El Tribunal Constitucional y la acotación del artículo 155

La intervención de la Generalitat de Catalunya, el 28 de octubre de 2017, supuso la aplicación de un precepto constitucional hasta entonces inédito: el enigmático art. 155 CE.

Ya años antes, en la época álgida del procés, cuando los excesos del gobierno autonómico empezaron a abrir la puerta a su posible aplicación, los políticos independentistas hablaban del 155 CE como si de un residuo del estado de excepción franquista se tratara. Personalmente, no salía de mi asombro cada vez que oía a algún conocido, independentista o no, hablar con miedo a esta medida. A más de uno me costó convencerlo de que sólo se trataba de una intervención político-institucional y, sobre todo, administrativa de una autonomía. En ningún caso sufriríamos toques de queda ni militarización de los civiles.

Quizás ande errado, pero me da la sensación de que en el resto de España también existió cierta confusión entre los arts. 155 y 116 CE. De ahí, las reticencias para aplicarlo. Reticencias, por cierto, bien explotadas por los dirigentes independentistas en la retroalimentación del miedo al precepto.

Luego llegó el 155 CE, y, no sólo quedaron huérfanas de cumplimiento las fatídicas profecías, sino que, con la Administración Autonómica de nuevo atenta a las preocupaciones cotidianas, entre otras cosas, se desbloquearon los pagos adeudados a los municipios. Así, mientras en público muchos alcaldes independentistas se rasgaban las vestiduras, en privado hacían palmas con las orejas. La pela es la pela, que se dice por aquí.

Por supuesto, no todo el mundo estaba contento. Más pronto que nadie, el Grupo Confederal de Podemos en el Congreso de los Diputados, seguido por la Diputació Permanent del Parlament de Catalunya, interpusieron sendos recursos contra las medidas vehiculares del art. 155 CE, principalmente: los Acuerdos del Consejo de Ministros de 17 y 21 de octubre de 2017, donde, respectivamente, se aprobaban el requerimiento al gobierno autonómico para que aclarara si había proclamado la independencia (el famoso discurso de proclamo y suspendo de Puigdemont era en verdad un desafío para la interpretación) y, en su caso, exigirle la vuelta a la senda constitucional; y las medidas concretas del art. 155 CE, refrendadas, posteriormente, por el Acuerdo del Pleno del Senado de 27 de octubre, también recurrido.

El TC afea a los recurrentes la inclusión en su recurso de numerosas medidas sin fuerza o valor de ley, como los Reales Decretos 942 a 946/2017, que concretaron el cese de los miembros del gobierno catalán, así como otras disposiciones con rango de Orden Ministerial. Recuerda el Alto Tribunal que, cuando una norma carece de fuerza de ley, debe impugnarse por los cauces correspondientes ante la jurisdicción ordinaria.

Los recursos fueron resueltos y desestimados en su práctica totalidad por las SSTC 89 y 90/2019, de 2 de julio. Ambos fallos, más allá de los pormenores concretos del caso, fijan el alcance y contenido del texto constitucional en lo que a la intervención autonómica se refiere.

“[El 155] no se trata de un control de naturaleza competencial como el que el bloque de constitucionalidad atribuye en determinados supuestos al Estado respecto de las comunidades autónomas. Se trata del uso de la coerción estatal que da lugar a una injerencia en la autonomía de las comunidades autónomas, la cual quedará temporalmente constreñida en mayor o menor grado, según la concreta situación lo requiera” (STC 89/2019 FJ 4.a y véase también STC 90/2019 FJ 4º.b).

El art. 155 CE convierte al Gobierno y al Senado, pues, en garantes de la pervivencia del Orden Constitucional, ante la subversión al mismo por parte de una o varias CCAA. La lógica que lo rige es la de la necesidad (SSTC 89/2019 FJ 4ºb y 90/2019 FJ. 6º).

entre las «medidas necesarias» pueden llegar a estar, en atención a las circunstancias, las de carácter sustitutivo mediante las que la cámara apodere al Gobierno para i) subrogarse en actuaciones o funciones concretas de competencia autonómica, u ii) ocupar el lugar, previo desplazamiento institucional, de determinados órganos de la comunidad autónoma.” (SSTC 89/2019 FJ 10º).

Entre estos desplazamientos se incluye la posibilidad de cesar al gobierno autonómico, competencia en principio reservada a la Asamblea Legislativa de la CA, o asumir el lugar de aquel para disolver a la última llamando a elecciones autonómicas.

De este modo, el Alto Tribunal desestima los argumentos de los recurrentes, quienes negaban la posibilidad de subrogarse por parte del Gobierno de la Nación en el poder autonómico, apegándose interesadamente a la literalidad del art. 155.2 CE, que habla “dar instrucciones a todas las autoridades de las CCAA”. En su razonamiento, encontramos cierta acogida tácita de la doctrina de los implied powers, acuñada por el juez Marshall en el caso McCulloch v. Maryland (1819) -reafirmada en 1824 por la Corte Suprema de EE.UU, caso Gibbons v. Ogden, y adoptada abiertamente entre otras por la Corte Suprema Australiana en el caso D’Emden v. Pedder (1904) y la Corte Internacional de Justicia en el caso Bernadotte.

Esta doctrina afirma que el mandato constitucional o legal de un objetivo debe incluir, dentro de los límites constitucionales y legales, todas las facultades necesarias para llevarlo a cabo, aunque no estén literalmente expresadas en su texto. De otro modo, sería imposible cumplir con el propósito teleológico de la norma. Por tanto, si el art. 155 CE pretende habilitar al Gobierno y al Senado para restaurar el orden constitucional en España, a fortiori, hay que asumir que los habilita tácitamente del necesario haz de potestades para cumplir con este objetivo, dentro de los límites constitucionales.

¿Cuáles son esos límites? En primer lugar, los procedimentales: la presentación del requerimiento que debe ser desatendido por la autoridad autonómica, como ocurrió en el caso catalán (STC 89/2019 FJ 7º) y la posterior aprobación de las medidas propuestas por el gobierno por la mayoría absoluta del Pleno del Senado que otorga a las mismas “fuerza de ley” (STC 89/2019, FJ 4º). Es verdad que el 155 CE no puede ser inmediato, es decir, saltarse el requerimiento, pero nada impide recurrir a otras herramientas constitucionales en caso de urgencia, como el art. 116 CE, o algunos preceptos de la Ley 36/2015 de Seguridad Nacional o, inclusive, de la LO 5/2005, de la Defensa Nacional.

En cuanto a los límites materiales, el Alto Tribunal señala que, si bien el 155 CE se basa en la injerencia competencial e institucional de la autonomía, esta debe ser respetuosa en todo momento con el orden constitucional -léanse DDFF- y hace especial hincapié en el respeto a la separación de poderes:

el Gobierno no puede quedar autorizado por el Senado para ejercer, en este procedimiento, las potestades legislativas ordinarias que corresponden ya a las Cortes Generales, ya al Parlamento autonómico” (STC 89/2019 FJ 10º)

Estos límites, junto a la racionalidad de la necesidad, se convierten en un parámetro de corrección funcional (STC 89/2019 FJ 11º), de cuya evaluación el TC se erige en garante (STC 90/2019 FJ 7º). Además se apostilla la imposibilidad de imponer un 155 CE indefinido en el tiempo o disolver la autonomía sin remisión. Después de todo, el art. 2 CE, fundamenta, en efecto, la constitución, “en la indisoluble unidad de la Nación Española”, pero también “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”:

el Senado ha de precisar en su propio acuerdo, bien el término, bien la condición resolutoria de la intervención estatal […] sin perjuicio de que las concretas medidas incluidas en el acuerdo pudieran ser objeto, llegado el caso, de prórroga o de renovación, previa solicitud del Gobierno y aprobación del Senado.” FJ 4º.d

Como decía al principio, el TC desestimó por entero ambos recursos, salvo una cuestión relativa al apartado E.3 aprobado en el Acuerdo del Senado. Se consideró dañoso a su párrafo segundo para la seguridad jurídica, al establecer que serían ineficaces las publicaciones en el Boletín Oficial de la CA, cuando no hubiesen sido autorizadas o prohibidas por el gobierno.

En definitiva, ya se ha normalizado el art. 155 en nuestro ordenamiento constitucional, pero su máximo guardián, el TC nos invita a no frivolizar con su posible aplicación, anticipando la inconstitucionalidad de cualquier abuso. Únicamente debe emplearse en casos de flagrante alteración y desobediencia reiterada de la Constitución, por parte de una CA, y en ningún otro.

Administración pública y coronavirus: reproducción tribuna en EM de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Artículo originalmente publicado en El Mundo.

Igual que le ha pasado al Gobierno y a la mayoría de nuestras instituciones, la llegada del Covid-19 ha pillado a nuestra Administración Pública con una enfermedad crónica previa: una multiesclerosis aguda que la ha convertido en presa fácil de la pandemia en su vertiente de gestión errática y disfuncional. No es de extrañar, pues lleva años pidiendo a gritos unas reformas estructurales que nunca llegan. Desde el bienintencionado intento del ministro Jordi Sevilla allá por el año 2007, no hemos vuelto a saber nada de la reforma de la Administración Pública, ni de su despolitización, ni de la profesionalización de los directivos públicos (que, como estamos viendo estos días, no es precisamente una cuestión académica cuando vienen mal dadas), ni de la evaluación de políticas públicas o, ya puestos, de la necesaria capacitación de los empleados públicos para un mundo muy distinto del que existía a finales de los 80 y principios de los 90. La reforma CORA del Gobierno de Rajoy fue un paripé.

En ese sentido, no es justo imputar al actual Gobierno estatal (o a los autonómicos en el ámbito de sus competencias) toda la responsabilidad de la indudable mala gestión de la pandemia. Los responsables políticos son muy importantes, cierto, pero también tienen que contar con los directivos públicos, los empleados públicos, los procedimientos administrativos y los recursos materiales adecuados. Esto es responsabilidad de los partidos que llevan gobernando España los últimos años. Es verdad que el hecho de que el ministro de Sanidad sea licenciado en Filosofía y haya sido elegido en base a consideraciones que poco tienen que ver con las responsabilidades del cargo no ayuda mucho, aunque recordemos que en este Ministerio ya llovía sobre mojado, con precedentes de ministras como Ana Mato (cuyas ruedas de prensa producían sonrojo) o Leyre Pajín. Y es que hace mucho que ni el PP ni el PSOE se toman el Ministerio de Sanidad mínimamente en serio. Por eso carece desde hace lustros de capacidad de gestión, por lo que era previsible que no pudiera afrontar con ciertas garantías de éxito un sistema de compras centralizado de material sanitario en mitad de una pandemia mundial con exceso de demanda del mismo equipamiento. Y, sin embargo, fue el modelo que se intentó implantar al principio del estado de alarma, hasta que se abandonó el intento a la vista del caos. La pregunta es sencilla: ¿no había nadie al mando? Visto lo visto, la respuesta es obvia.

El mismo desastre de gestión se ha repetido en otros ámbitos, alguno de los cuales conozco de primera mano. Tomemos la Administración de Justicia con su disfuncional sistema de reparto de competencias entre el Ministerio, las CCAA y el Consejo General del Poder Judicial. El caos organizativo era previsible, ya que están divididas las competencias sobre los medios humanos, informáticos y materiales. Eso también se acordó por nuestros partidos hace años en beneficio propio y en contra de los intereses de los ciudadanos. ¿Quién es el responsable de que los funcionarios puedan teletrabajar? ¿O de que los ciudadanos puedan acudir a las sedes judiciales con ciertas garantías sanitarias? La pregunta no se responde fácilmente, porque cuando nuestros políticos jugaron al reparto de competencias en la Administración de Justicia –reservada al Estado como competencia exclusiva en la Constitución–, nadie pensó en la eficiencia del sistema. Además, la Justicia está infradotada hasta extremos impensables en una democracia avanzada. Como anécdota, contaré que, en mi destino en la Abogacía del Estado en los juzgados centrales de lo contencioso-administrativo, cuando se estropeó mi ordenador, el Ministerio fue incapaz de suministrarme otro nuevo. No había dinero. Al final, me dieron el de un agente procesal que cambió de destino. Con estos mimbres, el caos absoluto en Justicia provocado por la pandemia era algo muy fácilmente previsible: esta Administración lleva lustros sin interesar mínimamente a los partidos salvo para intentar instrumentarla.

De ahí que estos días haya sido prudente confinar a la Administración, no solo en el sentido de mandar a sus trabajadores a casa, como han hecho el resto de las empresas, sino también en el de suspender todos los procedimientos administrativos y judiciales. Porque, no nos engañemos, lo de teletrabajar en los ministerios (y me imagino que será similar en otras administraciones territoriales) está al alcance de unos pocos privilegiados que tienen los medios necesarios, que suelen estar concentrados en algunos ámbitos, como el tributario o el de Seguridad Social, ampliamente digitalizados. La mayoría de los funcionarios no tenía ni tiene ni los medios materiales, ni las conexiones informáticas adecuadas, ni los procedimientos establecidos, ni la cultura organizativa previa, ni la evaluación por resultados necesaria para hacerlo. Eso quiere decir, sencillamente, que durante este tiempo bastantes funcionarios estatales han estado en su casa tranquilamente sin mucho que hacer, no por su culpa, sino sencillamente porque no podían hacer otra cosa. En cuanto a las Comunidades Autónomas, me imagino que habrá sucedido lo propio, sin perjuicio de excepciones como la de la mayoría del personal docente para intentar atender a los alumnos on line. En las universidades públicas, al parecer ha habido y sigue habiendo de todo.

Lo cierto es que hay muchos otros colectivos de empleados públicos cuyos puestos de trabajo siguen siendo básicamente presenciales, precisamente los de menor nivel. En definitiva, el teletrabajo sólo es posible para determinadas funciones de valor añadido alto o medio, que son normalmente las que desempeñan los empleados públicos de mayor formación. Probablemente, el fuerte presentismo en las Administraciones Públicas es el reflejo de esta realidad.

En todo caso, contrasta esta situación con la del personal de la Sanidad Pública, personal estatutario que, como bien sabemos, ha estado absolutamente desbordado por la pandemia, habiendo sido necesario contar con todo el personal disponible, desde jubilados a estudiantes para poder cubrir la atención requerida, con jornadas maratonianas y con un riesgo elevadísimo de contagio dada la falta de equipamiento adecuado. Y, sin embargo, según las declaraciones del Gobierno, ni se contemplan retribuciones adicionales para el personal sanitario, como ha ocurrido en otros países, ni tampoco se contempla que el resto de los empleados públicos puedan contribuir de alguna forma al esfuerzo colectivo, bien en forma de más horas de trabajo cuando cese el estado de alarma (dado la previsible avalancha de todo tipo de reclamaciones y procedimientos administrativos no solo a causa de la pandemia sino también a causa del parón de estos meses) ni mucho menos en forma de no incremento de sus sueldos, por no hablar de otras cuestiones.

En definitiva, siguiendo la famosa máxima administrativa del café para todos (en la práctica más café para el que menos hace), tampoco se contempla discriminar entre los empleados públicos que sí han hecho un sobreesfuerzo importante –no solo el personal sanitario, pensemos en el personal del SEPE, en los profesores o en la inspección de trabajo– y entre los que no. Cuando lleguen, los recortes serán también lineales, como en el 2008.

Hay que sacar dos conclusiones importantes de esta situación, una más coyuntural y otra más estructural. La primera es que sería muy conveniente que una parte del sector público compartiera al menos un poco los sacrificios del sector privado mientras que otra parte (empezando por el personal sanitario) no solo no los debiera compartir sino que pudiera (y debería) obtener mejoras importantes. Es perfectamente sabido que la situación laboral de buena parte de nuestro personal sanitario, esos médicos, enfermeros y celadores a los que aplaudimos con tanto entusiasmo en los balcones a las ocho de la tarde, es una sucesión de contratos temporales muy mal retribuidos, es decir, de una absoluta precariedad. Si el sistema se mantiene, como tantas otras cosas en España, es gracias a mucha vocación y mucha dedicación de mucha gente muy bien formada y muy mal pagada. El problema es que el sector público está muy sindicalizado, sobre todo en lo que se refiere a los empleados públicos menos cualificados, que son los mejores pagados en términos relativos. Nuestro sector público, como nuestro mercado laboral, también es dual.

La segunda conclusión es estructural. ¿Servirá esta pandemia para que de una vez empecemos a reformar nuestras Administraciones Públicas? Tenemos aquí al lado el ejemplo de Portugal, con una gestión de la pandemia ejemplar, y que sufrió hace casi 10 años un rescate que impulsó la reforma de su Administración Pública que tenía problemas muy similares Nos lo recuerda José Areses en un artículo en el que explica –al menos en parte– las diferencias de gestión de la crisis entre España y Portugal en base a la mayor profesionalización de su dirección pública (hablando de los CVs de los responsables de la gestión sanitaria) y a su mayor efectividad. Pues bien, la reforma de la Administración Pública portuguesa se acometió por imperativo de la Troika en virtud del Plano de Redução e Melhoria da Administração Central (PREMAC). Se tomaron medidas de reforma procurando modelos más eficientes de funcionamiento, eliminando estructuras duplicadas, reduciendo el número de cargos dirigentes y del de empleados públicos, especialmente en los sectores menos cualificados, aumentando la jornada de los trabajadores públicos de 35 a 40 horas semanales y adecuando los salarios de los funcionarios públicos, todo sin ello sin perder eficiencia en la prestación de los servicios públicos. Mientras tanto, en España el Gobierno de Mariano Rajoy dejó las cosas como estaban. Los resultados a la vista están.

Por una vez, sería deseable aprender alguna vez de los errores cometidos. Deberíamos intentar convertir este fracaso en una gran oportunidad sin esperar a que nos tengan que imponer de fuera una profesionalización y despolitización de las Administraciones Públicas sin la cual ningún Gobierno, de izquierdas, de derechas o de centro va a ser capaz de gestionar con eficiencia.

¿#Salimosmasfuertes de la epidemia de coronavirus? las profecías que se autoincumplen y la regla 200-50

Terrazas a rebosar, gente sin mascarilla a medio metro como mucho. Además, y en parte porque, dice el gobierno poniendo en boca, un poco con calzador, de casi todos los periódicos nacionales que #Salimosmasfuertes; y también dicen algunos expertos-profeta que no va a haber rebrote (no sé cómo lo saben) y otros (¡o los mismos!), dicen que sí; lo cual es, paradójicamente, un alivio. El calor y el aire libre ponen las cosas más difíciles al virus, es cierto; pero no es suficiente. Hasta que todos estemos seguros de cuál de las muchas bolas de cristal que surgen como hongos después de la lluvia es la buena, voy a sacar la mía, que también “soy de Dios” para hacer un poco de abogado del diablo. Y voy a hacer mi propia profecía para que no se cumpla, que es lo que suele y debe pasar con las profecías epidémicas sensatas.

La campaña #Salimosmasfuertes del gobierno ha tenido, supongo, algo de buena intención, bastante de inauguración precipitada, y mucho de inoportuna. Está por ver que hayamos salido y seguro que más fuertes, no. Después de un corto periodo reciente de lucidez técnica aprobando, por fin, la mascarilla obligatoria y promoviendo la realización de test, parece que el gobierno vuelve a las andadas con ese estilo propagandístico que no va bien en las epidemias. Sabemos que la sola percepción de autoeficacia, de hecho la aumenta. Si nos sentimos capaces de hacer algo, es más probable que lo consigamos y  viceversa. Es lo que se conoce como “profecía autocumplida” y funciona muy bien en algunas terapias psicológicas. También fuera del área sanitaria o médico-científica, como en el coaching, en los partidos de tenis (¡Vamos, vamos!) y en el marketing. Pero, lo siento, en las epidemias, no. Ocurre justo al revés: la profecía se autoincumple. Si todo el mundo relaja las medidas de protección porque piensa que ya “hemos salido”, aumenta la probabilidad de que las cosas vayan mal y viceversa. Algunos de los asesores influyentes del gobierno saben mucho de marketing y quizá no tanto de epidemias y así, muchos ciudadanos han salido, no sé si más fuertes pero en tromba,  ávidos de normalidad y hartos (no es de extrañar) de restricciones, a llenar alegremente las terrazas, muchos sin mascarilla y sin respetar la distancia de seguridad.

Y ahora, voy con un poco de matemáticas. Me ahorraré lo del inventor del ajedrez y los granos de trigo, porque los lectores experimentaron de primera mano lo contraintuitivas y traicioneras que son las funciones exponenciales cuando el tsunami arrasó (no sólo desbordó) el sistema sanitario en marzo. Aunque, igual que el fondo marino después de un tsunami, la capacidad de regeneración de nuestra querida sanidad pública, es asombrosa. Voy entonces, con otras exponenciales que tienen que ver con el riesgo individual. Los humanos, cuando una conducta de riesgo aislada nos parece asumible, tendemos a pensar que el riesgo de ejecutarla de forma continuada, también lo es. Esta percepción errónea conduce a una infravaloración, a veces adaptativa, de las conductas de riesgo.

Ilustraré de forma técnica este “tanto va el cántaro a la fuente” de toda la vida. Pido disculpas de antemano porque algunos datos son imprecisos: no tomen en cuenta el valor de los datos concretos, son un instrumento y verá el lector que fuerzo los números redondos para explicar el caso. En la Comunidad de Madrid, las cosas han ido a mejor, los hospitales se han ido recuperando y las UVIs aliviándose. Con 200 casos /día y un periodo infeccioso de, digamos, 10 días, habría unos 2000 sujetos infecciosos. Asumimos que los positivos oficiales son menos que los reales. Sabemos que, hace semanas eran solo el 10% de los reales, basándonos en un estudio serológico nacional, en el que se estimó que el 5% de la población española (2,35 millones) había sido contagiada, mientras, en aquel momento, teníamos una cifra oficial de contagiados en España 10 veces menor: 235.000. Hoy, con toda probabilidad la magnitud del error será menor, porque hay una proporción de positivos sobre el total de test realizados mucho menor. Pongamos que, en la Comunidad de Madrid no haya 2000 sujetos infecciosos sino algo más del triple (una estimación verosímil pero forzada, en aras de la claridad de la explicación). Redondeando al alza 6700 sujetos infecciosos que es, exactamente el 1 por mil de la población de la Comunidad de Madrid. Aclaro que no es mi objetivo con este artículo ni poner en cuestión ni defender el cambio de fase, sobre todo porque ni tengo toda la información ni la he analizado con suficiente profundidad. Lo que sí sé seguro, es que el resultado final de la decisión de cambio fase, no sólo depende de la decisión en sí, si no de lo que se haga a partir de ahora.  Creo que las administraciones deberían intentar en lo posible que se cumpla la norma (mascarilla obligatoria y distancia de seguridad), y también empeñarse en el testeo sistemático y rastreo de casos. No sugiero que haya que actuar como cuando se perseguía a aquellos corredores solitarios, que se echaban desesperados al monte al inicio del confinamiento, poniendo “grave e irresponsablemente” en riesgo la salud de nadie; pero entre eso y hacer la “vista gorda” de forma sistemática, supongo que hay un término medio.

Y vuelvo, al hilo que dejé en el aire, a ese riesgo del 1 por mil, a ver qué pasa. Supongamos que un sujeto sano (usted por ejemplo) tiene 20 contactos (simultáneos o sucesivos) sin protección alguna en un solo día que duran un rato, lo suficiente como para contagiarse ¿Cuál sería el riesgo de contagio? Bastaría con que uno de los 20 contactos sea infeccioso para contagiarse, por tanto, la probabilidad de contagiarse sería la complementaria de la probabilidad de que los 20 sean sanos. Es decir, 1 menos 0,999 elevado a la 20, que resulta ser 1 menos 0,98 es decir el 0,02 (2%). Alguno diría: ¡Pues me la juego! Venga esa cervecita con l@s amig@s todos bien juntit@s y sin mascarilla, que ya sería mala suerte! ¿Y si repetimos conductas parecidas, con 20 contactos diarios no protegidos en un comercio, con un amig@ o en el metro, durante dos semanas seguidas? Sorpresa: La probabilidad de contagiarse pasa al 25%: 1 menos 0,98 elevado a 14 ¿Y durante 1 mes?: casi el 50%, cara o cruz. Todo esto bajo el supuesto falso del riesgo constante. El argumento aplica a otras comunidades autónomas. Prácticamente a todas. Si en vez del 1 por 1000 es el 0,5 por mil, el razonamiento cambia muy poco. Si hiciéramos un modelo matemático (quizá deberíamos), ese riesgo empezaría a crecer a medida que el número de sujetos con capacidad de infectar comenzara a crecer, con un retraso correspondiente al periodo desde que el sujeto se infecta hasta que es ya contagioso a pesar de ser asintomático, con lo cual todos esos números habría que modificarlos a peor.  Y ¿qué pasa si en vez de pensar que hay 6700 sujetos con capacidad de infectar piensas en 200? Pues que muchos dirán ¿Pero cómo me va a tocar a mí? Y sale a la terraza a tomar algo con los amigos, sin mascarilla y a 50 centímetros.

Termino con un ruego, una profecía y con una regla nemotécnica. Mi ruego es que tomemos muy en serio las medidas de lavado de manos, distancia de seguridad y mascarilla obligatoria. Ahí va mi profecía autoincumplida que espero que mucha gente crea, para que funcione y no se cumpla: si no se toman en serio estas medidas nos encontraremos, incluso antes del otoño y pese al sol y el aire libre, otra vez, con demasiados enfermos ingresados y más muertos que llorar. Y cierro con mi regla nemotécnica: con 200 infectados diarios en la Comunidad de Madrid, si tu “distancia de seguridad” no son 200 centímetros sino 50, en un mes, tu riesgo de contagiarte será del 50%  ¿Quién lo diría?

Lo dicen las exponenciales, que son muy traicioneras.

El criterio expresado en el artículo es el mío propio y no necesariamente el de la institución Hospital Universitario La Paz.

¿Copiar es de listos? (Tribuna de nuestro editor Segismundo Alvarez en ABC, con referencias)

En esta reciente entrevista el Ministro de Universidades y Catedrático Manuel Castells dijo, según la transcripción literal del diario: “La obsesión de que no copien es un reflejo de una vieja pedagogía autoritaria. Si copian bien y lo interpretan inteligentemente es prueba de inteligencia.” No parece que sea un lapsus linguae pues las respuestas a las entrevistas fueron por escrito.

En Hay Derecho defendemos la necesidad de una conciencia cívica y creemos que declaraciones como éstas no ayudan. Numerosos estudios académicos han examinado los efectos nocivos de copiar y en general hacer trampas en la universidad, tanto sobre los individuos y la sociedad. Tratar de evitarlo es una obligación y no un reflejo autoritario.

En el plano individual es evidente que los alumnos honestos se ven perjudicados al no obtener en términos relativos los resultados que se merecen. Los daños van más allá pues a la injusticia se añade la desmotivación para estudiar, la pérdida de confianza en los demás y el tener que dedicar esfuerzos para evitar que los demás se aprovechen de su esfuerzo. El tramposo es lo que se conoce en términos económicos como un free-rider, es decir alguien que viaja gratis a costa de los demás, en este caso sus compañeros de clase. En realidad ese viaje gratis es en realidad también carísimo para el deshonesto: no tiene estímulo para el estudio y la falta de aprendizaje le convierte en dependiente de los demás para cualquier trabajo creativo (ver aquí); se arriesga a daños en su reputación; los psicólogos han descrito también los problemas del sentimiento de culpa y de la falta de satisfacción por sus resultados.

También para los profesores los daños son enormes: la necesidad de control del fraude y su castigo son uno de sus mayores factores de estrés; si el fraude es generalizado no tiene elementos para juzgar si los alumnos han aprendido o no, lo que le impide saber qué aspectos o cuestiones no han quedado claras. Para la comunidad universitaria supone una quiebra de confianza tanto entre los alumnos como entre ellos y el profesorado. Para la Universidad como institución el fraude disminuye la confianza en ella de la sociedad. La falta de eficacia en la evaluación perjudica también el valor económico de la educación universitaria: como estudió el economista Akerlof, cuando el comprador no puede determinar si un producto tiene una calidad, pagará solo el precio por el de calidad más baja (ver aquí). Si las notas no son fiables, se produce una asimetría de la información cuya consecuencia es que todos los alumnos de la universidad serán pagados como el peor.

Pero es que además la deshonestidad académica produce más deshonestidad, dentro y fuera de la Universidad. Para que se produzca el fraude es necesario en general, que se den tres factores: necesidad, oportunidad y racionalización (Zeune, 2001). Es evidente que el fraude de unos pocos crea en los demás la necesidad de actuar igual para mantener el nivel (Whitley, 2002) y desde luego ayuda cualquiera a racionalizar –justificarse a sí mismo- su actuación, lo que lleva a que la frecuencia del fraude esté en directa proporción a la percepción de que los demás lo hacen (aquí). Claro que nada mejor para racionalizar el fraude que el que el Ministro de Universidades diga que copiar es de listos y que los que pretenden controlar el fraude tienen reflejos autoritarios.  El carácter contagioso de todo fraude, desde copiar hasta la corrupción, ha sido comprobado a menudo: en relación con este tema en concreto este estudio identifica una clara correlación entre el nivel de tolerancia a copiar y el nivel de corrupción por países. Otros estudios han detectado una estrecha correlación entre el fraude durante los estudios y delitos en la vida profesional.

Teniendo en cuenta que el tercer factor que favorece el fraude es la oportunidad, no parece que el interés por evitar el fraude sea una obsesión autoritaria, sino más bien el medio para defender la honestidad, la calidad de la educación, y a los alumnos mismos, incluso –y quizás sobre todo- a los que tratan de copiar. En la misma entrevista el Ministro critica que para evitar el fraude los exámenes son largos y no da tiempo a terminarlos. Esto tampoco parece un problema pues el profesor adaptará las calificaciones a la dificultad y extensión del examen y al nivel general de la clase. No parece tampoco que el que examine oralmente o se vigile el escrito por cámara sea más lesivo para la intimidad que un examen presencial, cosa que parece preocupar mucho al Ministro y su entrevistador. Otra cosa es que además se pueda optar por exámenes que dificulten el fraude y al tempo mejore la calidad del aprendizaje: los exámenes no meramente memorísticos favorecen a los alumnos que profundizan y al mismo tiempo hacen mucho más difícil copiar de los libros y de los demás alumnos. Los exámenes con disponibilidad de libros y leyes deberían ser la norma y no la excepción (vean por ejemplo este post).

En cualquier caso en este país llevamos décadas, sino siglos, tratando de desprendernos de la picaresca y de la admiración al listillo o al defraudador de impuestos, como para que nada menos que un Ministro de Universidades califique a un tramposo de inteligente. Probablemente en ningún lugar sea más importante la honestidad que en la Universidad, porque de ella depende la calidad de la formación, la reputación de estas instituciones básicas y la ética de los futuros profesionales. Quizás la explicación de estás extravagantes declaraciones sea la tendencia a ponerse al lado del débil – en este caso el estudiante que no ha estudiado- sin caer en la cuenta que al tratar de evitarle esfuerzo y dificultades se está perjudicando a la Universidad y al conjunto de la sociedad, pero muy especialmente a él.

En el centro está la virtud

Las consecuencias de la crisis sanitaria desatada por el nuevo coronavirus no se han hecho esperar. Además de las pérdidas humanas, a la inminente crisis económica se le ha adelantado la crisis política. La crispación y la polarización aumentan incontroladamente cada día, destrozando una moderación que es vital tanto para la convivencia como para el progreso. Y afianzando la política de bloques.

Las consecuencias de la política de bloques

Durante muchos años (y en estos momentos) en España ha imperado una férrea política de bloques. La izquierda y la derecha no pactan. No matter what. Y claro, esto genera tres graves consecuencias:

  1. La primera: la sobrerrepresentación de los nacionalistas periféricos.

Para alcanzar la mayoría, pagaban el precio que hiciera falta a los nacionalistas periféricos. Lo cual no sólo genera evidentes agravios comparativos entre regiones (ahí sigue el cupo vasco y el convenio navarro), sino también tensiones territoriales y reivindicaciones secesionistas (miren las consecuencias de la educación sesgada en Cataluña). ¿Estaríamos sufriendo el ‘procés’ sin todas estas concesiones a la CiU de Jordi Pujol a lo largo de los años?

  1. La segunda: la instrumentalización de las instituciones.

Al llegar al poder, trataban de controlar todas y cada una de las instituciones del Estado. Y esto es mucho más importante de lo que parece. Porque la instrumentalización de las instituciones por parte de los partidos genera el descrédito de éstas entre los ciudadanos. Y porque una democracia avanzada necesita instituciones independientes que se controlen mutuamente. Lo contrario nos lleva al capitalismo clientelar y ahonda ese descrédito. Esto es precisamente lo que nos llevó al 15M y su grito por una “democracia real”. Pero es que, además, si dejamos de creer en las instituciones corremos el riesgo de acabar apoyando a partidos totalitarios que aboguen por su supresión, conduciéndonos a una autocracia. Y esto nos lleva a la siguiente consecuencia:

  1. La tercera y más peligrosa: el poder de los totalitarios.

Si los bloques no son capaces de pactar entre ellos, pactarán con esos extremos totalitarios, haciéndoles concesiones y, por tanto, dañando nuestra democracia y nuestros derechos y libertades.

Las dos alternativas

De acuerdo. Hemos comprobado que la política de bloques entraña graves riesgos, pero ¿cómo podríamos cambiarla?

  • La primera y más sencilla opción sería convencer a los grandes partidos de cada bloque (PSOE y PP) para que se levanten el veto. Para que antes de pactar con ultras (sean los de Vox, sean los de ERC) se permitan el uno al otro gobernar en solitario. Esto ya pasó en octubre de 2016, con la abstención del PSOE para el segundo gobierno de Rajoy. Pero no se repitió el gesto por parte del PP ni en la propuesta de presupuestos de 2019 de Sánchez, ni en su investidura de 2019. Tampoco en la de 2020.
  • La segunda opción, más complicada, sería contar con un partido bisagra, de centro, nítidamente institucionalista, capaz de sumar lo suficiente para pactar con ambos bloques, quitando poder a los nacionalistas periféricos, frenando la instrumentalización de las instituciones y evitando que los extremos cojan el mínimo poder.

El centro a lo largo de los años

Esta solución del partido de centro se ha intentado ya varias veces. Pero no por ello deja ser absolutamente necesaria. Vamos a repasarlas:

  • La UCD (Unión de Centro Democrático) consiguió liderar la transición y poner de acuerdo a personas que se profesaban verdadero odio. No lo tuvo nada fácil. La hoy reconocida figura de Adolfo Suárez en su día sufrió ataques furibundos desde todos los ángulos, hasta de su propio partido. Habiendo ganado la primera legislatura en 1979 con 157 escaños, pasó a tan sólo 11 en la segunda, en 1982. Pero ahí queda su legado: España cuenta con una democracia plena y consolidada, por mucho que la política de bloques le genere fallos.
  • Siguió intentándolo CDS (Centro Democrático y Social), que en 1986 obtuvo 19 escaños y en 1989 14. No sirvieron para la investidura, pues el PSOE no necesitó pactar.
  • De 1993 a 2008 no hubo ningún partido de centro en el Congreso:
    • En 1993 Felipe González tuvo que hacerse con el apoyo de CiU y PNV.
    • En 1996 José María Aznar otra vez con CiU y PNV y, esta vez, también con CC.
    • En el 2000 no le hizo falta porque tenía absoluta, pero CiU y CC le volvieron a apoyar.
    • En 2004 José Luis Rodríguez Zapatero necesitó el apoyo de ERC, CC, BNG y la Chunta.
  • En 2008 volvió el centro gracias a UPyD (Unión, Progreso y Democracia), pero su único escaño no fue suficiente. Zapatero requirió la abstención de CiU, PNV, BNG, CC y NaBai. En 2011 pasó a 5 diputados, pero la absoluta de Mariano Rajoy los hizo innecesarios. Aún así, hicieron un gran trabajo centrista y regenerador, hasta que en 2014 empezaron a quedar fuera de juego y en 2015 se acabaron autoliquidando. (Todo esto último lo conté en su día aquí)
  • En 2015 Ciudadanos cogió el testigo y entró con 40 diputados en el Congreso. Y la negociación liderada por Jordi Sevilla y Luis Garicano propició el conocido como Pacto del Abrazo, en el que los 40 escaños de Cs se unían a los 90 del PSOE, posicionándose como primera fuerza del Congreso, pero aún a 46 escaños de la mayoría. El acuerdo entre la izquierda y el entonces centro rompía la política de bloques, pero la negativa de Podemos derivó en una repetición de elecciones que permitió a Rajoy seguir en la Moncloa.
  • En dicha repetición, ya en 2016, Ciudadanos obtuvo 32 escaños. Pactó esta vez con el PP a cambio de medidas muy similares a las pactadas con el PSOE unos meses antes, ejemplificando su papel de centro bisagra. La suma volvía a ser insuficiente, pero esta vez la abstención del PSOE hizo innecesaria la participación de los nacionalistas periféricos.
  • En 2018 Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, observa cómo crece en las encuestas a costa de un PP en caída libre y rompe su pacto con ellos. Pedro Sánchez, de nuevo líder del PSOE, aprovecha la oportunidad y presenta una moción de censura. Le ofrece a Rivera convocar elecciones a cambio de su apoyo. Éste se niega. Consigue finalmente el apoyo de todos los partidos menos de Cs, que vota no, y de CC, que se abstiene. Rivera no reconoce este recurso perfectamente legal y legítimo de la moción de censura y abandona la postura de respeto a las instituciones para comenzar a calificar al nuevo presidente como un ‘okupa’. Es sólo el principio de la larga deriva que emprendería Ciudadanos, desde su centrismo socioliberal de origen, hasta un conservadurismo con tintes nacionalpopulistas. El centro volvía a quedarse sin nadie que lo representara.
  • Sánchez, sin necesidad ya de convocar elecciones ante la negativa de Cs, forma un gobierno para agotar la legislatura. Viendo el cambio de rumbo de Rivera, lo utiliza para hacer guiños al electorado centrista, nombrando a Josep Borrell, Nadia Calviño o Pedro Duque. Pero a principios de 2019 Ciudadanos mantiene su derechización y decide no sentarse a pactar los presupuestos con el PSOE. Como Sánchez se niega a pactarlos con los secesionistas, única alternativa, el resultado no es otro que la convocatoria de elecciones.
  • El resultado de las elecciones de abril de 2019 es, por primera vez desde la primera legislatura, la oportunidad para que el centro vuelva al poder. Rivera podía desdecirse de su discurso conservador de los últimos meses y sumar sus 57 diputados a los 123 de Sánchez. España podría tener un gobierno de coalición de centro izquierda y centro derecha, apoyado por una holgada mayoría de 180 escaños, que representara a la mayor parte del electorado. Podía… pero no quiso. Inexplicablemente Rivera decide que no va ni a reunirse con Sánchez. Ignora todas las peticiones que, desde muchos y diferentes ámbitos, le llegan. Se enroca. Sánchez vuelve a tener como única alternativa a los secesionistas, además de a Podemos. Se vuelve a negar a pactar con ellos. Volvemos a elecciones.
  • En noviembre Ciudadanos paga su total similitud con el PP, al que apoya en todas las CCAA y ayuntamientos incluso aceptando sus pactos con la ultraderecha de Vox. Pierde más del 80% de sus escaños, quedándose en 10. Rivera dimite e Inés Arrimadas coge el mando. Para decepción del electorado centrista mantiene la derechización de Cs y se niega a pactar con Sánchez su investidura. Éste, frente a la alternativa de convocar unas terceras elecciones, acaba pactando con los secesionistas de ERC.
  • Hasta ahora. A principios de mes Arrimadas pacta con Sánchez su apoyo a las 4.ª prórroga del Estado de Alarma a cambio de una serie de medidas que Cs considera indispensables. Se levanta el veto a los partidos de izquierdas autoimpuesto en 2018. Cs rompe de nuevo la política de bloques.

Y ahora, ¿qué?

Todavía es pronto para cantar victoria. Ciudadanos sigue siendo un partido conservador y el centro sigue estando huérfano. Pero los gestos de Arrimadas durante esta crisis y los pactos para las 4.ª y 5.ª prórroga del Estado de Alarma podrían frenar la integración de Cs en el PP y alumbrar un nuevo Cs centrado. El hecho de que algunas de sus figuras más ultras hayan causado baja, como Juan Carlos Girauta o Marcos de Quinto, también ayuda. Pero ¿cómo podría ejemplificar realmente Ciudadanos su vuelta al centro? Con dos contundentes acciones:

  1. Ofreciendo su predisposición a pactar los presupuestos. No sólo para conseguir varias de las medidas de su programa, sino también para condenar a los partidos secesionistas a la irrelevancia en el Congreso.
  2. Rompiendo los pactos de gobierno en aquellas CCAA y ayuntamientos en los que dependen de la ultraderecha. Esta estrategia, además de devolverles al centro, les puede hacer conservar el Gobierno de la Comunidad de Madrid antes de que Díaz Ayuso convoque elecciones y les eche. Y ganar la alcaldía de la capital, que recordemos ofrecieron PSOE y Más Madrid a cambio del apoyo a Gabilondo.

Y, para terminar: si el reciente cambio de Cs no fuera más que un espejismo, siempre quedará la posibilidad de un nuevo intento. Quizás así gente como Toni Roldán (centro), Edu Madina (centro izquierda) o Borja Sémper (centro derecha) puedan volver a la política. O Manuel Valls encuentre por fin su sitio. La clave es acabar con esta peligrosa y autodestructiva política de bloques. ¡A ello!

La financiación de litigios y la necesidad de regulación

Como todo aquello que surge más allá de nuestras fronteras y acaba triunfando, la financiación de litigios –legal financing o third-party litigation funding– ya ha llegado a nuestro país, y lo ha hecho para quedarse. Esta práctica sumamente reciente en España, no es un concepto nuevo, pues existe desde mediados de la década de los 60, y desde entonces ha estado presente principalmente en países de cultura anglosajona. Durante este tiempo se ha ido expandiendo, primero entre los países de la antigua Commonwealth, y a la postre por todo el mundo.

En los últimos años, y a un ritmo moderado pero constante, distintos fondos dedicados a esta rama de la actividad financiera se han ido asentando en España, y a día de hoy son ya una realidad. Algunos de estos fondos que ya operan dentro de nuestras fronteras son Ramco, Rockmon o Therium, y han financiado pleitos de distinta índole, desde reclamaciones derivadas de la famosa venta del Banco Popular al Banco Santander por un euro, hasta pleitos masa derivados del cártel de camiones.

Esta práctica comienza con un exhaustivo proceso de due diligence en el que la entidad financiadora, o fondo, analiza entre otros extremos: la viabilidad de la reclamación y su previsibilidad de éxito, el tiempo promedio de resolución de la jurisdicción o institución arbitral competente, la solvencia del demandado o el atractivo económico calculado a partir de la relación entre las necesidades de financiación y la cuantía reclamada. En este proceso de análisis, están ganando un peso significativo las distintas herramientas de analítica jurisprudencial, que permiten comprobar datos, cifras y estadísticas de cada tribunal y que han experimentado una mejoría sustancial en cuanto a sus plataformas y prestaciones durante los dos últimos años.

Una vez concluido este proceso, y en caso de obtener un resultado favorable desde el punto de vista de los intereses del fondo, este se ofrece a sufragar el procedimiento judicial o arbitral, haciéndose cargo de los gastos derivados del mismo (abogado, perito, procurador, costas, etc.) a cambio de recibir un porcentaje de las ganancias en caso de pronunciamiento favorable.

Sin embargo, a pesar de la aparente sencillez e inocuidad de esta relación contractual, es en la letra pequeña del contrato y en la práctica cotidiana de esta actividad, donde pueden ponerse manifestarse los principales riesgos de la misma. Como siempre que surge por primera vez una herramienta o práctica disruptiva, con independencia del campo o sector profesional en que se enmarque, esta se granjea detractores y defensores a partes iguales. La financiación de litigios no es una excepción.

Así, encontramos por un lado a quienes la defienden a ultranza y ven en ella una herramienta más a disposición del justiciable para eliminar una de las mayores barreras al acceso de justicia: la económica. Sostienen que la financiación de litigios precisamente se configura como una opción de financiación especialmente interesante para la defensa de derechos e intereses en aquellos supuestos en los que por la naturaleza del caso, este lleva aparejado un elevado coste económico.

Por el contrario, no son pocos quienes ven en la financiación de litigios poco más que el último instrumento de especulación financiera y etiquetan esta práctica como especialmente perniciosa con los derechos del litigante. El principal argumento de quienes sostienen esta tesis, se centra en que en la medida en la que es un tercero quien se hace cargo de los gastos derivados del proceso, ello le sitúa en una situación privilegiada para conducir el devenir del procedimiento condicionando especialmente la labor del abogado.

La finalidad de este artículo, no es la de decantarse por uno u otro bando, lo cual requeriría sin duda un estudio mucho más profundo del fenómeno, sino sencillamente poner sobre la mesa el hecho de que a día de hoy, y a falta de una regulación específica, la practica de esta actividad puede entrañar serios riesgos desde la óptica de los derechos y garantías del justiciable.

Sin bien son múltiples y de distinta índole los potenciales riesgos aparejados a esta práctica, entiendo que la mayoría de ellos, o por lo menos aquellos de mayor entidad, se encuentran íntimamente ligados con la relación tripartita que se da entre fondo-abogado-cliente en este tipo de operaciones. Bajo mi punto de vista, uno de los mayores riesgos pivota entorno al hecho de que en la medida en la que es el fondo quien sufraga los gastos del pleito o arbitraje, incluidos los honorarios del abogado, principios como los de independencia o el de recíproca confianza, que deben regir toda actividad del abogado, pueden verse seriamente comprometidos.

Como apuntaba de inicio, la financiación de litigios cuenta con una trayectoria consolidad en países de tradición anglosajona, por lo que no es de extrañar que tribunales como los australianos, británicos o norte americanos, ya se hayan pronunciado con respecto a algunos de los aspectos más conflictivos de esta práctica. Así en supuestos como Oliver v Board of Governors , la Corte Suprema de Kentucky expresó su preocupación ante la potencial pérdida de independencia del abogado en el ejercicio de sus funciones cuando es un tercero quien financia el litigio.

No se trata por lo tanto de una cuestión baladí, sino todo lo contrario, es un tema que afecta a pilares esenciales sobre los que se asienta el ejercicio la abogacía, y que tienen como finalidad contribuir a garantizar la correcta tutela de derechos. Esta potencial amenaza a principios vertebradores del ejercicio de la profesión y por lo tanto a las garantías de la misma, se deriva en muchos casos de la ejecución práctica de esta herramienta.

Por ejemplo, prácticas tan típicas como que sean los propios fondos los que determinen quienes van a ser los abogados encargados de defender los intereses del litigante o que en la práctica estos fondos encarguen a un número reducido de firmas o especialistas los asuntos en los que participan, puede determinar que la lealtad debida del abogado no se halle con el cliente sino con el fondo. Porque, ¿hasta qué punto una promesa, más o menos velada, de remisión recurrente de asuntos del fondo al abogado no pone en riesgo la independencia de este? Especialmente, como puede ocurrir, en supuestos en los que la fuente mayoritaria o única de ingresos de un abogado o despacho, sean los pleitos que le son suministrados por el fondo.

O en esa misma situación, pero con respecto a otro derecho del cliente, ¿hasta qué punto puede el abogado cumplir con su obligación respecto al carácter secreto de las comunicaciones cuando el fondo le reclame ciertos documentos? Como apuntábamos, todas estas son cuestiones que no son triviales ni nimias y ya se han dado en otras jurisdicciones con mayor tradición de esta práctica, por lo que es de esperar que a medida que esta práctica se consolida en nuestro país, se vayan planteando.

Precisamente, en previsión de los posibles riesgos que entrañe esta práctica, el Centro Internacional de Arbitrajes de Madrid (CIAM), la institución llamada a ser referente del arbitraje internacional de nuestro país, destina uno de los artículos de su recién estrenado reglamento a esta figura. Pensando en el impacto innegable que está actividad tiene en la resolución de conflictos, y con la intención de aportar transparencia al proceso arbitral, el artículo 23 del citado Reglamento , establece el deber a las partes litigantes de informar al tribunal, a la parte contraria y al centro, cuando cualquiera de ellas cuenta con financiación de un tercero.

Sin duda una regulación en esa línea y en consonancia con la presente en los países de mayor tradición, es un mecanismo eficaz para paliar o evitar posibles abusos o injerencias indebidas propiciadas por esta práctica. Por ello, en lo que respecta a la configuración de la financiación, considero que presenta luces y sombras desde el punto de vista de los derechos del justiciable y puede conllevar conductas que pongan en riesgo cuestiones centrales del ejercicio de nuestra profesión.

Sin embargo, siendo plenamente consciente del potencial beneficio que puede suponer una práctica sana de esta herramienta, la solución pasa por que el Legislador siga la senda marcada por el Centro Internacional de Arbitral de Madrid, y trate de anticiparse estableciendo una regulación que dote de seguridad jurídica al conjunto de operadores del sector.

 

¿Desliz o trampa? Sobre ERTEs y concursos de acreedores

El Real Decreto 18/2020 de 12 de mayo de medidas sociales para la protección del empleo ha venido, entre otras cuestiones, a prorrogar hasta el 30 de junio los efectos de los denominados expedientes de regulación temporal de empleo (ERTEs) presentados bajo el supuesto de fuerza mayor según se regulaba en el Real Decreto Ley 8/2020.

Ahora bien, la norma recientemente publicada ha introducido una modificación que afecta a la esfera concursal, al menos y en apariencia de forma tangencial. Más que a la esfera concursal, que también, me atrevería a manifestar que afecta a la esfera de los administradores societarios, no sólo en sede de una futura calificación culpable en un posterior procedimiento concursal, sino también ante una derivación de responsabilidad a instancias de la Administración Pública frente al órgano de administración de la sociedad.

Así, la disposición final primera del Real Decreto 18/2020 modifica, entre otras, la disposición adicional sexta del Real Decreto ley 8/2020 en lo atinente a las medidas de protección del empleo, estableciendo una excepción al deber de mantenimiento de los puestos de trabajo durante los próximos seis meses posteriores: que concurra en las empresas el riesgo de concurso de acreedores en los términos del artículo 5.2 de la ley concursal.

Aquí es donde puede aparecer la trampa porque, a priori, la referencia al artículo podría parecer inocua, pero en realidad no lo sería. Dicho precepto determina dos cuestiones esenciales. En primer lugar, parte del hecho indubitado de que el deudor (reza el artículo) ha conocido su situación de insolvencia cuando concurre alguno de los supuestos que pueden servir de base a la solicitud de un concurso necesario conforme al artículo 2.4 de dicha norma. Y en segundo lugar, que según éste, concurre cuando se haya producido el incumplimiento generalizado en el pago de las obligaciones tributarias exigibles durante los tres meses anteriores a la declaración de concurso, las de pago de cuotas seguridad social y demás conceptos de recaudación, o el impago de salarios e indemnizaciones así como de indemnizaciones de los tres últimos meses.

Por tanto, el acogimiento a la excepción al deber del mantenimiento del empleo que regula la disposición adicional sexta del Real Decreto Ley 8/2020 y que modifica el 18/2020, parte de la premisa de que la sociedad está reconociendo su situación de insolvencia, pero no de cualquier insolvencia, sino de la que sirve de título habilitante para instar un concurso necesario. Dicho reconocimiento no es baladí, porque puede afectar al escenario de la culpabilidad en el concurso o puede suponer que la falta de solicitud de concurso en plazo habilite a las Administraciones Públicas para instar un procedimiento de derivación de responsabilidad contra el órgano de administración.

La pregunta de desliz o trampa tiene su sentido porque es cierto que las diversas modificaciones que se han introducido vía Real Decreto Ley en materia concursal podrían salvar esos escollos anteriores. El Real Decreto Ley 16/2020 de 28 de abril regula en su artículo 11 que hasta el 31 de diciembre de 2020 el deudor que se encuentre en situación de insolvencia no tendrá el deber de solicitar la declaración de concurso, haya o no comunicado una solicitud de 5 bis, un acuerdo extrajudicial de pagos o adhesiones a una propuesta anticipada de convenio. Adicionalmente, el apartado 2 de dicho precepto señala que no se admitirán las solicitudes de concurso necesario presentadas antes del 31 de diciembre de 2020.

Por tanto, entramos en el juego de las conjeturas, pues por un lado la sociedad que quiera verse dispensada del deber de mantener el empleo, y por tanto presentar un expediente de regulación de empleo, deberá reconocer expresamente que es insolvente, lo que nos lleva a preguntarnos si debe presentar en todo caso una solicitud de 5 bis, o si debe solicitar el concurso al manifestar que en esa fecha concreta ya se encuentra en situación de insolvencia.

En caso de que no se adopte ninguna de las medidas anteriores, se puede considerar que la redacción del artículo 11 del Real Decreto 16/2020 actúa como paraguas protector para considerar que, esa mera declaración de insolvencia, no va a afectar a la calificación futura del concurso, al entender que se ha agravado la situación de insolvencia.

Permite entender la redacción del artículo que esa obligación de no presentación del concurso o esa situación de insolvencia se refiere a una situación nacida con posterioridad a la paralización económica generada por las medias adoptadas en el Real Decreto de Estado de Alarma, o afectan también a sociedades en las que ya concurriera su situación de insolvencia con anterioridad a esta circunstancia.

Las dudas son tantas que no se sabe si la redacción dada a la modificación de la disposición adicional sexta es fruto de la imprevisión, o si por el contrario tiene una carga adicional de pólvora de cara a deslegitimar en el futuro los efectos del artículo 11 del Real Decreto Ley 16/2020.

El debate está servido.

¿Puede un ministro del Interior perder la confianza en un oficial de la Guardia Civil?

En la Administración General, la provisión de puestos de trabajo se lleva a cabo mediante concurso y libre designación, en función de lo que establezca la relación o catálogo de puestos de trabajo (arts. 79 y 80 del Real Decreto Legislativo 5/2015).

La libre designación consiste –según el dato positivo de la Ley- en la apreciación discrecional de la idoneidad de los candidatos en relación con los requisitos exigidos para el desempeño del puesto de trabajo. El cese del efectivo que ocupa un puesto de libre designación también es discrecional.

No obstante lo anterior, el ordenamiento jurídico establece límites a la discrecionalidad, tanto en el nombramiento –que debe ser en convocatoria pública- como en el cese, que debe ser motivado. De hecho en los últimos años los Tribunales de Justicia anulan innumerables ceses de personal de libre designación por falta de motivación. Dicho de otra manera, resulta contrario a Derecho un cese de plano sin más.

Ante la sorpresiva noticia del cese del Coronel Jefe de la 1ª Zona de la Guardia Civil y la justificación que se ha dado de “pérdida de confianza”, resulta obligado analizar si el régimen general del empleo público en España es aplicable sin más a un Cuerpo especial como el de la Guardia Civil. Entre otros motivos, porque la pérdida de confianza de un alto cargo (político) en un mando de la Guardia Civil es una expresión poco afortunada en términos jurídicos.

La Ley 29/2014 regula el régimen de personal de la Guardia Civil, y su art. 77.2 contempla la libre designación para aquellos puestos que, “por su especial responsabilidad y confianza, se precisan condiciones profesionales y personales de idoneidad”.

A riesgo de equivocarme, tengo para mí que el término “confianza” que menciona la Ley es poco feliz. No se puede asignar un puesto a un oficial de la Guardia Civil por razones de confianza, porque quien lo asigna es un político (Ministro o Secretario de Estado), de manera que la asignación acaba por regirse por confianza política; y este extremo resulta incompatible con la misión y el espíritu de este concreto Cuerpo de servidores públicos.

Al igual que el resto de fuerzas y cuerpos de seguridad y las fuerzas armadas, la más absoluta neutralidad política constituye una conditio sine qua non para la Guardia Civil. El cese del Coronel Pérez de los Cobos por pérdida de confianza se erige así como una preocupante arista en la arquitectura institucional del Estado.

A mayor abundamiento, los medios añaden un reproche al Coronel de falta de neutralidad política, que se me antoja una acusación de extrema gravedad. La neutralidad política es un deber de todo servidor público, que se predica con mayor énfasis en los miembros de las FCS y de las FFAA por su relación de especial sujeción con el Estado. La falta de neutralidad política de un oficial no se resuelve sin más con un simple cese, sino que exigiría un procedimiento disciplinario por falta muy grave tipificada en el art. 7.2 de la Ley Orgánica 12/2007.

En consecuencia y haciendo abstracción de valoraciones personales, no encuentro una explicación jurídica al cese del Coronel Jefe de la 1ª Zona con los argumentos vertidos en prensa.

De lo que no cabe duda es que la política no puede tener confianza en la Guardia Civil, que es un Cuerpo que desde su fundación en 1844 se ha caracterizado por una independencia funcional absoluta, una hoja de servicios intachable como Cuerpo de servidores públicos y la sola adscripción a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Desde el momento en que cualquier persona accede al Cuerpo de la Guardia Civil, la confianza en la misma no puede ser sino total. El capítulo I de la Cartilla del Guardia Civil, dedicado a las prevenciones generales, da prueba de ello.

No es un buen indicio para el funcionamiento de las instituciones que los nombramientos de mandos de la Guardia Civil se efectúen por razones de confianza, como su correlato de que los ceses se lleven a cabo por pérdida de la misma. La discrecionalidad no puede fundamentar decisiones políticas de manera ilimitada. Es un asunto que ya Don Eduardo García de Enterría abordó en su Lucha contra las inmunidades del poder.

El cese del Coronel Jefe de la Zona de Madrid, como sucediera en el cese del Coronel Jefe de la UCO Sánchez Corví hace poco más de un año, invitan a la serena reflexión de que algo no encaja en un ordenamiento articulado en torno a la separación de poderes, que es la clave del Estado de Derecho.

La Guardia Civil ha demostrado con creces ser valedora y defensora del Estado de Derecho, incluso con el bien más preciado: su propia vida. Un Cuerpo con una vocación de servicio y un espíritu de sacrificio como la Guardia Civil merece todo el reconocimiento público y privado.

Vivienda con vistas al mar y error en el consentimiento. A propósito de la STS núm. 88/2020 de 6 de febrero

La sentencia que comentaremos suscitó gran interés poco antes de la llegada de la pandemia. Así titulaba la Sección de Tribunales de El País: «El Supremo anula la compra de un chalé porque perdió sus increíbles vistas al mar» (ver aquí). O la Vanguardia: «Le devuelven el dinero de la compra de un chalé de lujo por perder sus “increíbles vistas al mar”» (ver aquí). Tras los titulares, encontramos una resolución judicial interesante desde un punto de vista técnico y sobre la que merece la pena destacar los aspectos más relevantes: la STS (Sala de lo Civil, Sección1ª) núm. 88/2020 de 6 febrero (JUR 202050120), cuyo ponente ha sido D. Antonio Salas Carceller.

La cuestión casacional tiene su origen en un procedimiento iniciado por unos compradores de vivienda (consumidores) frente a la sociedad mercantil promotora-vendedora, solicitando la nulidad del contrato de compraventa y, subsidiariamente, la resolución del mismo por incumplimiento contractual. En esencia, los demandantes sostenían: (i) que adquirieron la finca debido las vistas al mar de que disponía y (ii) que la vendedora y sus comerciales les aseguraron que la altura prevista de la vivienda que se construyera enfrente no podrían privarles de esas vistas. Por tanto, según el planteamiento de la demanda, la información errónea facilitada por la vendedora habría provocado un error en el consentimiento prestado por los compradores.

Los demandantes ganaron el pleito tanto en la primera instancia como en apelación. De la sentencia dictada por la audiencia provincial –SAP Barcelona (Sección 13ª) núm. 600/2016 de 30 diciembre, JUR 2017197028– podemos extraer cuáles fueron las claves que explican, desde un punto de vista probatorio, el resultado del pleito. Tanto el Juzgado de Primera Instancia Número 12 de Barcelona como el tribunal de apelación llegaron a la misma conclusión: la información facilitada por la vendedora y la realidad fáctica llevaron a los compradores a la creencia errónea de que en la parcela situada enfrente de la casa no podría obstaculizar la vistas de las que ya disponía en el momento de su adquisición, dado que sólo se podía construir y se construiría una edificación compuesta de sótano y planta.

Las pruebas en que se basaron los tribunales de instancia para llegar la convicción de que los compradores formaron su consentimiento sobre la base de esa creencia errónea, fueron (i) la declaración testifical de la empleada de la empresa comercializadora, quién dio cuenta de la información facilitada verbalmente por la vendedora, pero sobre todo (ii) la prueba documental, consistente en la publicidad difundida en la página web y la restante documentación facilitada a los compradores (proyectos, licencias municipales obtenidas por la promotora, ofertas de venta de otras parcela, etc.).

También fue decisiva la realidad fáctica de la cosa, es decir, la propia existencia de las vistas de que disponía la vivienda en el momento de la formalización del contrato. Respecto de este particular, dado que el error en el consentimiento, para ser invalidante, ha de recaer sobre un elemento esencial del contrato, resultó fundamental la prueba testifical. El contrato de compraventa, como suele ser habitual en estos casos, no recogía expresamente el carácter de esencial de la existencia de las vistas al mar, por lo que la declaración de la empleada de la empresa comercializadora fue de nuevo vital para acreditar que esa característica de la vivienda había influido de manera decisiva en la adquisición.

Por lo que respecta a la excusabilidad –requisito de cierre para apreciar un error invalidante–, tanto el juzgador de instancia como el tribunal de apelación concluyeron que no cabía imputar a los compradores falta de diligencia, tomando en consideración la prueba documental. En este sentido, no solo constaba aportada la información publicitada (que probablemente habría sido suficientemente relevante desde un punto de vista jurídico), sino también el proyecto constructivo, las licencias obtenidas de acuerdo con dicho proyecto y el contenido del título constitutivo del régimen de propiedad horizontal del que se infería que la construcción de las viviendas en las parcelas sería llevada a cabo por la propia promotora-vendedora.

Habiéndose fundado el recurso de casación en infracción del artículo 1266 del Código Civil, el Tribunal Supremo analiza la concurrencia de los dos requisitos del error en el consentimiento –que como decíamos, ha de ser esencial y excusable–, confirmando el criterio de los órganos judiciales de instancia. Sobre el primer presupuesto, la Sala afirma que «el carácter esencial el error resulta evidente», teniendo en cuenta «el lugar en que se encuentra la vivienda –frente al mar– y la expectativa fundada de que las vistas iniciales se mantendrían en el tiempo, pudiéndose disfrutar “desde cualquier punto de la vivienda”».

Sobre el requisito de la excusabilidad, el Tribunal Supremo concluye que fue precisamente la parte vendedora quien provocó el error, basándose para ello en el contenido de la publicidad: bajo el título «Vivir en un mirador privado» se decía expresamente «Sus vistas al mar son increíbles desde cualquier punto de la vivienda». En la Sentencia se menciona el artículo 3 del RD 515/1989 de 21 de abril, donde se establece que «la oferta, promoción y publicidad dirigida a la venta o arrendamiento de viviendas se hará de manera que no induzca ni pueda inducir a error a sus destinatarios, de modo tal que afecte a su comportamiento económico, y no silenciará datos fundamentales de los objetos de la misma». La Sala concluye que el carácter excusable del error «aparece incluso objetivado si se tienen en cuenta los términos empleados por la parte vendedora para provocar su adquisición por los compradores».

Esta Sentencia, clara en sus argumentos y correcta en cuanto a sus razonamientos, es un nuevo ejemplo de intersección entre el error vicio del Código Civil y las normas sectoriales de protección de los consumidores, en este caso, el RD 515/1989, relativo a la información a suministrar en la compraventa y arrendamiento de viviendas (RD 515/1989). Indudablemente, creo que el pleito podría haberse resuelto prescindiendo de toda mención a las normas de consumo –por aplicación simple y llana del art. 1266 CC–, pero lo cierto es que en esta ocasión dicha mención ha servido, no para desdibujar el régimen general, sino para reforzar su aplicación en el caso concreto.

También cabe destacar que esta resolución nos reconcilia con una institución jurídica, la de los vicios del consentimiento, deslucida durante los últimos años, seguramente como consecuencia de la litigación en masa. No encontramos en los razonamientos inversión automática de la carga de la prueba –precisamente porque los demandantes se encargaron diligentemente de acreditar el error y su relevancia– ni tampoco una argumentación forzada en cuanto a los requisitos que han de concurrir que el consentimiento quede invalidado, como viene siendo habitual en la práctica jurisprudencial reciente.

Por último, la Sentencia es novedosa en cuanto a la materia resuelta, dado que el Tribunal Supremo no había tenido ocasión de pronunciarse anteriormente sobre un supuesto de hecho semejante. En la jurisprudencia menor hay algunos precedentes en los que se dio la razón al comprador, bien por la vía de declarar el contrato de compraventa resuelto –SSAP Granada, Sección 3ª núm. 237/2009 de 15 mayo, AC 20091092 y Sección 5ª núm. 197/2010 de 30 abril, JUR 2010357405– bien condenando al vendedor al pago de una indemnización de daños y perjuicios, consistente en un porcentaje del precio de la vivienda –SSAP Málaga, Sección 4ª, núm. 261/2019 de 12 abril, JUR 2019244614 y Sección 5ª núm. 50/2007 de 5 febrero. JUR 2007176369– o de una cantidad a tanto alzado (SAP Murcia, Sección 1ª, núm. 176/2008 de 30 abril. JUR 2009243498). Sin duda, el hecho de que en esta ocasión el remedio empleado sea la nulidad por error, abre una puerta a futuros pleitos construidos a partir de ese planteamiento.

 

El desafío de la justicia ante la pandemia

La situación creada por la pandemia que asola España y gran parte de los países de nuestro entorno, va a afectar a todos los ámbitos de la sociedad, entre ellos la justicia. Esta situación va a suponer un hito en nuestras vidas no solo a nivel personal, sino en la forma de relacionarnos con los otros y de organizarnos. Nos tenemos que anticipar al futuro y estar preparados. Es preciso adaptar el sistema judicial a las nuevas necesidades.

Los tribunales, ya de por si sobrecargados, se verán afectados por el retraso acumulado por la paralización derivada del Estado de alarma y por el, mas que previsible, aumento de la litigiosidad en todas las jurisdicciones. Ya ocurrió con la crisis de 2008, aunque no es comparable, pues esta parece mas profunda, igual que una ola el incremento de litigios se fue expandiendo inicialmente desde los juzgados de lo mercantil a los otros órdenes jurisdiccionales.

Pero, además de esto, la pandemia requerirá una modificación de nuestros procedimientos y la forma de celebración de los juicios. En efecto, según las previsiones durante al menos un año tendremos que “convivir” con la amenaza del virus, hasta que se encuentre una vacuna y un tratamiento eficaz, quien sabe si vendrán otras pandemias. En nuestro sistema judicial predominan los procedimientos verbales, en las sedes judiciales se acumulan gran cantidad de personas, abogados, procuradores, las partes, testigos,  peritos, las salas de vistas y las antesalas pequeñas, a veces abarrotadas, en estrechos pasillos que no permiten el distanciamiento adecuado. Esto exige un replanteamiento del sistema judicial, tanto a nivel organizativo como procedimental. En vez de abatirnos esta crisis tiene que ser vista como una oportunidad para reorganizar la justicia en la que todos debemos contribuir con nuestro esfuerzo.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea adoptó medidas para continuar trabajando en esta situación de confinamiento. Se dictaron disposiciones para que prosigan las actividades de los órganos jurisdiccionales y de los servicios, con el fin de garantizar la continuidad del servicio europeo de justicia en condiciones lo más aproximadas posible a las aplicables en tiempo normal y necesariamente adaptadas a las circunstancias excepcionales. Para ello se proporcionó equipamiento del personal en material informático que permitiese el trabajo a distancia. Se otorgo prioridad a la tramitación de los asuntos que presentan especial urgencia, la tramitación de los demás asuntos sigue asimismo su curso. Se adoptaron diversas medidas, respetando las normas de procedimiento aplicables, a fin de no interrumpir la tramitación de los asuntos: resoluciones adoptadas mediante procedimiento escrito, preguntas escritas dirigidas a las partes, organización específica de vistas de pronunciamiento de sentencias y de lectura de conclusiones.

En España el CGPJ anunció la elaboración de un plan de choque de cara a la reanudación de la actividad judicial tras el levantamiento del estado de alarma, que tenía como principales objetivos evitar el colapso de la Administración de Justicia y agilizar al máximo la resolución de todos aquellos asuntos cuya demora pueda incidir más negativamente en la recuperación económica y en la atención a los colectivos más vulnerables. Aun se desconoce las medidas y cuando se podrán llevar a la práctica. El Gobierno aprobó un Real Decreto Ley destinado a paliar el mas que previsible colapso en la justica, cuya medida mas significativa consiste en abrir los juzgados en agosto y celebrar juicios por las tardes, que ha sido recibido con la oposición de los colegios de abogados, procuradores y graduados sociales, así como la mayoría de las asociaciones judiciales.

La crisis puede suponer un impulso y obliga a acelerar los cambios aplazados para avanzar en la reforma de la justicia. Para ello hay que reflexionar sobre aquello que dificulta una justicia ágil y eficaz, además, de adaptarse a las nuevas necesidades derivadas de la pandemia, tratando de garantizar la seguridad de todo el personal de la administración de justicia y de aquellos que acceden a las sedes judiciales.

En estos momentos se vuelve transcendental disponer de material informático adecuado para trabajar a distancia, reducir la actividad presencial en las sedes judiciales a lo imprescindible, potenciar el uso de medios telemáticos y la digitalización de los expedientes. Establecer un plan de prioridad en la tramitación de los asuntos que presentan especial urgencia por afectar a los mas vulnerables y que tengan mayor repercusión económica, así como continuar la tramitación de los demás asuntos según su curso. Desde el punto de vista procedimental retornar, en la medida de lo posible, a los procedimientos escritos, simplificando los trámites. Los señalamientos deberían ser escalonados y espaciados en el tiempo, que no supongan acumulación de personas en las salas de espera. Elaborar un plan de refuerzo de los órganos judiciales sobrecargados para que no se genere un cuello de botella en la resolucion de los asuntos pendientes. Otro tema para reflexionar sería abordar la coordinación y la uniformidad en todo el territorio en los medios personales y materiales en la prestación de servicios para que no se produzcan desigualdades, según se ha puesto de manifiesto con los diferentes criterios de las Comunidades Autónomas de la aplicación del Estado de Alarma. En definitiva, aunque parezca un tópico, hay que invertir en justicia para evitar que la avalancha de asuntos que amenaza siga a la pandemia colapse nuestro sistema judicial.

Es momento que todos los operadores implicados en la administración de justicia escuchen, colaboren, aporten ideas constructivamente, sin miedo al cambio, con el esfuerzo y entrega de todos se podrá salir de esta situación con una justicia fortalecida y mas eficaz, que de respuesta adecuada y en tiempo a la tutela judicial requerida por los ciudadanos en estos momentos de cambio tan complicados y duros que estamos viviendo.