Ley y decreto-ley: democracia y excepción

“Otra consideración a hacer, por más que escape demasiado al espíritu de partido, es la de que no puede juzgarse a los hombres más que por sus medidas, y sólo las malas medidas hacen a los malos ministros”

(Jeremy Bentham, Tratado de los sofismas políticos, 2012, p. 195)

 

La Ley tiene un origen parlamentario. El decreto-ley, gubernamental. Disponen del mismo rango y de idéntica fuerza. Rango es equivalencia formal en jerarquía; fuerza, capacidad derogatoria de leyes anteriores, aunque quien la ejerza sea circunstancialmente el Gobierno. Algo anormal, pero constitucional. Sin embargo, la dignidad democrática de la Ley pesa. Su fuente de legitimidad está en la esencia de la democracia y de la propia institución de la que emana: órgano representativo por excelencia. La Ley es, además, resultado de un proceso deliberativo y público. El procedimiento parlamentario formal tiene esos atributos. La Ley nace del diálogo, como palabra que surge del Parlamento. Otra cosa es si la palabra sale recta o torcida.

No se puede decir lo mismo de los decretos-leyes. Su procedencia gubernamental perturba su esencia y contenido. Nace de la imposición, del impulso. Es “decreto” por su procedencia, y “ley” por su rango y fuerza. Manifestación extraordinaria (esto es, fuera de lo común) de la potestad normativa del Gobierno, al que se le faculta para dictar con carácter excepcional disposiciones normativas “provisionales” (hasta su convalidación) con rango y fuerza de ley. Lo normal es que apruebe “decretos” (reglamentos), sin adjetivos. Algo que los medios de comunicación no explican bien. Y conviene hacerlo. En su gestación, no hay publicidad; tampoco transparencia, ni deliberación pública, sólo las batallas soterradas departamentales (o políticas) que, bajo el secreto de las deliberaciones, se planteen en sede del Consejo de Ministros (más aún si, como es el caso, se trata de un Gobierno de coalición). El decreto-ley nace del secreto y proyecta su sombra. Se fríe a fuego rápido y se inserta en el BOE para que la ciudadanía a primera hora del día (o, peor aún, a pocos minutos de empezar el nuevo), se desayune (o acueste) con algunas medidas “legales” (que derogan o modifican leyes vigentes) que regirán a partir de entonces su existencia y la pueden cambiar por completo. Por decisión gubernamental. Unilateral.

No descubro nada nuevo si afirmo que los decretos-leyes han sido tradicionalmente un instrumento normativo muy acariciado (y, por tanto, practicado) por poderes autoritarios o dictatoriales. Es de sobra conocido. Franco los manoseó hasta la extenuación. Su generalización es una enorme anomalía democrática, pues desplaza al Parlamento de su cometido existencial: aprobar leyes. Por tanto, debe ser utilizado con una especial mesura y proporcionalidad, siempre cuando sea estricta y exquisitamente imprescindible su uso. No como medio de “legislación ordinario”, pues no lo es. Insisto, es una modalidad de legislación de excepción. Y esto se debe grabar con fuego. La excepción quiebra la normalidad, como diría Carl Schmitt. Y la prolongación de la excepción es una anormalidad continuada. Una ruptura del statu quo.

En situaciones de crisis, por ejemplo, económicas, el recurso al decreto-ley oscurece y arrincona la existencia de las leyes. Esto se vio con claridad durante los años 2012 y siguientes, donde la legislación excepcional dejó sin sangre al Parlamento. La legislación de excepción superó con creces la procedente del Parlamento (algo que también pasó, sorprendentemente, en 2018 y, en menor medida, en 2019; cuando la “crisis” no existía). En los contextos de crisis, la ley se vuelve, paradójicamente, un instrumento normativo excepcional, mientras que los decretos-leyes se tornan como el mecanismo ordinario de “legislar”. La lógica institucional-democrática se invierte. La calidad de la democracia se pone en entredicho o, como es el caso, “en cuarentena”. El Ejecutivo cortocircuita el funcionamiento ordinario del Poder Legislativo, apropiándose de su función más típica. Más grave aún es cuando, junto al silencio del Parlamento, el resto de instituciones de control permanecen también inertes, sin actividad efectiva. La prolongación de ese estado de cosas no puede sentar bien a la salud democrática. El poder sin control, como dijera Alain, enloquece. Y ya sabemos lo que pasa en tales circunstancias. Antesala del despotismo.

En esta crisis sanitaria, que ya ha derivado en una brutal crisis económica (fiscal) y social (cuyos efectos duros están aún por llegar), el Gobierno a día de hoy (28 de abril) ha aprobado ya 15 decretos-leyes en 2020. En el escaso período de legislatura que llevamos recorrido, no llegan a cinco meses, el Parlamento –dadas las circunstancias excepcionales y la exasperante lentitud del procedimiento en un sistema bicameral- no ha aprobado ninguna Ley. No se advierte que la producción legislativa parlamentaria sea precisamente plato preferido en esta Legislatura ni del Gobierno ejerciente pues, si lo fuera, el Gobierno, actor principal de ese impulso, debería llenar el Parlamento de iniciativas legislativas a través de proyectos de Ley. Y, a fecha de hoy, la inmensa mayoría de los proyectos de Ley que se tramitan tienen su origen en decretos-leyes convalidados, mientras que las iniciativas “puras” se limitan a siete. Y ya veremos cuándo ven la luz: en 2021 o 2022. Mientras tanto, el reinado del decreto-ley será absoluto. Una nueva forma de gobierno emerge con fuerza: la monarquía parlamentaria “absoluta del decreto-ley”.

En efecto, esta tendencia de apropiación legislativa por parte del Ejecutivo no ha hecho más que empezar. La situación de excepción sanitaria se prolongará en el tiempo. Luego vendrá la mayúscula crisis económica y social que ya está incubada, cuyos efectos serán devastadores. Y la excepción continuará multiplicándose: habrá que adoptar, una seguida de otra, medidas “legislativas excepcionales” por medio de una cadena inagotable de decretos-leyes. Por tanto, la producción “legislativa” del Ejecutivo ensombrecerá más aún la débil luz que alumbra al Parlamento como institución creadora de la Ley. Me da la impresión de que el Ejecutivo, en sus cortas estancias en el poder, ha cogido especial gusto a legislar por decreto-ley. Sin calibrar lo que ello implica. Si lo pensara democráticamente, sería más prudente en su abuso.

La Ley, con todas sus imperfecciones, que hoy en día tiene muchas, es producto del pensamiento lento (mejor dicho, de la acción lenta, regida por la deliberación y el contraste que se prolonga entre distintos actores a lo largo del tiempo). El elemento lógico-racional impera, aunque a veces no lo parezca. Y eso es importante cuando de leyes se trata; pues el ritmo de las leyes, en palabras del profesor Vittorio Italia, es clave en la interpretación de las normas (La forza ed il ritmo delle leggi, Giuffrè Editore, 2010). Cuando su producción es acelerada, el resultado puede tener consecuencias graves sobre la coherencia del ordenamiento jurídico y en su aplicación. El decreto-ley es, por tanto, una criatura propia del pensamiento rápido, cargada muchas veces de improvisación (cuando no de contradicciones o chapuzas), una reacción rápida frente al peligro o la inmediatez cuyas consecuencias muchas veces no se valoran bien, y algo de eso estamos viendo.  Como dice también el citado profesor italiano, los decretos-leyes contienen a menudo sólo fragmentos de normas y, aunque tengan fuerza de ley, hacen perder a ésta su ritmo y cadencia. La confunden. Fruto de la urgencia y precipitación, cuartean el derecho. Son “leyes-medida”. A veces dictadas con escasa mesura y menos proporción. Deshilachan el Derecho.

Es cierto que el proceso legislativo (no solo el “procedimiento legislativo parlamentario”) es lento. Probablemente en estos momentos demasiado lento, cuando se trata de dar respuestas inmediatas a necesidades inaplazables. Mientras que el decreto-ley es expeditivo (de “un día para otro”). Y, como tal, sorprendente y, también en apariencia, eficaz. Un atributo que necesita todo Gobierno en un contexto de emergencia. Más cuando la gestión pública ejecutiva dista de estar imbuida precisamente por ese atributo. Siempre es más fácil agarrarse al BOE, que ser efectivo en la contratación pública o en la logística o distribución de recursos. Y legislar a través de él. Con el Boletín (¡vaya nombrecito decimonónico!), más si es del Estado y Oficial, la apariencia de gobernar se recupera. Manejar “el Boletín” es poder. O eso parece. No obstante, tal vez sea la hora de desenterrar otros instrumentos normativos que son intermedios (más equilibrados) y que pueden permitir una mejor colaboración entre el Parlamento y el Gobierno en la producción legislativa, como son aquellos decretos legislativos que nacen de unas bases previamente aprobadas por el Parlamento y que el Gobierno articula. Están en total desuso. Desde hace décadas. Sólo los “refundidos” se emplean.

De seguirse la tendencia descrita, en los próximos meses y años los daños al sistema institucional pueden ser irreparables. La crisis institucional puede acentuarse. El Parlamento se ha convertido exclusivamente en una cámara de ruidos y bullanga, que no tiene otra función legislativa que convalidar (o no hacerlo), a través del Congreso, la obra “legal” que promueve el Gobierno una semana sí y otra también. Al Gobierno y a sus “ideólogos” de la excepción les encanta, al parecer, tener plenamente activa esta máquina de poder normativo que produce decretos-leyes a velocidad de vértigo (o “como churros”) y que nubla hasta oscurecer el escaso brillo (ya muy deslucido, por el propio sistema de partidos) que la digna Ley tenía. La criatura bastarda del decreto-ley, mezcla espuria de poderes gubernamentales excepcionales que anulan al adjetivo (ley), aunque se prevalen de su rango y dan fuerza al sustantivo “ordeno y mando” (decreto), ha venido para quedarse por mucho tiempo, con peligrosa vocación de arraigo. Convendría que la institución parlamentaria actuara frente a esta usurpación “constitucional”, pero tremendamente dañina si el tiempo y la práctica, como todo apunta, la consolida. Pero, en nuestro sistema parlamentario, el Parlamento es cautivo del Gobierno y de sus posibles mayorías. No tiene nadie que lo defienda. De la oposición, hablaré otro día. La “colaboración Parlamento-Gobierno”, a la que se refería Duguit como atributo de la forma parlamentaria de gobierno, se ha transformado en captura gubernamental de la sede de San Jerónimo (la otra, ni cuenta). La orfandad y desamparo de la institución parlamentaria debería ser objeto de profunda reflexión. Pues sin su vigor y dignidad, la democracia se transforma fácilmente en un sofisma o, peor aún, en una gran mentira.