Habilitación judicial de agosto: perjudicial para los profesionales y sin beneficio para la ciudadanía

El gobierno ha asegurado en su comunicado oficial que el Real Decreto-ley 16/2020, que adopta medidas para la recuperación de la actividad judicial, ha nacido del “diálogo constante y reforzado que el Ministerio de Justicia ha mantenido con todas las administraciones y colectivos con intervención en la Justicia”. La afirmación ha sido desmentida ya por buena parte de los operadores jurídicos: el Ministerio sí ha mantenido reuniones telemáticas con ellos, pero el resultado final es una decisión unilateral que no ha contado con su consenso. 

El texto normativo contiene varias previsiones -algunas positivas, otras no tanto y casi todas susceptibles de plantear numerosas dudas prácticas- que merecen un análisis a fondo. Pero voy a centrarme hoy en explicar por qué no me parece una buena idea una de las medidas “estrella”: la habilitación judicial del plazo comprendido entre el 11 y el 31 de agosto. 

Soy un juez “de a pie” y no represento a nada ni a nadie. Pero creo que es bueno que se escuchen voces de quienes sí tendremos vacaciones y, por tanto, no podemos ser acusados de ese corporativismo egoísta que muy injustamente se está achacando a los abogados y otros colectivos que cuestionan esta decisión. 

Puedo aportar la experiencia personal de haber ejercido la abogacía muchos años y de estar ahora al otro lado en los estrados como magistrado, lo que me permite, con esa doble perspectiva, conocer de primera mano tanto los perjuicios que esta medida ocasiona a los profesionales como los nulos o muy escasos beneficios que puede reportar al funcionamiento judicial.

LAS PRECARIAS VACACIONES DE LOS PROFESIONALES DEL DERECHO

En primer lugar, hay que explicar a los ciudadanos que la inmensa mayoría de abogados, graduados sociales y procuradores de los tribunales en nuestro país son profesionales autónomos. 

A estos profesionales, a los que la ciudadanía encomienda la gestión de sus intereses ante los órganos judiciales, se les realizan constantemente notificaciones judiciales que, a su vez, abren plazos para cumplimentar trámites procesales. En ocasiones, esos plazos son especialmente breves: sólo dos días para poder pedir una aclaración, subsanación o complemento de una resolución judicial; sólo tres días para poder suspender un juicio cuando les coincide con otro; sólo cuatro días para atender requerimientos de subsanación que, de no ser cumplidos, provocan el archivo de las demandas; tres o cinco días para interponer o anunciar algunos recursos… Y a ellos se unen los plazos de diez o veinte días para contestar demandas o preparar recursos, a veces de contenido muy complejo y que requiere un importante estudio de cada caso. 

Las consecuencias de no atender estos plazos pueden ser gravísimas para los intereses de sus clientes. En los distintos procedimientos judiciales y en su correcta llevanza están en juego materias tan diversas como la custodia de los propios hijos, el desahucio de su vivienda familiar, cobrar o pagar cantidades de dinero importantes, indemnizaciones por despido, reconocimientos de incapacidad permanente, responsabilidad en accidentes de tráfico… o incluso consecuencias tan sensibles como sufrir condena a prisión por varios años, por citar sólo algunos ejemplos significativos. No es difícil imaginar la enorme responsabilidad que asume un profesional del Derecho y lo que puedo suponer la desatención de uno de estos plazos. 

Aparte de esto, a abogados, graduados sociales y procuradores se les puede convocar para que asistan a un juicio u otros actos similares, que además requieren una preparación previa, con sólo diez días de antelación, aunque ciertamente lo habitual es que se haga con mayor tiempo. 

¿En qué momento del año puede un profesional libre del Derecho tomarse unas vacaciones familiares o programar un viaje, por ejemplo, con la plena tranquilidad de no ser notificado o no ser citado? La respuesta es: nunca. 

Esto ya es de por sí sencillamente disparatado. Pero en el sector de la Justicia, rodeados de nuestras montañas de expedientes en papel, estamos acostumbrados a aceptar como normales cosas que en el resto de ámbitos de la sociedad no lo son.

Normalmente, en el mes de agosto la actividad se reduce sólo a determinados procedimientos declarados urgentes por la ley. Cuando se practicaban notificaciones por correo postal, en caso de ausencia de su destinatario, el aviso de llegada otorga quince días naturales de plazo para recoger el envío, momento a partir del cual se abría el plazo procesal. Esa menor actividad judicial y el uso habilidoso de ese margen temporal, permitió tradicionalmente a los profesionales durante años poder organizarse para disfrutar algunas semanas de vacaciones ese mes, aunque con más facilidad en unas especialidades jurisdiccionales que en otras. 

La implantación de LexNet, un sistema de notificación telemática en el que se da por efectuada la notificación si en tres días no se ha recogido, acabó con el citado margen temporal. Tras algunas protestas iniciales, la vergonzosa exigencia legal de que un profesional esté sujeto absolutamente todo el año, sin interrupción, a un sistema de notificaciones telemáticas se palió, en buena medida, por el buen criterio de muchos juzgados -aunque siempre hay excepciones- que han venido evitando notificar en agosto si no era estrictamente necesario. Esta especie de norma no escrita, pero de sentido común y comprensión, ha permitido, mal que mal, algunos días de respiro a estos profesionales, aunque siempre mirando de reojo Lexnet o teniendo un compañero pendiente por si acaso. 

ESTE AÑO, SIN VACACIONES 

Cuando todas las reivindicaciones profesionales iban encaminadas a corregir semejante despropósito normativo -sin mucho éxito hasta el momento-, nos encontramos este año con una vuelta de tuerca, un retroceso aún más preocupante: la habilidad de buena parte del mes de agosto para todos los procedimientos judiciales y no sólo para los urgentes. Se podrán celebrar juicios y se podrán practicar notificaciones con normalidad en todos los casos.

Esto supone, en la práctica, dejar sin vacaciones a los abogados, procuradores y graduados sociales, al menos a los que ejerzan individualmente o en pequeños despachos, que son la inmensa mayoría. Y no olvidemos, respecto a los medianos y grandes despachos, que no siempre es buena idea que la atención de un asunto -y menos en cuestiones que no sean de mero trámite- la realice un profesional que no lo ha llevado directamente y que no es profundamente conocedor del mismo.

Una decisión excepcional podría ser menos preocupante cuando lo “no excepcional” está plenamente reconocido y consolidado. Pero nos encontramos en un punto en el que aún se discuten derechos básicos para estos colectivos y, por ejemplo, en la ley no está previsto que se suspenda nunca un plazo procesal por circunstancias personales o familiares del profesional, ni siquiera aunque la abogada haya sido madre o el abogado haya sufrido un infarto, por citar sólo dos ejemplos muy significativos y absolutamente verídicos en los que el plazo sigue corriendo. En este contexto, ya de por sí inaceptable, este experimento de habilitar agosto puede implicar que el sobreesfuerzo que realicen los profesionales este año sea, para mayor escarnio, un argumento en su contra cuando se retome un debate necesario que, sin embargo, lleva años eludiéndose. El “no ha pasado nada grave, erais todos muy alarmistas” de agosto de 2016 sirvió para que ya no se corrigiese nunca la habilidad de LexNet durante todo el año y que el profesional tenga que sobrevivir a base de confiar en la buena voluntad de los funcionarios judiciales o en un compañero que le haga el favor de estar pendiente unos días. Nadie les asegura que no se encuentren con una consecuencia muy similar ahora.

Pero, en todo caso, incluso planteándose su supresión con carácter meramente ocasional, hay que insistir en que las vacaciones no son un lujo prescindible. Las vacaciones, como posibilidad de descanso anual, de “recargar las pilas”, de desconexión, de convivencia con nuestro entorno familiar o de amistades a los que tanto tiempo les robamos en el día a día, son una necesidad vital. Las vacaciones son un derecho y una conquista social que costó mucho ver reconocido, como para que ahora algunos frivolicen sobre las mismas como si fueran un mero capricho. 

Ni siquiera en estas circunstancias excepcionales nadie ha planteado que ningún colectivo profesional, salvo el jurídico, renuncie a sus merecidas vacaciones. Tan solo en algunos sectores -particularmente los que atienden de forma más directa la pandemia- las pospondrán en el tiempo. Pero los mismos que, con ocasión del permiso decretado para los trabajadores, dejaban muy claro que su recuperación no podría suponer merma de vacaciones, desprecian ahora el merecido derecho al descanso de los operadores jurídicos. 

EL PRECIO DE LA IMPREVISIÓN 

Lo paradójico es que, quienes deciden que se habilite agosto y hasta lo consideran una necesidad “obvia” en la Exposición de Motivos de este Real Decreto-ley, son los que no han hecho sus deberes, que ahora imponen pagar el precio de su inoperancia a quienes sí los han hecho. 

Si durante la vigencia del estado de alarma se ha tenido que paralizar la mayor parte de la actividad judicial, incluida la tramitación escrita o a puerta cerrada en los juzgados, y no sólo los juicios y vistas presenciales, no es porque dicha medida fuera lógica o estuviera exigida por las circunstancias, sino por una falta de medios informáticos que habilitaran la posibilidad de teletrabajo y por una carencia de medios de protección que permitieran la prestación presencial con garantías. 

En el Orden jurisdiccional Social en el que ejerzo, los jueces hemos seguido teletrabajando, aun con limitaciones, pero los funcionarios encargados de la tramitación procesal no podían hacerlo por la falta de recursos para ello. 

Las administraciones públicas, una vez más, han sido las principales incumplidoras de las normas que ellas mismas establecen y que parecen obligar sólo a los demás. Mientras han exigido a todas las empresas privadas del país que dieran prioridad al teletrabajo de su plantilla y, cuando ello no fuera material u objetivamente posible, garantizaran la protección de sus empleados para prestar servicios presencialmente, en el ámbito de la Justicia hasta hoy no se ha hecho ni una cosa ni la otra.

Entretanto, los abogados y los graduados sociales sí seguían teletrabajando sin pausa y, aunque no se les permitía presentar escritos procesales, han estado atendiendo las consultas que en este tiempo les han planteado sus clientes en Mercantil, en Familia, en Laboral, etc., han presentado miles de ERTEs, solicitudes de ayudas, han preparado demandas y recursos para cuando se reanudase la actividad procesal, etc. 

Ahora, para recuperar una demora imputable a quienes no han estado a la altura de las circunstancias, se impone, como supuesta solución, que quienes sí han cumplido con su obligación no puedan tener siquiera unas semanas de merecido descanso hasta el verano de 2021, con un poco de suerte.

LA INUTILIDAD DE ESTA MEDIDA

Dicho todo esto, podríamos aún llegar a considerar admisible la decisión si ese sobreesfuerzo de los profesionales realmente reportara unos beneficios sustanciales para la situación de la Justicia y para la ciudadanía que decantaran claramente la balanza. Pero tampoco es el caso: aquí se está imponiendo un sacrificio perfectamente inútil

El Real Decreto-Ley deja muy claro que los jueces, los letrados de la Administración de Justicia, los fiscales y los restantes funcionarios, como es lógico tendremos nuestras vacaciones legales, que se irán escalonando en el tiempo. Tampoco podría ser de otra forma -como algunos inexplicablemente esperaban- porque ninguna norma de rango inferior puede dejar sin efecto el artículo 40.2 de la Constitución española. 

Lo profesionales autónomos sí pueden quedarse sin vacaciones, no mediante una regulación explícita, pero sí mediante una norma como ésta que, en la práctica, las dificulte o haga imposibles para la gran mayoría. Nosotros nos iremos turnando en los juzgados mientras al otro lado de Lexnet y de los estrados permanentemente tendrá que estar el profesional al que se habrá privado este año de esa elemental posibilidad de vacaciones.

El titular de cada juzgado va a descansar durante treinta días naturales y, por tanto, va a dejar de celebrar juicios y dictar resoluciones durante ese tiempo, sin que estén previstas sustituciones. Entonces, ¿en qué beneficia realmente imponer la habilidad de la mayor parte del mes de agosto?

Si al final se va a producir de todas formas un parón temporal en cada juzgado, ¿no tiene más sentido acumularlos todos y aprovecharlos para permitir también vacaciones a los profesionales? ¿No es mejor, como ha propuesto el Consejo General de la Abogacía, hacer coincidir el descanso de todos los operadores jurídicos en unas mismas fechas y que el resto del tiempo el funcionamiento de los órganos judiciales sea al 100 %, en lugar tener varios meses los juzgados a medio gas? 

Respecto a la habilitación de agosto, han de tenerse en cuenta, además, otros factores que pueden incidir en la efectividad práctica de la medida y que sólo dejo apuntados: que finalmente la decisión de señalamiento de juicios es una facultad jurisdiccional y no gubernativa, que la ley obliga a acordar la suspensión de juicios cuando las partes lo pidan de mutuo acuerdo, que en verano nos encontramos con suspensiones sobrevenidas por problemas para notificar o para que asistan testigos y peritos precisamente porque se encuentran de vacaciones… Hay que valorar si realmente todo esto merece la pena. Arrimar todos el hombro, sí, pero con sentido y para algo útil.

El Real Decreto-ley opta por un lavado de cara, un gesto fácil hacia la galería -evitar la imagen de juzgados cerrados poco después de haberse reanudado su actividad- pero sin efecto práctico, mientras elude otras medidas que sí serían adecuadas para esta situación pero que requieren mayor esfuerzo inversor o de gestión.

EL PROBLEMA DE LA JUSTICIA NO ES EL COVID-19

Por último, hay algo fundamental en todo este asunto y que a veces parece obviarse. Se está presentado la parálisis de siete semanas (recuerden que el período de estado de alarma ha incluido Semana Santa) como un problema gravísimo que hay que afrontar con medidas excepcionales, por parte de quienes durante años no han reaccionado ante una situación crónica en la que con frecuencia se están señalando juicios a uno, dos o hasta cuatro años vista. Años, no semanas. 

El COVID-19 y sus efectos no son el principal problema de la Justicia ni de lejos. Que contribuirán a agravarlo en cierta medida, nadie lo duda. Pero que el grueso de la situación que arrastramos nada tiene que ver con esta emergencia sanitaria, también conviene recordarlo una y otra vez. Porque un error en el diagnóstico conduce con frecuencia a equivocarse también en las soluciones. 

Durante largo tiempo, no se ha apreciado una voluntad política, en los gobiernos de ningún signo, para afrontar la situación de sobrecarga estructural y de retrasos escandalosos. Por parte de nuestras autoridades no ha existido un diálogo para impulsar reformas procesales que puedan agilizar procedimientos sin recortar derechos de los justiciables. No se han analizado las raíces de la litigiosidad masiva de millares de casos similares -incluida la que la propia Administración provoca con sus incumplimientos- para buscar soluciones preventivas. No se han establecido mecanismos de solución extrajudicial de conflictos que realmente funcionen. No nos aproximamos a la media europea de jueces por población. Y tampoco digitalizamos de verdad la Administración de Justicia, como sí se ha hecho con la Agencia Tributaria, la Seguridad Social o la práctica totalidad de administraciones públicas de todos los niveles… Pero ahora, ante una demora coyuntural, de pronto asistimos a un rasgado de vestiduras y a la proclamación de que hay que adoptar medidas tan injustificables como la que analizamos. 

Hablar de “gravísima excepcionalidad” ante una demora de siete semanas -más la previsible llegada de asuntos relacionados con la crisis sanitaria-, sería una razonable descripción si la supuesta “normalidad” a la que se opone no fuera que algunos juzgados se veían obligados a señalar juicios para 2023 sin que las Administraciones competentes se inmutaran. Casi todos los órganos judiciales superan con creces los módulos vigentes de entrada de asuntos sin la “ayuda” de ninguna pandemia. 

Si de verdad se quieren atajar las consecuencias coyunturales de esta crisis por los responsables públicos, que adopten medidas razonables, como un buen plan de refuerzo judicial, sin ocurrencias tan dañinas y tan poco efectivas como la habilitación judicial de agosto. 

“Como siempre: lo urgente no deja tiempo para lo importante”, se quejaba Mafalda en una viñeta del genial Quino. Así que, una vez afrontado lo excepcional, será el momento de que nuestros responsables políticos escuchen a quienes conocen la realidad de Justicia -jueces, fiscales, letrados de la Administración de Justicia, funcionarios, abogados, graduados sociales, procuradores…- e impulsen las reformas, medidas e inversiones que lleva años necesitando este pilar básico del Estado de Derecho. Estoy seguro de que, en ese empeño, no les faltaría la colaboración de ninguno de los colectivos afectados.