El jurista indolente y (este) estado de alarma

Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada,

porque yo no era socialista.

Luego vinieron por los sindicalistas, y yo no dije nada,

porque yo no era sindicalista.

Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada,

porque yo no era judío.

Luego vinieron por mí, y no quedó nadie para hablar por mí.

 

Antes y mejor que yo, con los versos que encabezan el presente, expresó el pastor luterano Martin Niemöller las perniciosas consecuencias que, para el entero pueblo, tiene la inacción de sus élites cuando, debiendo actuar, se inhiben al denunciar argumentadamente las injusticias que les son coetáneas; las libertades públicas y Derechos Fundamentales también pueden zozobrar en la Europa del siglo XXI.

Ante la forma y contenido de la declaración y sucesivas prórrogas del Estado de Alarma, la anhedonia de la comunidad de juristas nacionales –con las excepciones que haya, que las habrá-, sólo es explicable por una desmesurada confianza en  nuestro marco institucional y jurídico, marco que sólo cumplirá su función si se aplica; es mentira: la Ley no se defienda sola.

El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se “Declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19”, afirma en su Exposición de Motivos que las medidas adoptadas «no suponen la suspensión de ningún derecho fundamental, tal y como prevé el artículo 55 de la Constitución». Por su parte, el artículo 55 de la Constitución establece que, entre otros, el artículo 19 de la Constitución sólo «podrá ser suspendido cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución». Pues bien, resulta que el artículo 19 de la Constitución nos reconoce el derecho a los españoles y quienes aquí residan a «elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional»; esto es: la libre circulación de ciudadanos por el territorio nacional es un Derecho Fundamental.

Por su parte, el artículo 6.1 de Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio que Regula los Estados de Alarma, Excepción y Sitio, dispone que «[l]a declaración del estado de alarma se llevará a cabo mediante decreto acordado en Consejo de Ministros». Así, del mero tenor literal de las citadas normas, se colige que la declaración de estado de alarma se realiza por el Consejo de Ministros porque, claro está, no afecta a Derechos Fundamentales. Después –sólo después- con autorización expresa del Congreso de los Diputados se podrá prorrogar dicha declaración, pudiéndose establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga. El Pleno del Congreso de los Diputados, en sesiones de día 25 de marzo de 2020 y 9 de abril de 2020, acordó conceder sendas autorizaciones de prórroga. En ambas desapareció ya la mención a que no se afectan Derechos Fundamentales, suprimiéndose dicha expresión por la menos sonrojante de que se atiende «al principio de proporcionalidad […] estableciendo aquellas medidas de contención que se consideraron estrictamente indispensables».

Más aún: según el Reglamento del Congreso de los Diputados (Art.162.3) «[l]os Grupos Parlamentarios podrán presentar propuestas sobre el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga del estado de alarma, hasta dos horas antes del comienzo de la sesión en que haya de debatirse la concesión de la autorización solicitada»; esto es: sólo en la solicitud de prórroga podrá el Congreso presentar medidas que se incluyan en tal prórroga, cuando ya han pasado los primeros quince días en que el país se ha regido por la sola voluntad gubernamental; total, si no se afectan Derechos Fundamentales tampoco se requiere mayor control parlamentario.

Nótese la paradoja que sigue: durante la huelga de los controladores aéreos de 2010, se dictó el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre sobre Declaración del Estado de Alarma para la Normalización del Servicio de Transporte Aéreo, y ello porque, según su Exposición de Motivos, «[e]l artículo 19 de la Constitución española  reconoce a todos los españoles el derecho a la libre circulación por todo el territorio nacional» y se declara tal estado «[p]ara recuperar la normalidad en la prestación del citado servicio público y restablecer los derechos fundamentales de los ciudadanos, hoy menoscabados…».

De tal forma, la declaración de estado de alarma sirve –según la doctrina de nuevo cuño- tanto para restringir, limitar o conculcar derechos fundamentales como para defenderlos; tanto para impedir la libre circulación como para garantizarla; y ello mediante el solo acuerdo gubernamental; no ha menester ser Ulpiano para advertir que tal argumento está ayuno de lógica.

Y es que es ilógico. El legislador de los primeros años de la democracia podría haber hecho las cosas mejor, pero parece que el actual le va bastante a la zaga. La Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que Regula los Estados de Alarma, Excepción y Sitio ordena que «[c]uando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo, el Gobierno, […] podrá solicitar del Congreso de los Diputados autorización para declarar el estado de excepción». Esto es: al afectarse Derechos Fundamentales, será el Congreso de los Diputados el que, previamente, deberá autorizar al gobierno su declaración.

Más aún: su artículo 20 dispone que «[c]uando la autorización del Congreso comprenda la suspensión del artículo 19 de la Constitución (libertad de circulación), la autoridad gubernativa podrá prohibir la circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se determine, y exigir a quienes se desplacen de un lugar a otro que acrediten su identidad, señalándoles el itinerario a seguir»; esto, insistimos, se dispone dentro del Capítulo III rubricado “El Estado de Excepción”; huelga incidir en que ninguna referencia a Derechos Fundamentales existe en el Capítulo II, titulado “Estado de Almara”.

Ante, a mi juicio, tan dudosa actuación gubernamental, ni Congreso, ni partidos políticos ni la comunidad jurídica –repito, con las excepciones que haya-han planteado en sus respectivos ámbitos los reparos que requiere tan peligrosa deriva, y atisbo su razón en la percibida necesidad de unidad ante la crisis sanitaria, como si la defensa de los Derechos Fundamentales resquebrajase unidad alguna.

Puede unirse a lo anterior, en un ámbito metajurídico y como muestra de la necesidad de actitud crítica que aquí se reclama, el estudio nº 3279 del Centro de Investigaciones Sociológicas denominado “Barómetro del Mes de Abril”, y más concretamente su pregunta número 6; o la entrevista de fecha 18 de Abril realizada al Vicepresidente Segundo del gobierno en el medio digital Cuartopoder.

Como abogado en ejercicio con una extensa carrera, sé que la razón jurídica es siempre provisoria y no puede justificarse más que en su fundamentación misma; por ello, considero prudente que los problemas de legalidad aquí esgrimidos sean abordados por otros mejores que yo; y ello porque, mayor o menor, existe un riesgo, y es que «las circunstancias peligrosas en que el Poder actúa por la seguridad general le valen una gran potenciación de sus instrumentos y, una vez pasada la crisis, le permiten conservar sus adquisiciones», en palabras de Bertrand de Jouvenel.

No sirvan estas líneas más que para excitar la labor de análisis jurídico –a mi modo de ver- pendiente y es que, en la defensa de Derechos Fundamentales, más vale pecar por exceso pues, de pecar por defecto, supo demasiado el pastor luterano Martin Niemöller; no quisiera yo lamentarme como él, ni aún con la grandeza de su pluma.