Apuntes para líderes confinados
Un mes después de la declaración del estado de alarma por la pandemia del COVID-19 seguimos acumulando ruedas de prensa de elevados propósitos y magros resultados, mientras la edición especial del BOE que recopila las normas dictadas en éste tiempo ocupa ya 600 páginas. Se amontonan en el diario oficial más de cien normas de ámbito estatal para hacer frente a la crisis, desde los imponentes reales decretos, como el RD 463/2020 que decretó la alarma, fuente de excepción y restricción de derechos, hasta las humildes y burocráticas Resoluciones dictadas por todo tipo de autoridades y organismos. Un frío, gris y burocrático retrato de este mes de pesadilla que tiene la virtud de mostrar con precisión quirúrgica el proceso de toma de decisiones políticas seguido desde la eclosión oficial del Covid-19: todas decisiones unilaterales del Gobierno bajo el paraguas de los poderes extraordinarios que le otorgan el art. 116 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio.
En términos jurídicos es discutible este modo de conducirse. Pero, más allá de vacilaciones, retrasos y rectificaciones que se verán con más claridad cuando se despeje la bruma del campo de batalla, resulta forzoso reconocer que frente a un enemigo invisible y desconocido que ha paralizado el mundo sin manual de instrucciones, estas semanas de vértigo encajan en las que el art. 1-1 de la Ley Orgánica 4/1981 denomina: circunstancias extraordinarias que hacen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes.
Lo cierto es que, dotado de poderes extraordinarios, el Gobierno se ha manejado en la más estricta soledad. En términos políticos no era el único camino, pero fue el elegido, buscando la aprobación de sus decisiones a posteriori o en momentos cuasi inmediatos a su anuncio público y con muchas más horas dedicadas a la construcción del relato y a la comunicación de sus actos que a la búsqueda de su respaldo político y social. Si algo ha quedado claro tras el bronco pleno del Congreso del pasado jueves es que ese camino ha tocado a su fin. La solicitud de prórroga del estado de alarma salió adelante con 270 votos a favor, pero las mayorías para aprobar los tres Decretos con medidas económicas y sociales complementarias han sido mucho más exiguas. Y en el caso de la convalidación del RD Ley 11/2020 de medidas urgentes en el ámbito social y económico los votos favorables (171) fueron inferiores a las abstenciones (174). Anticipo de futuras derrotas parlamentarias si la mayoría gobernante sigue caminando sola; la fractura política amenaza con hacerse irreversible en el peor de los momentos posibles.
Por otra parte, la manera en que ha sido recibido el ofrecimiento del Presidente Sánchez de unos nuevos Pactos de la Moncloa, con la honrosa excepción de Inés Arrimadas y Ciudadanos, demuestra que desandar ahora el camino de aquella soledad buscada no resultará nada sencillo y requerirá unos esfuerzos que dudo se estén haciendo. Desde luego, empezar a compartir la toma de decisiones (incluso las que se cobijan bajo un desconocido Comité Científico) no puede demorarse más si se pretende sinceramente algún acuerdo político o social. Si la fuente de conocimiento de los pasos que va dando el Gobierno, muchos de ellos imprevisibles, sigue siendo el BOE para partidos y agentes sociales, que el Gobierno no pretenda reclamar unidad y lealtad.
Dada la referencia permanente a los Pactos de la Moncloa, conviene recordar que aquél gran acuerdo, clave para el éxito de la Transición, fue sólo un hito dentro de un proceso que se había iniciado bastante antes. Todas las fuerzas políticas que firmaron los pactos el 27 de Octubre de 1977 venían de celebrar las elecciones generales del 15 de Junio de 1977, primeras elecciones democráticas desde la 2ª República, en las que ya había participado el recién legalizado PCE, hasta ese momento hegemónico en la oposición clandestina a la dictadura franquista. Durante mucho tiempo tanto su legalización como su participación en esas elecciones estuvieron en el aire. Las bases de su integración en la naciente democracia española acumulaban horas y horas de discretísimos contactos, culminados con el que seguramente fue el encuentro clave: la reunión entre Santiago Carrillo, Secretario General de un todavía ilegal Partido Comunista de España, y Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno, en el chalet del abogado José Mario Armero a las afueras de Madrid el 27 de febrero de 1977.
En aquella minimalista reunión de seis horas brotó el elemento clave sobre el que se cimentaron los acuerdos que estaban por venir: la confianza entre Carrillo y Suárez, la seguridad de que aún siendo rivales políticos muy distanciados ideológicamente, en aquél momento histórico, compartían un objetivo político que sin duda les transcendía, pero en cuya consecución los dos eran imprescindibles. Uno aportando la legitimidad necesaria al proceso que nacería de aquellas primeras elecciones democráticas, y el otro impulsando la legalidad que necesitaba el PCE para incorporarse como un actor más del juego democrático.
La discreción, profundidad y eficacia de aquel encuentro es un ejemplo de cómo construir un verdadero “pacto iceberg” capaz de imponerse a una realidad llena de obstáculos.
Otra referencia histórica se ha vuelto recurrente de la mano de épicas metáforas bélicas: la figura más plagiada últimamente es la de Winston Churchill. Su discurso en los Comunes del 13 de Mayo de 1940, dos días después de haber tomado posesión -aquél en el que manifiesta no poder ofrecer otra cosa más “que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”- ha sido citado por el Presidente Sánchez y por Pablo Casado reiteradamente. Pero nadie se convierte en Churchill por repetir sus frases enfáticamente. Ambos deberían recordar que lo primero que hizo Sir Winston tras su nombramiento fue formar un gobierno de amplio espectro con representación de todos los partidos, incorporando de forma inmediata al reducido gabinete de guerra de cinco miembros a su detestado Chamberlain y a los lideres de la oposición laborista; de hecho, Clement Attlee, el líder laborista, fue su Viceprimer Ministro en el gobierno de coalición. Attlee, apodado “el pigmeo”, una figura muy a tener en cuenta, se ocupaba de la política doméstica y de mantener a pleno rendimiento la maquinaria de guerra, mientras Churchill trazaba la estrategia y mantenía la moral de la nación con su poderosa oratoria.
Nuevamente la confianza entre dos líderes en apariencia antagónicos permitió, en este caso al Reino Unido, superar sus horas más difíciles, y a ambos afianzar sus liderazgos. Churchill ganó la guerra, pero Attlee ganó las elecciones celebradas a su conclusión y gobernó durante los siguientes seis años.
Para los que piensen que permanecer en la oposición esperando al fracaso del rival es la mejor táctica para llegar al poder, ahí tienen al sensato Attlee como prueba de lo contrario. Y es que en situaciones críticas de la magnitud de la que afrontamos, o formas parte de la solución o te conviertes en un problema. Algo que la oposición no debiera olvidar, al menos la que se sitúa en los márgenes interiores de lo que se viene denominando constitucionalismo, y está en disposición de facilitar mayorías parlamentarias por si misma.
Esta semana que iniciamos puede ser un punto de no retorno si fracasan las anunciadas reuniones del Gobierno y los distintos partidos. El inventario de dificultades que se oponen a esa unidad política que tanto se invoca podría ser interminable, pero no son momentos para regodearse en el deber ser, sino en el ser; en lo que forzosamente tiene que ser. Porque con la atenuación del confinamiento y el levantamiento del estado de alarma, aunque resulte paradójico, se iniciará una etapa menos cruda pero más compleja, difícil y duradera: la que ya se ha bautizado como la de “la reconstrucción económica y social”. Hasta la fecha se han adoptado muchas medidas de urgencia en los más diversos ámbitos: sanitario, económico, social, laboral…muchas de ellas, sin el consenso necesario. Pero ahora se trata de adoptar un enfoque no tanto coyuntural sino estructural con el objeto de hacer frente a una crisis sin precedentes que impactará con fuerza en nuestra economía, también en nuestros hábitos sociales y en nuestras instituciones.
Recordaba el profesor Fuentes Quintana en su presentación de los Pactos de la Moncloa que “las soluciones a los problemas económicos nunca son económicas, sino políticas”. Conviene recordarlo y advertir que ,sin un consenso político amplio sobre las medidas a implementar y unas mayorías parlamentarias sólidas que las apoyen, los próximos meses pueden volverse durísimos. La solución de un gran pacto político nacional, seguido de un gobierno de amplia base con ese pacto como hoja de ruta, parece lo ideal; pero ya sabemos que en política, las más de las veces, lo mejor es enemigo de lo posible, así que cualquier otro formato podría ser aceptable siempre que se garanticen mayorías parlamentarias transversales y amplias para sacar adelante las reformas necesarias, que además fortalezcan la credibilidad del Gobierno en el complejo marco de la UE y permitan aprobar los Presupuestos que doten económicamente al plan de reconstrucción. Eso ahora mismo sólo parece estar al alcance de dos partidos y dos líderes, ellos lo saben, la sociedad española también y tomará buena cuenta de sus pasos. Pueden esbozarse cuatro ideas sobre las que cimentar el pacto:
- No excluir a ninguna fuerza política a priori. Se trata de reforzar mayorías, no reducirlas o limitarlas. Para el acuerdo importa mas el qué que el quién.
- Marcar como objetivo de lo que reste de Legislatura reconstruir el tejido productivo que resulte dañado y potenciar las redes de solidaridad, reduciendo al mínimo el costo social de la crisis. En definitiva proteger rentas y asegurar la liquidez de las empresas para que puedan continuar con su actividad y mantener el empleo. Cualquier otra agenda política ya sea del Gobierno o de la oposición debería quedar aparcada.
- Aprovechar la fuerza y recursos de una sociedad civil y un tejido empresarial, científico y tecnológico que ha mostrado robustez, capacidad de innovación y adaptabilidad. No se trata de sustituir a la sociedad por un estatismo trasnochado. Una sociedad que se ha demostrado ya plenamente integrada en el siglo XXI no necesita políticas del siglo XIX.
- Poner en el centro de todas las políticas los principios de coordinación y cooperación. Momentos disruptivos como el que atravesamos aceleran determinados procesos históricos y en España desde hace años vivimos atrapados en el dilema integración/desintegración, lo que esta pandemia ha venido a confirmar es que la escala de integración para los servicios públicos esenciales tiene que ser como mínimo nacional, y a ser posible europea. El bochornoso espectáculo de los 17 sistemas autonómicos de acopio y compra de material y equipos de protección, tests o respiradores, ante la incapacidad de un Ministerio de Sanidad reducido a mero cascarón, no puede volver a repetirse. Igualmente ésta crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de contar con sistemas de recogida de datos, información y evaluación rigurosos, homologables y transparentes que guíen la toma de decisiones.
Seguramente que quien haya llegado hasta aquí pensará que pertenezco a la cofradía de los ingenuos, de los convencidos de que nuestros líderes actúan movidos por su bondad intrínseca, cuando la mayoría los considera de la especie de los escorpiones, incapaces de sobreponerse a su naturaleza. Y, sin embargo, no es así. No confío tanto en la virtud como en el instinto de conservación. Porque si algo ha liberado esta crisis es una enorme energía social que se expresa en los balcones, en los supermercados, en los transportistas de guardia, en la titánica tarea de nuestros sanitarios; en la entrega de policías, militares, guardias civiles, bomberos; en los múltiples voluntarios dispuestos a rellenar con imaginación los huecos de unos servicios públicos desbordados; en el talento y la inteligencia colectiva puesta al servicio de la sociedad por nuestro científicos, centros tecnológicos y de investigación, redes de innovación y empresas que se han puesto a producir los bienes que necesitábamos sin esperar a ningún encargo oficial. Toda esa energía está ahora volcada en la fase más aguda de combate del virus, ocupada en salvar vidas y proteger a la sociedad. Pero que nadie dude que esa energía necesitará liderazgo, cauce para seguir movilizada en positivo, alguien que se ponga al frente y traduzca toda esa energía en reformas, en acción positiva de transformación de un sociedad cuestionada en muchos de sus axiomas y costumbres. La pregunta pertinente es: ¿quién se hace cargo de éste liderazgo? Si esa energía no se encauza, lo mas probable es que se vuelva contra los que pudiendo liderarla no quieran o no sepan hacerlo. Ejemplos próximos tenemos de grandes movilizaciones en las calles que al quedar desarticuladas y sin liderazgo probablemente vuelvan su energía contra quien no quiso o no supo traducirla en acción política efectiva.
El mundo al que saldremos después del confinamiento ya no será el mismo. Se han impuesto restricciones a las libertades individuales y nos queda un tiempo de ajustes, sacrificios y obligaciones añadidas para todos. Seguramente que algunos de los controles impuestos de forma temporal se convertirán en estructurales, y en éste escenario emerge un intangible imprescindible para la reconstrucción: la confianza. La confianza desaparecida entre los líderes que permanecen confinados en el confort de los bloques ideológicos en los que se ha dividido la sociedad español. Pero sobre todo, la confianza que para aceptar todo esto los ciudadanos necesitan depositar en sus instituciones y en los que las dirigen, en su capacidad para tomar las decisiones que impone el interés general. Si los lideres políticos son incapaces de fijar objetivos comunes y llegar a los acuerdos necesarios para alcanzarlos, si son incapaces de poner lo común por delante de ideologías e intereses propios, nadie dude de que sufrirán un agudo y natural proceso de pérdida de confianza y deslegitimación social. Y detrás de la deslegitimación de las instituciones de la democracia liberal, la nuestra, ya sabemos lo que viene.
Por eso espero que todos los que invocan a Churchill no sólo le citen, sino que acaben comportándose como él, demostrando liderazgo y capacidad de generar confianza y algunos, incluso, recuerden a Clement Attlee y su victoria electoral de 1945.