El derecho penitenciario y la prevaricación (en tiempos de coronavirus)

Recientemente se ha tenido noticia del requerimiento cursado por la Sala Segunda del Tribunal Supremo a las prisiones catalanas en las que extinguen su pena los condenados en la causa especial del “Procés”. Dicho requerimiento, en términos sucintos, obliga a las correspondientes Juntas de Tratamiento Penitenciario de remitir al Alto Tribunal los acuerdos, así como la identidad de los funcionarios que los suscriban, por los que se excarcelen a tales condenados para el “cumplimiento” de la pena en sus respectivos domicilios. Ello, como consecuencia de la expansión del COVID-19 dentro de nuestras fronteras.

Las competencias en materia penitenciaria se encuentran transferidas a la Comunidad Autónoma de Cataluña, como es bien sabido. Sin embargo, y con carácter excepcional, tras la instauración del Estado de Alarma por Real Decreto de 14 de marzo del año en curso, cualquier decisión en materia sanitaria que pueda incidir en los presos queda sujeta a lo que decida el Gobierno, a través del Ministerio del Interior. A tal efecto, y con el fin de evitar la propagación del virus en las prisiones, una orden de Interior (fechada el 15 de marzo), en desarrollo del Real Decreto, prohibió los permisos y las comunicaciones con los internos, aunque aumentando las posibilidades de realizar llamadas telefónicas en contrapartida. Se trata de una suerte de “recentralización temporal” de la competencia por razón de salud pública.

El artículo 72 de nuestra vigente Ley Orgánica General Penitenciaria (LO 1/1979) establece que el cumplimiento de las penas privativas de libertad se producirá conforme a un régimen individualizado de grados penitenciarios. El denominado tercer grado, penúltimo dentro del tratamiento (el último grado es la libertad condicional), es objeto de desarrollo en el Reglamento Penitenciario (Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero), artículos 100 y siguientes. Dicho régimen permite a los penados salidas habituales de los centros con el fin de cumplimentar labores o actividades de naturaleza social o reparadora.

En concreto, merece destacarse el apartado segundo del artículo 100, en el que la Conselleria de Justicia (de la que dependen Instituciones Penitenciarias en la Comunidad Autónoma), pretende fundamentar tal decisión de excarcelación. El precepto dispone lo siguiente:

Con el fin de hacer el sistema más flexible, el Equipo Técnico podrá proponer a la Junta de Tratamiento que, respecto de cada penado, se adopte un modelo de ejecución en el que puedan combinarse aspectos característicos de cada uno de los mencionados grados, siempre y cuando dicha medida se fundamente en un programa específico de tratamiento que de otra forma no pueda ser ejecutado.  Esta medida excepcional necesitará de la ulterior aprobación del Juez de Vigilancia correspondiente, sin perjuicio de su inmediata ejecutividad.

Como puede establecerse de una pausada lectura del precepto, no se contempla la posibilidad de excarcelar a preso alguno para un cumplimiento de la pena en su domicilio. Tal decisión carece de cualquier sostén legal y reglamentario, pues se trataría de una libertad encubierta que quebranta por un lado el tratamiento penitenciario a seguir como consecuencia de una pena privativa de libertad impuesta en sentencia condenatoria, y por otro lado el control judicial de la misma correspondiente al Juez de Vigilancia Penitenciaria y al Tribunal sentenciador. Es cierto que se habilita a la Junta de Tratamiento, vía informe del Equipo Técnico, para establecer un modelo de ejecución de la pena flexible. No obstante, no se contempla esa circunstancia de excarcelar que se plantea desde las Instituciones Penitenciarias catalanas.

Ante el posible y, en tal caso, deliberado quebrantamiento del artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario, en relación con el artículo 72 de la LOGP, la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha requerido a las Juntas de Tratamiento la remisión de los acuerdos en los que eventualmente se acordase (si es que no ha sido acordada ya) aquella excarcelación, por ser susceptible de constituir un delito de prevaricación administrativa del artículo 404 del Código Penal.

La prevaricación, en un breve resumen, supone la adopción por parte de una autoridad o funcionario público de una resolución injusta, contraria al ordenamiento jurídico en su integridad. Abarca el tipo, por tanto, resoluciones sujetas al Derecho administrativo, quedando excluidas las que versen sobre cuestiones regladas por el Derecho privado (STS núm. 281/2019, de 30 mayo). Adicionalmente, tales resoluciones han de ser manifiestamente ilegales (STS 773/2014, de 28 de octubre).

En cuanto al elemento subjetivo, se requiere que la resolución sea dictada con la finalidad de hacer efectiva la voluntad particular de la autoridad o funcionario, y con el conocimiento de actuar en contra del Derecho, como pone de manifiesto la STS núm. 600/2018 de 28 noviembre.

Así, la STS 363/2006, de 28 de marzo, recuerda que el delito de prevaricación tutela el correcto ejercicio de la función pública de acuerdo con los principios constitucionales que orientan su actuación: “Garantiza el debido respeto, en el ámbito de la función pública, al principio de legalidad como fundamento básico de un Estado social y democrático de Derecho, frente a ilegalidades severas y dolosas, respetando coetáneamente el principio de última ratio en la intervención del ordenamiento penal

A efectos probatorios tal acuerdo resulta imprescindible para, por un lado, constatar la comisión del hecho delictivo; y por otro, acreditar quiénes son los funcionarios públicos que por sí o como parte integrante de un órgano colegiado, han adoptado esa resolución de manera deliberada en contra de la legalidad y sin la autorización del Tribunal Supremo como Tribunal sentenciador.