Las posibles reclamaciones sobre la decisión de ingreso o no en UCI

Que la profesión de sanitario en general y de  médico en particular es una profesión de alto riesgo con escasas compensaciones profesionales es algo sobradamente conocido, aunque quizás no hasta qué punto. Y no me refiero ahora al riesgo médico derivado de atender a enfermos infectados con medios de protección escasos o inexistentes doblando turno tras turno, ni al psicológico derivado de la dureza física y emocional de la experiencia o de trasladar el riesgo a la propia familia, ni al social de volver a casa y encontrarte anónimos en el ascensor pidiendo que te vayas a vivir a un hotel, sino al jurídico penal y/o patrimonial de constituir, también, la primera línea de combate en las reclamaciones de los enfermos o familiares de enfermos por el defectuoso funcionamiento del sistema sanitario, ya sea real o solo supuesto, porque para una reclamación esto último basta.

Otra cosa que todo el mundo sabe es que esta pandemia está dando mucho trabajo a los médicos, pero también que puede dárselo a los abogados y ulteriormente a los jueces si no nos esforzamos por extremar la prudencia antes de que la cosa se desmadre. Ya hemos tenido algunas experiencias desgraciadas con motivo de la crisis financiera de 2008 y esta que estamos comenzando tiene peor pinta, porque lo que se ha puesto en juego es nada menos que la vida de la personas. Con esto no quiero minusvalorar el sentimiento de dolor y de agravio que están padeciendo las principales víctimas de esta desgraciada situación, sino ponerlo en contexto y abordar la problemática de su posible repuesta jurídica.

Comencemos por un caso que ya ha saltado a la prensa y que narra la Cadena SER en esta noticia: “A nuestra madre se la dejó morir sin darle una última oportunidad “. En ella se narra un supuesto que, desgraciadamente, en estos días ha sido frecuente en muchísimos hospitales españoles. Una señora de 78 años de edad, supuestamente en buenas condiciones, enferma presumiblemente de Covid 19. Se le pide que no vaya al hospital mientras no empeore, pero cuando al final ingresa está ya muy mal. No obstante, no se le traslada a la UCI, básicamente porque no hay plazas para todos y no cumple los requisitos de ingreso preferente, falleciendo a los pocos días. La familia solicita que se investigue si su madre no tuvo opción de ingresar en la UCI por su edad, y que se haga público el protocolo que se sigue en el hospital, que en su opinión contradice la legislación vigente.

Por su parte, en esta otra noticia (“¿Qué se puede denunciar respecto del Covid-19? El Defensor del Paciente lo extracta en 10 pasos“) se nos informa que una asociación de usuarios ha elaborado una guía para informar a los ciudadanos sobre cómo actuar “en su pelea judicial, que está ahora comenzando”. Entre los supuestos contemplados se cita el de las “personas que han muerto esperando un respirador o entrar en UCI porque se ha gestionado mal la lista de espera dentro de la urgencia”.

Los problemas éticos que está planteando esta pandemia son sin duda muy interesantes. Pero uno de los motivos por lo que el Derecho es una disciplina superior a la Filosofía (por lo menos en opinión del gran Chaïm Perelman) es que el Derecho no se puede contentar con fórmulas generales y abstractas, sino que está obligado a “trancher le litige”, es decir, a proponer una solución concreta, a decidir en un caso que tiene nombres y apellidos. Por los mismos motivos, parece entonces que la Medicina también es superior a la Filosofía, porque tiene que decidir a quién se le pone el respirador y a quién no. En consecuencia, antes de revisar los códigos éticos que manejan los/las médicos en estos supuestos, conviene reflexionar un momento sobre las condiciones en que toman estas decisiones. No desde luego en abstracto, apoltronados en un cómoda sala con chimenea en la universidad de Oxford, con un whisky en la mano y una pipa en la boca, después de haber dormido bien y comido satisfactoriamente y antes del preceptivo paseo por los gardens, sino mal comidos y dormidos en un ambiente cercano a la presión perentoria derivada de situaciones de combate, en relación a un concreto enfermo, con una edad cronológica y otra biológica, con una situación médica previa no siempre clara, con patología y pronóstico cambiante, en función de un espacio disponible escaso y también variable, y unas expectativas de ocupación de recursos a corto plazo siempre aproximadas.

Existen varios códigos, pero con un contenido bastante uniforme. Entre ellos podemos destacar las “Recomendaciones éticas para la toma de decisiones en la situación excepcional de crisis por pandemia covid-19 en las unidades de cuidados intensivos”, publicadas por la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (SEMICYUC), y avaladas por muchas otras entidades, como la Sociedad Española de Medicina de Urgencias y Emergencias, la Sociedad Española de Medicina Geriátrica, la Sociedad Española de Medicina de Familia y diferentes cátedras y observatorios de bioética. También existe un “Informe del Ministerio de Sanidad sobre los aspectos éticos en situaciones de pandemia“, pero mucho menos específico y detallado que el anterior.

Pues bien, lo primero que llama la atención al leer el primer documento es su constante referencia  a la justicia distributiva. Son muchos los criterios técnicos a tener en cuenta, como iremos viendo, pero se insiste repetidamente en que todos ellos vienen presididos por el principio básico de la justicia distributiva.

La verdad es que choca bastante encontrarse hoy con este concepto, incluso en los textos jurídicos, o incluso diría que especialmente en los textos jurídicos. Desde hace un par de siglos el Derecho se ha construido sobre los derechos subjetivos, entre ellos los derechos fundamentales. Es casi el único registro que toca el jurista de hoy en día, por lo menos el teórico. En el escrito presentado por la familia al que se refiere la noticia anteriormente comentada, se cita la Constitución española y el correspondiente Estatuto de Autonomía, que reconocen el “derecho a la protección integral de la salud”, el “derecho de acceso en condiciones de igualdad” a los servicios sanitarios y el “derecho de las personas mayores a no ser discriminadas” en ningún ámbito y en especial en el ámbito de la salud. Y en la guía de la asociación de usuarios se enfatiza la necesidad de “hacer valer sus derechos, que son inalienables”.

Pero lo cierto es que todo jurista sabe, aunque solo sea en el fondo de su ser y  a veces sin reconocérselo a si mismo, que ese registro de los derechos es incompleto ni no se combina con otro, el de la justicia distributiva y conmutativa, aunque no resulte de ningún texto positivo. Especialmente se da cuenta cuando la realidad de una comunidad política determinada, con recursos siempre escasos, pasa súbitamente a primer plano, como ocurriría, por poner un simple ejemplo, en el caso de una pandemia. Para los médicos es todavía más evidente. Más bien diría que este de la justicia distributiva es el registro que, desgraciadamente, mejor conocen, incluso en situaciones de “normalidad”. Muy bien, vale, pero, ¿qué es la justicia distributiva?

El origen del concepto es antiguo (como casi todo, fue formulado en primer lugar por Aristóteles) y ha tenido un largo, larguísimo recorrido histórico. Para quien quiera documentarse, le recomiendo el completísimo libro de Izhak Englard, Corrective & Distributive Justice, From Aristotle to Modern Times. Por resumir, en la definición original de Aristóteles (EN 1130b30) la justicia distributiva tiene lugar cuando en una comunidad se reparten honores o riquezas u otros bienes divisibles de la comunidad (por ejemplo, recursos sanitarios) que no se deben distribuir necesariamente por partes iguales, sino en función de algún tipo de mérito, concretamente del mérito que valore esa comunidad (como no puede ser de otra manera) lo que puede dar lugar a un reparto desigual, y además geométrico y no aritmético.

A cada comunidad le corresponde, entonces, determinar el mérito a tener en cuenta en cada caso y el criterio de distribución, cuestiones además íntimamente ligadas entre sí y nada sencillas de determinar. La distinción entre los dos tipos de justicia y el análisis de los correspondientes conceptos fue algo muy estudiado durante la escolástica, especialmente por la escolástica española. La idea que terminó perfilándose en esa época es que el criterio fundamental, tanto para seleccionar el mérito como para distribuir, debía ser el interés de todos los miembros de la comunidad. Según Martín de Esparza, las dos justicias no se diferencian por el tipo de derecho que generan (un derecho estricto la conmutativa y una suerte de expectativa la distributiva, como se entendía hasta entonces) sino que las dos generan derechos estrictos, pero en la distributiva delimitado, modalizado y cuantificado exclusivamente por el bienestar de la comunidad y no por el interés particular de las personas privadas, como ocurre con el otro tipo de justicia. Luego, tratándose de recursos sanitarios, el derecho a la salud existe, sin duda alguna, pero su contenido, por mucho que la ley diga que debe ser igual, no puede serlo, por la propia naturaleza de las cosas, especialmente en un pandemia que agudiza el problema de los recursos escasos. Su contenido concreto, conforme a la justicia distributiva, viene determinado por el interés de la comunidad en este tipo de supuestos.

En el código SEMYCIUC se menciona expresamente en qué consiste en este caso el interés de la comunidad justo después de citar a la justicia distributiva, fijando así el criterio de distribución: “maximizar el beneficio del mayor número posible de personas”. En esto podemos estar todos básicamente de acuerdo, sin duda alguna, al menos en línea de principio. Vivimos en una sociedad que valora por encima de todo a la persona individual, por lo que es lógico que el interés de la comunidad se identifique lo más posible con el de sus ciudadanos. Pero es necesario concretar un poco más. De entrada nos ofrece un criterio claro: mayor número, lo que es perfectamente racional. Pero con una matización muy importante. No nos dice simplemente que haya que salvar cuantas más vidas mejor. Nos dice que hay que “maximizar el beneficio” del mayor número de personas. Con eso nos está introduciendo un criterio cualitativo, además e incluso por encima del meramente cuantitativo: la maximización del beneficio individual. Es decir, si tenemos que elegir entre un chico sano de veinte años y un enfermo terminal de cáncer de noventa años o de dos enfermos en la misma situación, hay que elegir al primero. Pero por mucho que nos resistamos a admitirlo, el criterio no es subjetivo e individual, porque el anciano o los ancianos puede valorar mucho más los dos meses de vida que les quedan que el joven con tendencias suicidas la suya. El criterio es objetivo y social. La comunidad entiende que su interés, el de la comunidad, es que se salve el de veinte años.

A partir de ahí el código señala toda una larga, técnica y compleja serie de factores a tener en cuenta, para concretar lo mejor posible ese “mérito” que cabe deducir del expresado criterio de distribución. Y el mérito no puede ser, por tanto, haber contribuido más a la Seguridad Social. Tampoco haber sacado a este país adelante en los duros tiempos de la posguerra. No lo es haber sido Ministro y haber prestado servicios distinguidos al país. Un inmigrante recién llegado pasará por delante de aquellos, si es necesario, y así debe ser, en mi modesta opinión. El mérito principal (aunque no el único, como veremos) es la potencialidad médica de salir adelante en mejores condiciones, calculada siempre en forma probabilística. Se intenta eliminar en la medida de lo posible el juicio genérico que devendría en  discrecional,  ofreciendo toda una serie de pistas y procedimientos. Y entre ellas está sin duda la edad, como no puede ser de otra manera.

Es obvio que la edad, sea cual sea, no puede constituir por sí sola el criterio excluyente del ingreso en UCI. El informe del Ministerio insiste reiteradamente en esa exigencia, por considerar esa discriminación contraria a los fundamentos mismos de nuestro Estado de Derecho.  Pero acompaña esa proscripción con una referencia a la necesidad de valorar el criterio clínico de cada paciente, las perspectivas objetivas de supervivencia y las de recuperación del paciente en el corto plazo, factores en los que la edad influye, como no puede ser de otra manera. De ahí que el informe avalado por las sociedades médicas exija combinar la edad con la comorbilidad, la gravedad de la enfermedad, el compromiso con otros órganos, las posibles secuelas y la reversibilidad, priorizando a la persona con más años de vida ajustados a la calidad (AVAC) o QALY (Quality-Adjusted Life Year). En función de estos criterios es necesario hacer un triaje de ingreso en UCI, con toda la complejidad que ello implica, que clasifique a los enfermos en distintas categorías, y que jerarquice la prioridad de los grupos. Porque, nos gusten o no esos criterios, lo más injusto de todo sería no seleccionar a los enfermos, es decir, seleccionarlos por el orden de llegada.

Pero junto a estos criterios estrictamente médicos, el código, de manera aislada, menciona otro: “Tener en cuenta el valor social de la persona enferma”. En base al mencionado principio básico de selección fundado en el interés general no me parece en absoluto criticable (lo que no es contradictorio con lo anteriormente defendido, en cuanto se citaban méritos pasados y no funciones presentes). Solo que su absoluta indeterminación práctica -y la dificultad de combinarlo con los criterios propiamente médicos- hace sospechar que, salvo que ingrese el Presidente del Gobierno o un jefe de servicio del hospital, no será tenido en cuenta por ningún facultativo.

La reconocida e indisputable calificación del derecho a la salud como un derecho estricto, aunque cualificado en su contenido por la justicia distributiva, conlleva necesariamente el principio de control judicial. Es decir, es innegable que un juez tiene legitimidad jurídica para controlar que, al realizar el correspondiente triaje, ese derecho no ha sido vulnerado de manera sustancial. En definitiva, que se ha respetado el principio de justicia distributiva. Ahora bien, salvo que se trate de errores absolutamente groseros, es obvio que la revisión no debería proceder en la absoluta mayoría de los casos. Otra de las olvidadas lecciones de nuestra escolástica es que la determinación de lo que es justo en cada orden del ser es apreciado con muchísima mayor penetración por las personas expertas que se dedican a ese ramo y que lo han vivido con intensidad, que por la seca razón cartesiana a posteriori. Y no me refiero solo a la comprensión cabal de los hechos en toda su complejidad, sino también a la calificación de su cualidad sustancial.

Otra cosa completamente distinta es la reclamación contra la Administración sanitaria por no proveer los medios necesarios para atender a todos los pacientes. Pero ese es un tema completamente diferente, que entra de lleno en el Derecho Administrativo. Adelanto mi opinión de que tampoco debe tener mucho recorrido, pero al margen de que se discuta en este blog en otro momento, es algo que no tiene nada que ver con el edadismo o con la discriminación por razón de edad, ni con nada que hayan hecho o podido dejar de hacer los médicos a la hora de cumplir con su importantísima y dificilísima función, y no me refiero ahora a la puramente asistencial, sino a la que les corresponde en el ejercicio de la justicia distributiva. Por mi parte tienen toda mi admiración y respeto.