El revestimiento jurídico de la “desescalada” ¿Estado de alarma?
El pasado martes 28 de abril el Gobierno aprobaba su Plan para la transición hacia una nueva normalidad y en su recurrente intervención de los sábados anunciaba que solicitaría una nueva prórroga del estado de alarma. Recordemos que en las fases que se proyectan, sobre todo las iniciales, seguirá habiendo serias limitaciones a nuestras libertades amén de que la crisis sigue reclamando como mínimo una gran coordinación entre administraciones si no un mando único. Ello sin perjuicio de que, como ha señalado también el Presidente del Gobierno, la “cogobernanza” deba ser clave en esta fase. Bienvenido, por tanto, si el Gobierno se ha dado cuenta de que debe hacer un esfuerzo aún mayor para contar en la toma de decisiones tanto con la oposición como con las administraciones autonómicas y locales. Sin embargo, el problema ha surgido cuando varios grupos parlamentarios –no solo de la oposición, sino también algunos grupos que apoyaron la investidura de este Gobierno- han anunciado que no votarán a favor de la prórroga del decreto del estado de alarma. La respuesta del Gobierno, por su parte, ha sido situar a estos ante el abismo: no hay un plan B al estado de alarma.
Así las cosas, desde la perspectiva jurídica, podemos preguntarnos: ¿es el estado de alarma la vía más adecuada para dar cobertura a la desescalada como sostiene el Gobierno? ¿Es verdad que no hay otras alternativas? Pues bien, en buena medida la respuesta a la segunda pregunta es presupuesto de la primera. Y es que solo es posible declarar cualquiera de los estados de emergencia previstos en el art. 116 CE “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1.1 Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio). Es decir, estamos ante instrumentos de extrema ratio de forma que solo se puede acudir a la declaración de estos estados si los poderes ordinarios son insuficientes.
Cuando nos encontramos ante crisis sanitarias los poderes ordinarios vienen delimitados en particular por la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. Esta norma prevé que las autoridades sanitarias competentes puedan adoptar medidas de “reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control” de ciudadanos ante situaciones que supongan un riesgo para la salud (art. 2) y, además, cuando se trate de enfermedades transmisibles –como es el caso-, “además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible” (art. 3). Asimismo, el art. 54 de la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública prevé medidas especiales y cautelares para situaciones excepcionales y de extraordinaria gravedad, exigiéndose que se dé audiencia previa a los interesados, “salvo en caso de riesgo inminente y extraordinario para la salud de la población”. Medidas similares se contemplan en la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 26) y en la legislación autonómica correspondiente. Además, cuando tales medidas supongan “privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental”, el art. 8.6 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativaestablece la necesidad de que se solicite una autorización o ratificación judicial.
Se observa, por tanto, como las facultades que recogidas por la legislación ordinaria para responder a una crisis sanitaria son muy amplias. De hecho, esta fue la base jurídica en la que se apoyaron algunas de las decisiones que fueron adoptadas por algunas Comunidades Autónomas antes de que se decretara el estado de alarma. Así, entre las medidas más graves, destacan la cuarentena que se decretó el Gobierno canario en relación al hotel de Adeje; el confinamiento de varios municipios en Barcelona ordenado por el Gobierno catalán (Resolución INT/718/ 2020, de 12 de marzo de 2020); y el decretado por el Gobierno de Murcia para los municipios costeros, entre otras medidas de prevención (Orden de la Consejería de Salud por la que se insta la activación del Plan Territorial de Protección Civil de la Región de Murcia (PLATEMUR) para hacer frente a la pandemia global de Coronavirus (COVID-19)). El decreto del estado de alarma ratificó todas estas medidas en tanto fueran compatibles con el mismo y sin perjuicio de la necesaria ratificación judicial (DF 1ª).
De manera que, si tan intensas pueden ser las medidas amparadas por la legislación ordinaria, podría pensarse que en esta fase de desescalada ya no es necesario mantener el estado de alarma y bastaría con los poderes ordinarios indicados. Sin embargo, a mi entender ya en aquellos primeros momentos se estiraron al máximo estos poderes hasta casi desbordarlos –así lo sostuve en un artículo anterior –aquí-. Considero que los mismos están pensados para supuestos de afectaciones individualizadas de derechos o, como mucho, en los que se vean afectados un número limitado de personas, de ahí la lógica de que en la medida de lo posible se dé audiencia previa a los interesados y que se ratifiquen judicialmente las medidas. Imaginemos en la posición en la que quedaría aquel juez que tuviera que evaluar la proporcionalidad y necesidad de las medidas generales que en cada momento vaya adoptando la autoridad sanitaria. De ahí que,si de lo que hablamos es de restricciones generalizadas, proyectadas sobre un amplio espectro personal y sobre una variedad de derechos y libertades, la lógica sea la del Derecho constitucional de emergencia del art. 116 CE, con un control fundamentalmente político –aunque también pueda darse en última instancia el jurisdiccional-. A mayores, la magnitud de la crisis que, aunque de forma desigual, se extiende por todo el territorio justifica la existencia de ese mando único que centralice la toma de decisiones a nivel nacional,por mucho que se enfatice la necesaria colaboración y coordinación con otras autoridades según lo dicho; algo que solo es posible declarando el estado de alarma. Por el contrario, con los poderes ordinarios la autoridad competente para la adopción de decisiones recaería principalmente en los Gobiernos autonómicos, quedando relegado el Gobierno nacional a una posición residual limitada a las competencias para coordinar servicios de las distintas Administraciones Públicas Sanitarias (art. 40.12 Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad).
En conclusión, el “Plan B” que sería recurrir a la legislación ordinaria y que las Comunidades Autónomas, coordinadas por el Gobierno de la Nación, aprobaran las medidas de desescalada no es adecuado constitucionalmente si tenemos en cuenta la intensidad de las restricciones de los derechos que todavía son necesarias y la conveniencia de que se mantenga un mando único para la adopción centralizada de las decisiones. Lo más correcto es mantener el estado de alarma. Eso sí, lo que tampoco es legítimo por parte del Gobierno es distorsionar la realidad mezclando churras con merinas. Los ERTE y otras medidas económicas para afrontar los efectos de la crisis no tienen por qué ir anudados a la declaración del estado de alarma. Podrían darse las unas sin el otro. Asimismo, si en su momento el Gobierno hubiera decretado el estado de excepción para la adopción de las medidas más intensas de confinamiento, que a juicio de algunos desbordaban el ámbito de las previsiones del estado de alarma –como estudiaba en el artículo antes señalado –aquí-, ahora se vería con más nitidez como las medidas menos restrictivas que se adoptan en la desescalada encajan perfectamente en las del estado de alarma: cómo hemos pasado de una prohibición de ejercer la libertad de circulación, con algunas excepciones, a un ejercicio sometido a severas condiciones, por poner un ejemplo. Por último, a nivel político, el Gobierno debería también replantearse la necesidad de reconstruir una mayoría política que sostenga el proyecto de reconstrucción del país, habida cuenta de los frágiles apoyos parlamentarios que le dieron la investidura y de la magnitud del reto que reclama una gran coalición. Aventuro, para ello, que el cauce constitucional tendría que ser la presentación de una cuestión de confianza ante el Congreso cuando las urgencias sanitarias nos permitan pensar en el futuro político, económico y social del país.
Profesor de Derecho constitucional en la Universidad de Murcia