Derecho de excepción y control al Gobierno: una garantía inderogable

La pandemia causada por el coronavirus ha llevado a nuestro país a una situación de emergencia que ha reclamado medidas excepcionales. Ya no era posible seguir actuando a través de los poderes ordinarios. Las primeras medidas que se adoptaron estiraron hasta casi desbordar la cobertura jurídica que daban normas como la LO 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, y alguna legislación autonómica. El Gobierno de España finalmente, como es sabido, tuvo que recurrir al art. 116 CE, desarrollado por la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio –en adelante LOEAES-. Así, el 14 de marzo el Gobierno dictaba el Real Decreto 463/2020, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, posteriormente prorrogado con autorización del Congreso el 27 de marzo por otros quince días y, anteayer, por otros quince más. En el mismo se adoptan un amplio abanico de medidas que nos sitúan fuera de la “normalidad” constitucional, lo que suscita varias preguntas: ¿hasta qué punto el ordenamiento constitucional da cobertura jurídica a las mismas? ¿ha acertado el Gobierno con la forma jurídica que ha dado a este estado de alarma? Y, en última instancia, ¿qué garantías deben mantenerse?

Pues bien, como se ha dicho, la Constitución de 1978 contempla un Derecho constitucional de excepción, el cual, como no podría ser de otro modo en un Estado de Derecho, enmarca el ciceroniano salus populi suprema lex esto sujetándolo a límites y garantías. En concreto, la Constitución prevé tres posibles estados para afrontar estas situaciones de emergenciaalarma, excepción, y sitio, cuya declaración exige determinar el ámbito territorial, los efectos y, en su caso, la duración dentro de los límites constitucionales. Además, cuanto mayor sea la gravedad del estado en el que nos encontremos, mayor es la participación que le corresponde al Congreso de los Diputados. Se trata de un claro contrapeso institucional que además dota de legitimidad democrática a la medida. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el acuerdo por el que se declara o prorroga alguno de estos estados tiene fuerza de ley (ATC 7/2012, de 13 de enero, y STC 83/2016, de 28 de abril). Y es que los mismos introducen “excepciones o modificaciones pro tempore” al ordenamiento jurídico (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 9). Ahora bien, todas las medidas deberán responder a los principios de necesidad y de proporcionalidad y sólo podrá recurrirse a ellos cuando fuera imposible dar respuesta a la crisis mediante los poderes ordinarios (art. 1 LOEAES).

Las causas que justifican declarar cada uno de los estados no las especifica la Constitución, sino que nos tenemos que buscarlas en la Ley Orgánica. La misma, como ha apuntado Cruz Villalón –aquí-, parece alejarse de una visión gradualista y ha configurado tres estados excepcionales “como institutos de respuesta a tres emergencias cualitativamente distintas”. El estado de alarma se habría “despolitizado” y habría quedado para combatir catástrofes naturales o tecnológicas, crisis sanitarias, o para supuestos que comportaran “paralización de servicios públicos esenciales” o “situaciones de desabastecimiento” (art. 4 LOEAES). El estado de excepción estaría previsto entonces para crisis de orden público, sin que el estado de alarma tenga que ser una antesala del mismo. Ahora bien, comparto con F. J. Álvarez García (Estudios Penales y Criminológicos, n. 40, 2020, pp. 1-20), que el concepto de orden público no ha de circunscribirse a la idea de “tranquilidad en la calle”, asociándolo a graves desórdenes públicos, sino que debe asumirse un concepto de orden público constitucional más amplio, vinculado a la “participación activa de los ciudadanos en la totalidad del orden constitucional”. De tal manera que, como prevé la propia LOEAES, aquellas circunstancias que puedan comprometer gravemente el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas o el de los servicios públicos integrarían esa idea de orden público que justifica la declaración de un estado de excepción. Por último, el estado de sitio queda restringido a circunstancias de insurrección o fuerza que buscan la ruptura del orden constitucional.

Es por ello que, a mi entender, a la hora de valorar si debe declararse un estado de alarma o de excepción ante determinadas circunstancias que hicieran “imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios” (art. 1.1 LOEAES) hay que atender más a la naturaleza de las medidas que se quieren adoptar, considerando aquí sí a una visión “gradualista”, que a una “artificial” diferenciación entre situaciones con origen natural o humano vinculadas -o no- a alteraciones de orden público (F. J. Álvarez García, ob. cit.). Una catástrofe o una epidemia, igual que una huelga, tanto pueden justificar un estado de alarma como de excepción en función de la alteración que estás puedan provocar y, sobre todo, de las medidas que sea necesario adoptar para afrontarlas. Sobre todo porque la Constitución no ha especificado los presupuestos habilitantes, por así llamarlos, para la declaración de estos estados, pero sí que ha introducido una regla clara en el artículo 55.1 CE en relación a sus efectos, según la cual, en palabras del Tribunal Constitucional, “[a] diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 8). Por tanto, si es necesario “suspender” y no sólo “limitar” un derecho fundamental no se podrá recurrir al estado de alarma.

De tal suerte que, a la luz de lo visto, las dos preguntas claves para valorar la opción del Gobierno por el estado de alarma y no por el de excepción ante la epidemia del coronavirus serían: la primera –para saber si podía decretarse el estado de excepción-, ¿el coronavirus ha generado una situación que comprometa gravemente el ejercicio de los derechos fundamentales y un servicio público como la sanidad integrados en esa idea de orden público constitucional? Y, la segunda, ¿la sedicente medida de “limitación” de la libertad de circulación prevista en el art. 7 del Decreto que declara el estado de alarma es una restricción del derecho fundamental o estamos ante una suspensión del mismo? En mi opinión la respuesta a la primera pregunta sería que, desde el momento en el que los ciudadanos no pueden ejercer libremente sus derechos por riesgo de contagio y que la extensión del virus provoca un peligro de colapso del sistema sanitario, se ve gravemente comprometido el orden público constitucional y estaría justificado declarar el estado de excepción. No es que sea necesario, pero es una posibilidad constitucional toda vez que, además, no es suficiente actuar mediante las potestades ordinarias, según lo ya dicho. Además, si se decreta este estado, tampoco quiere decirse que tengan que adoptarse todas las medidas que la ley permite. Por ejemplo, en una situación como la actual sería un disparate suspender el secreto de las comunicaciones. Y, en cuanto a la segunda pregunta, a diferencia de lo que han concluido otros colegas (entre otros Presno Linera –aquí-, Arman Basurto e Íñigo Bilbao –aquí– o Francisco Velasco –aquí-), entiendo que nos encontramos ante un supuesto de suspensión general de la libertad de circulación, que arrastra además la de otros derechos fundamentales como el de reunión o el de manifestación (en este sentido también F. J. Álvarez García, ob. cit.). Hoy, en España, por mor del estado de alarma, está prohibido celebrar manifestaciones (art. 22.1 LOEAES), aunque no se diga expresamente. Y el decreto del estado de alarma al establecer que “las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público” para realizar ciertas actividades muy específicas está, en definitiva, suspendiendo el derecho con ciertas excepciones. La prohibición de circulación con posibilidad de que se fije el “itinerario a seguir” recogida en el art. 20 LOEAES para el estado de excepción se parece bastante a las causas que justifican poder salir del confinamiento según el real decreto. Por el contrario, restricciones condicionadas al cumplimiento de requisitos o límites como los que prevé el art. 11.a LOEAES para el estado de alarma serían, por ejemplo, si pudiéramos circular pero con mascarilla y guantes, o, como me decía un alumno en un reciente seminario, el clásico toque de queda circunscrito a determinadas horas.

Aún más, estamos viendo excesos de celo policiales cuando se impide el desarrollo de actos de culto como los que muestran estas noticias en Sevilla –aquí– o Cádiz –aquí-, que evidencian como la libertad religiosa se está viendo también comprometida. De hecho, puede incluso dudarse de si estaría justificado que una persona saliera de casa para asistir a uno de estos actos de culto, que en principio están permitidos siempre y cuando se realicen con las debidas garantías (art. 11 Real Decreto 463/2020).

En todo caso, sobre esta segunda cuestión parece que la última palabra la tendrá el Tribunal Constitucional. Al final, como hemos visto, en un Estado de Derecho incluso en momentos de excepción quienes ejercen el poder han de estar sujetos al Derecho y, por tanto, a la revisión de sus decisiones por los tribunales, en este caso por el Constitucional.

Más allá, en relación con las debidas garantías no sólo jurídicas sino también institucionales, me preocupa especialmente la inoperancia del Congreso en su función de control y el pasotismo gubernamental a la hora de dar cuenta de su gestión. En unas circunstancias como las actuales es precisamente cuando el Gobierno tiene un deber cualificado de responder en sede parlamentaria y las Cortes Generales han de poder ejercer con plenitud su función de control al Gobierno para fiscalizarlo. La Constitución también es terminante en este punto y afirma con rotundidad que el principio de responsabilidad del Gobierno mantiene su vigencia cuando se declara alguno de los estados de emergencia (116.6 CE). Como consecuencia de ello, prevé que no se pueda disolver el Congreso y que si no estuviera en período de sesiones quedarían automáticamente convocadas (art. 116.5 CE). Pues bien, ello contrasta con la suspensión de la actividad parlamentaria acordada por la Presidenta del Congreso aquí, que ha quedado reducida a su mínima expresión (prórroga del estado de alarma, convalidación de decretos-leyes y sesiones de control al Ministro de Sanidad en la correspondiente comisión), y con el compromiso del Gobierno de informar sobre las medidas que adopte. Es cierto que las exigencias sanitarias imponen límites que dificultan el normal desarrollo de la actividad parlamentaria y, de hecho, no es solo un problema al que se enfrente el Parlamento nacional, sino que en el ámbito autonómico se está reproduciendo esta polémica. Pero es precisamente el Congreso de los Diputados el que tiene que realizar en este extremo un mayor esfuerzo habida cuenta de la singular posición constitucional que ocupa. Estando declarado uno de los estados de emergencia el control parlamentario al Gobierno de la Nación es una garantía inderogable e inexcusable. Las comparecencias televisivas del Presidente –para colmo con preguntas capadas- y las ruedas de prensa de sus ministros –o de los casos de altos cargos- no pueden sustituir el debate y escrutinio parlamentario. Los problemas técnicos o logísticos, o la falta de previsión normativa son excusas de mal pagador. Como han sostenido el profesor Aragón Reyes y otros académicos –aquí-, hay que ser creativos, imaginativos para hallar fórmulas que permitan desarrollar la actividad parlamentaria. Y, sobre todo, una Presidenta del Parlamento debe erigirse en la mayor defensora de las prerrogativas de éste, no en el baluarte del Gobierno. Qué lejos nos queda el speaker británico enfrentándose al Primer Ministro cuando quiso suspender las sesiones parlamentarias para evitar que lo controlaran con el Brexit. Qué lejos quedan las razones que daba Pedro Sánchez cuando estaba en la oposición y el entonces Presidente Mariano Rajoy se oponía a ser controlado por estar en funciones –aquí-. Recientemente se titulaba un reportaje sobre esta cuestión “tarjeta roja al Gobierno y a Batet” –aquí-, no sé si tarjeta roja, pero cuando menos amarilla ya muy teñida al naranja sí que es. Porque, como ha titulado Carlos Vidal, “El Congreso no puede hibernar” (El Mundo, 6/04/2020).