despidos), de bancarrota financiera de miles de empresas, de decenas o centenares de miles de autónomos que están arruinados o al borde la ruina, no haya existido hasta la fecha apenas ni una muestra de ejemplaridad solidaria por parte de las instituciones del sector público y de sus representantes, ni tampoco del sector público, rebajándose el sueldo o aportando parte del mismo a los colectivos más necesitados. Tampoco siquiera para hacer transferencias financieras y retribuir con un complemento transitorio a todos aquellos servidores públicos de sectores estratégicos que se están dejando la vida en este empeño, y merecen (piénsese en el personal sanitario), cuando menos, esa compensación tangible añadida a la emocional de todos los días. No creo que se puedan justificar esas diferencias de trato en estos momentos, menos en motivos meramente formales (aplicación TREBEP).

El Gobierno, hasta ahora, no ha movido un dedo en esa dirección. Desconozco por qué. Quizás no quiere dar, por ahora, peores noticias. O tal vez está esperando a ver cómo van las negociaciones europeas. Los soñados “coronabonos” serían una excelente buena nueva para quienes nos gobiernan, sobre todo porque quedarían exentos de la condicionalidad que requieren otros sistemas de financiación, más ortodoxos (como el MEDE, del que no se quiere oír ni hablar). Podrían, así, seguir gastando alegremente en algunas de sus políticas populistas, mantener unas estructuras políticas y burocráticas elefantiásicas teñidas de clientelismo, continuar con los miles de chiringuitos que pueblan un sector público que se asemeja en ocasiones a la cueva de Alí Babá, así como continuar alimentando la ineficacia e ineficiencia que nos corroe, y dejar para mejor momento (esto es, para nunca) las profundas e inaplazables reformas estructurales que el país necesita (sistema de pensiones, rediseño institucional, revolución digital y tecnológica, administración pública, sistema judicial, sistema educativo y de salud, empleo público, nuevo régimen climático, etc.).

Con toda franqueza, pero también con toda crudeza y con todo dolor (por nuestra impotencia), lo peor que nos puede pasar es que, frente al imparable endeudamiento y empobrecimiento del país, que ya nadie puede ocultar, nos presten decenas o centenares de miles de millones de euros sin ningún tipo de condicionalidad. Eso podrá resolver alguna inmediatez y sobre todo aliviar al Gobierno, tal vez paliar instantáneamente los efectos duros de la crisis, pero nos conducirá inexorablemente, si no se hacen reformas profundas, a un escenario todavía más atroz a medio/largo plazo. Si se quieren dar señales efectivas de responsabilidad fiscal, y que nos tomen en serio en Europa, hay que emprender decididamente la senda de las reformas. No se puede malgastar ni un euro público a partir de ahora. Es una cuestión no sólo de responsabilidad, sino existencial. La corrupción, en todas sus variantes, debe perseguirse radicalmente. La integridad pública y la transparencia incrementarse. La rendición de cuentas ser efectiva, y no cosmética.

El problema es que vuelvan las viejas recetas. Y el problema reside también en que no se ha aprendido nada de la larga y dolorosa crisis pasada. Durante y desde la última y durísima crisis, no he hemos hecho acopio, sino dispendio. El déficit público en 2019 vuelve a desbocarse (2,7 % del PIB). Y de la deuda pública, ni hablemos. Los tres dígitos los pasaremos pronto (si no están ya superados: algunos ya hablan de que alcanzaremos el 120 % del PIB), endosando a las generaciones futuras (¿son conscientes?) un país mucho más pobre y con menor futuro. Ya lo decía Peter Drucker, lo peor que se puede hacer es que las pretendida “soluciones” de hoy, se transformen en los problemas del mañana. Así seguimos, trampeando constantemente. Con alegría y sin responsabilidad. Huyendo hacia ninguna parte. Mirando el corto plazo de esta política amnésica, que ha olvidado completamente la visión estratégica (Innerarity) y se mueve en el regate corto y sectario.

Y mucho me temo que las viejas recetas volverán. Intuyo que los países (ricos) del norte de Europa (salvo que la catástrofe del COVID-2019 se generalice) querrán aplicar condicionalidades dolorosas para cualquier préstamo. Habrá que negociar muy duro, y no será nada fácil. La brutal caída del turismo (entre otros muchos sectores afectados: construcción, transportes, servicios, etc.) va dejar a la economía española (y a las arcas públicas) temblando.

Si detenemos la mirada en el sector público, el escenario peor no será solo la reducción salarial (que cabe dar por descontada), que debiera ser escalonada y proporcional (dejando incluso fuera, en un primer estadio, al personal de servicios esenciales, que bastante tiene con su excepcional compromiso público), lo más preocupante es que luego vengan las recetas de siempre que nada arreglan. La maldita y disfuncional tasa de reposición de efectivos y otros remedios de ortodoxia presupuestaria retornarán de nuevo a escena (¿qué ahorro supone realmente en el ejercicio presupuestario?: ya se lo anticipo, pírrico o ninguno), con sus letales consecuencias en materia de crecimiento inusitado de la temporalidad (¿más aún?), obviando la doctrina (que ya forma parte de “otra época”) de la reciente STJUE de 19 de marzo (que fue dictada sin tener en cuenta que las crisis económicas en España devastan las cuentas públicas y congelan las pruebas de acceso). Esas medidas comportarán, además, el cierre a cal y canto de las ofertas de empleo público, lo que acarreará un empleo público más envejecido aún y menos adaptado a las exigencias de la inaplazable revolución tecnológica, amortizaciones masivas de vacantes por jubilaciones en masa, así como con la suspensión o modificación de acuerdos y convenios colectivos (cuando los indicadores económico-financieros de las entidades públicas se vean, que se verán, literalmente rotos), y afectación radical de las condiciones de trabajo de los empleados públicos. Los sindicatos del sector público protestarán con su voz falsamente enérgica y endogámica, pero viendo el escenario devastador que les rodea no creo que vayan mucho más lejos. No tienen autoridad moral.  Menos ahora. Ello son parte del problema, y no de la solución. Al menos, mientras no cambien radicalmente de estrategia.

Hace siete años, puede parecer una eternidad, Koldo Echebarría, actualmente Director General de ESADE, escribió un lúcido artículo al que conviene retornar en estos momentos, al menos a sus conclusiones recogidas en las páginas 45 y 46 http://bibliotecavirtual.aragon.es/bva/i18n/catalogo_imagenes/grupo.cmd?path=3712797

El dilema que entonces planteaba este autor se resolvió desgraciadamente mediante el peso dominante de los ajustes y el abandono real de la política de reformas. Si se continúa por esa senda, lo que se debería hacer tampoco se hará ahora, desgraciadamente, salvo que nos lo impongan. Parece que somos incapaces de llegar a pactos de Estado. Y, por tanto, mejor esperar (terrible escenario) a que nos pongan condiciones leoninas desde fuera, dada nuestra impotencia política populista (se mire donde se mire) para imponerlas. Una crisis es también, independientemente de su gravedad, como es en la que ya estamos inmersos, una ventana de oportunidad para llevar a cabo una política de reformas, en estos momentos más necesarias que nunca. Si ahora no se hacen reformas radicales, no se harán nunca. Lo peor que nos puede pasar es que, como se llevó a cabo durante la crisis que se inició en 2008-2010, sólo se hagan ajustes y ninguna reforma realmente seria; las escasas reformas que se adoptaron, entonces, no fueron estructurales, sino contingentes, marcadas por la necesidad de aflorar recursos públicos o racionalizar (esto es, reducir ad infinitum) el gasto público, más que ordenar el sector público. Pan para hoy y hambre para mañana. Se ha visto con los brutales recortes de la sanidad. Además, desde 2015 no se ha hecho reforma de ningún tipo, ni siquiera contingente. Han pasado cinco años y ahora nos miramos de nuevo en el espejo y observamos lo que nunca nos gusta ver: un país empobrecido y con muy escasa o nula (de momento) capacidad de pacto transversal y de reacción político-institucional.

¿Seremos esta vez capaces de hacerlo bien? Nunca mejor dicho, nos va la vida y el futuro en ello. Aprendamos algo de lo que no supimos hacer entonces. O, en su defecto, habrá que comenzar a pensar que las desgracias que nos están pasando obedecen en buena medida a nuestra estupidez política, pero también a nuestra estulticia, social y ciudadana. Me resisto a creer que ello sea así. Al menos por el vigor instantáneo y la solidaridad que la población está mostrando. ¿Estará a la altura la clase política de este monumental empeño? Pronto lo sabremos.