Viricidas sociales y democráticos

Ni al novelista más sinuoso y sagaz podría habérsele ocurrido urdir una trama en la que concurriesen, de un lado, una pandemia -aparentemente- generacional de índole medieval, injertada en el seno de una sociedad hipertecnificada y profundamente refractaria a la asunción de responsabilidades, instalada en un confort líquido, epidérmico e insustancial y, todo ello, en un escenario político guiado general y fatalmente por criterios ideológicos en detrimento de pautas puramente técnicas o científicas, pues «la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un sueño que tiene que pasar».

«Lo natural es el microbio»; todo los demás -la lealtad, la integridad, la pureza, la responsabilidad, el compromiso- es fruto de la voluntad, que no debe detenerse nunca. Desde hace años, sin embargo, se advierte una involución en ese impulso autónomo, manifestándose principalmente en la transferencia obsesiva y gregaria de toda responsabilidad propia hacia terceros. Es, verbi gratia, muy significativo el aumento exponencial de pretensiones y acciones judiciales en todos los órdenes, construidas sobre la identificación de responsabilidades de otros por conductas propias, con la insensata anuencia, por cierto, de las instancias jurisprudenciales supranacionales.

Pero claro, ahora, ¿a quién echamos la culpa del virus? Descartando que estemos ante una maldición como fue la peste, arrojada sobre la Tebas de Edipo, siempre podrá imputarse responsabilidades en la gestión perfunctoria de las autoridades («Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras, y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas»); o, aún peor, a delirantes teorías acerca del origen étnico-geográfico del bacilo («El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia»), pero lo cierto es que los efectos de una pandemia tan distópica como la que ahora padecemos no permite, racionalmente, trasladar su origen a un extraneae personae.

Entonces, cuando uno de los primeros efectos que ha tenido esta infección en la ciudadanía ha sido la exigencia de conductas que trasciendan a su acostumbrada mismidad, la necesaria hipotrofia de los sentimientos individuales en favor de la comunidad es un ejercicio tan imprescindible como arduo. No en vano, «la estupidez insiste siempre, y sería fácilmente detectable si uno no pensara siempre en sí mismo».

Resignados a trabajar con modelos matemáticos como aproximaciones a un universo probable; con aceleradores de partículas en los que emular de manera controlada la acción de los rayos cósmicos sobre la atmósfera terrestre; limitados a introducir en cajas a gatos y trampas letales para certificar la viabilidad de la contradicción o con la prosaica elaboración de simulacros de estrés financieros para cerciorarnos de la tonicidad del tejido bancario (todos ellos instrumentos concebidos como realidades a escala), nos encontramos inopinadamente con un experimento social a tamaño real. Un inconcebible laboratorio de comportamiento humano en el que analizar, en directo, una inédita disrupción de nuestra conducta vital, social y política.

A propósito de esta última derivada: desde hace semanas, muchos giran la vista al Este, no exenta de cierta envidia, al ver la aplicación desembridada de draconianas medidas de confinamiento con tanto menoscabo de los derechos fundamentales -oxímoron- de los ciudadanos de la provincia de Hubei, como éxito en sus resultados.

La Teoría Política siempre ha manejado el axioma de que la democracia, frente al totalitarismo, era inmune a sismicidades exógenas al ser capaz de discriminar entre procedimientos y resultados. Pues el sensacional experimento planetario del que todos somos cobayas arroja resultados extraordinariamente reforzadores de la democracia ante las tentaciones deslegitimadoras de su rol y de su capacidad de respuesta en situaciones extremas.

Hoy, españoles, italianos, franceses y pronto muchos otros ciudadanos de regímenes plenamente democráticos sufrimos severas cortapisas en muchos de nuestros derechos, pero elaboradas, acordadas y aplicadas en un entorno de garantías que, cuando pase la ponzoña, que pasará, seguirán allí, puesto que el valor de la democracia no radica en los beneficios que genera, sino en los derechos que avala. Que esta tragedia secular sirva, al menos, para replantear prioridades y fijar certezas.

Nota bene. Todos los entrecomillados en cursiva pertenecen a La peste (1947), de Albert Camus.