La responsabilidad de las residencias de ancianos

En nuestro post anterior, “Las residencias en el punto de mira”, efectuábamos un análisis sobre el régimen obligacional inherente a estos centros que sirviera como punto de partida para conocer con mayor certeza cuáles son sus posibles responsabilidades. La casuística es indudablemente muy amplia y, para abordar esta materia de notable interés en tiempos de coronavirus, lo primero que debemos discernir es si la residencia es de titularidad privada o pública, pues en función de ello estaremos, respectivamente, ante un supuesto de responsabilidad civil o de responsabilidad patrimonial de la Administración pública competente. También trataremos otros aspectos interesantes, como la figura de las compañías aseguradoras por su relevante papel en la relación jurídico-procesal que pueda entablarse a la hora de depurar responsabilidades, los plazos para ejercitar la acción y el ramo probatorio. Veamos, por tanto, cuáles son los puntos clave en esta materia.

I.- Responsabilidad patrimonial de las residencias de titularidad pública.

De entrada, debemos aclarar que la relación entre un usuario y una residencia de titularidad pública, aunque esté formalizada mediante un contrato, está expresamente excluida del ámbito de aplicación de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público. Consecuentemente, en estos casos interviene el instituto de la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas, que queda consagrado en el art. 106.2 de nuestra Constitución y, partiendo de esa base normativa, se desarrolla en la actualidad en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Ambas normas regulan los presupuestos sustantivos en los que debe basarse la reclamación, así como el procedimiento administrativo previo que debe tramitarse tras la interposición de la oportuna reclamación en sede administrativa. Sin ánimo de extendernos, los presupuestos esenciales exigidos por la legislación y jurisprudencia para que surja la responsabilidad patrimonial de los poderes públicos son: que los particulares sufran un daño que no tienen el deber jurídico de soportar (daño antijurídico), que ese daño se haya producido como consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos y que exista relación de causalidad entre éste y aquél, salvo en los casos de fuerza mayor.

Debemos poner especial cuidado en el concepto de fuerza mayor, concebido como causa de exclusión de la responsabilidad patrimonial con arreglo al art. 32 de la LRJSP. En la situación actual, podría considerarse que la pandemia es, en sí misma, una causa de fuerza mayor, puesto que la enfermedad por COVID-19 ha surgido por una causa extraña y ajena al funcionamiento de los servicios públicos y, además, ha causado estragos en residencias de ancianos no solo de nuestra geografía española que, en muchos casos, ni siquiera adoptando las medidas de prevención exigibles se hubieran podido evitar. A estos efectos debemos tener muy en cuenta el único precedente jurisprudencial derivado de la declaración del estado de alarma, que fue el relativo a los daños causados por la huelga de controladores aéreos y el posterior cierre del espacio aéreo. En esos casos, la Audiencia Nacional en sus Sentencias 15 de abril de 2013 y 7 de marzo de 2014, entre otras, consideró que los hechos constituían un supuesto de fuerza mayor y, por consiguiente, los daños no eran imputables a la Administración.

La jurisprudencia viene modulando el carácter objetivo de la responsabilidad patrimonial, rechazando que la mera titularidad pública del servicio determine la responsabilidad de la Administración respecto de cualquier consecuencia lesiva que dicho servicio pueda producir. Dicho esto, tampoco se puede descartar de plano que las Administraciones públicas puedan responder patrimonialmente por los daños generados en las residencias de ancianos en el marco de esta crisis. Una cosa es la declaración del estado de alarma por la crisis sanitaria y, otra muy diferente, las acciones u omisiones que se produzcan en cada caso concreto en el funcionamiento de los servicios públicos. Los perjuicios provocados por esta pandemia seguramente eran inevitables hasta cierto punto, pero las Administraciones han podido agravarlos o mitigarlos en función de cómo se hayan adoptado las debidas medidas de prevención y control, entre otras, las previstas en la Orden SND/265/2020 y la Orden SND/275/2020 del Ministerio de Sanidad y las adoptadas por las autoridades sanitarias autonómicas.

II.- Responsabilidad civil de las residencias de titularidad privada.

Desde el punto de vista civil, las fuentes de responsabilidad son el contrato y la culpa extracontractual. Lo habitual es que el ingreso en una residencia se formalice mediante un contrato escrito, cuya responsabilidad por dolo o negligencia se regula al amparo de lo dispuesto en los arts. 1101, 1102 y 1103 del Código Civil. Para el improbable caso de que no se hubiera suscrito un contrato, ni tan siquiera verbal, intervendría el instituto de la responsabilidad extracontractual del art. 1902 del CC.

En este análisis revierte especial interés la reciente Sentencia núm. 171/2020, de 11 de marzo, de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, relativa al fallecimiento de una anciana en una residencia de titularidad privada. La jurisprudencia de esta Sala, aplicada también a este caso concreto, se fundamenta en los postulados siguientes: que la responsabilidad subjetiva, por culpa, solo se excepciona por ley y, además, que el carácter anormalmente peligroso de una actividad puede justificar la inversión de la carga de la prueba. Ahora bien, según la Sala, la actividad de las residencias no encontraría encaje dentro de las actividades peligrosas y corresponde al perjudicado la carga de demostrar la culpa, ya sea por dolo o negligencia, de la residencia demandada. Dicho esto, resulta especialmente llamativo este pronunciamiento:

“Por otra parte, la gestión de una residencia de la tercera de edad no constituye una actividad anormalmente peligrosa, sin que ello signifique, claro está, el cumplimiento de los deberes de diligencia y cuidado que exige la prestación de tales servicios. Ahora bien, dentro de ellos no nace la exorbitante obligación de observar a los residentes, sin solución de continuidad, las 24 horas del día, cuando no se encuentran en una situación de peligro, que exija el correspondiente control o vigilancia o la adopción de especiales medidas de cuidado.”

La interpretación a sensu contrario puede suponer una alta fuente de litigiosidad sobre la base de este pronunciamiento, si se considera que un anciano residente se encuentra en una situación de peligro por contagio de COVID-19, que exija una vigilancia continuada o la adopción de especiales medidas de cuidado.

Además de analizar los preceptos del Código Civil que hemos citado previamente, esta sentencia también analiza la posible infracción de los arts. 148 y 149 del Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, relativos a la responsabilidad por los daños y perjuicios en la prestación de servicios. Para aplicar este régimen jurídico, debemos partir de una premisa básica, que es la prestación del servicio con los niveles exigibles de eficacia y seguridad para el usuario. Resulta muy interesante aquí el aspecto relativo a la carga de la prueba, que se invierte como medio de protección al consumidor o usuario, correspondiendo a la residencia acreditar que ha cumplido con el cuidado y diligencia que exige la naturaleza del servicio. Dicho esto, en el caso que venimos analizando, el Supremo descarta la aplicación de este régimen jurídico al considerar que no hay relación de causalidad entre la prestación del servicio y el daño irrogado, porque el fallecimiento se produjo por una causa natural y no como consecuencia de una indebida prestación de los servicios sanitarios de los que disponía la residencia, rechazando así la existencia de un incumplimiento contractual culposo.

En definitiva, las residencias tienen la obligación de proveer el cuidado y atención que el anciano requiera en cada momento, según sus circunstancias, para impedir que a se vea expuesto a peligros o situaciones perjudiciales que sean evitables, así como la obligación de utilizar los medios humanos y materiales necesarios para ello. Si no se lleva a cabo este deber de cuidado o no se hace con la diligencia debida, estaríamos ante un incumplimiento contractual o un cumplimiento defectuoso que desembocaría en la obligación de indemnizar.

III.- La reclamación dirigida a las compañías aseguradoras.

En la Comunidad de Madrid todas las residencias, ya sean de titularidad pública o privada, deben disponer del obligatorio contrato de seguro que dé cobertura a los daños materiales y personales que puedan ocasionarse. Partiendo de esta premisa, veamos cómo encajar la figura de las aseguradoras en el marco de una reclamación.

En este punto es interesante analizar la acción directa prevista en el art. 76 de la Ley 50/1980, de 8 de octubre, de Contrato de Seguro, que permite dirigir la oportuna reclamación directamente a la aseguradora, sin la necesidad accionar también frente a la residencia asegurada. Este particular enfoque puede darse en el caso de reclamaciones efectuadas a residencias de titularidad privada y no suscita ninguna dificultad reseñable en la práctica. La duda puede surgir cuando se trata de residencias de titularidad pública ya que, aparentemente, este precepto permitiría accionar frente a la entidad aseguradora sin plantear previamente a la oportuna reclamación de responsabilidad patrimonial. A priori, parece una opción sencilla y rápida. Siendo así, esta previsión legal ha generado una elevada litigiosidad y, lo que es peor, una pluralidad de pronunciamientos jurisprudenciales, en muchas ocasiones, contradictorios. Sin embargo, con la reforma del art. 9.4 de la LOPJ relativo a la competencia del orden jurisdiccional contencioso-administrativo, se aclararon por fin las dudas, pues permite demandar a la entidad aseguradora en sede contenciosa, pero siempre de forma conjunta con la Administración. En todo caso, ésta deberá ser la principal demandada y, antes de eso, se deberá plantear la correspondiente reclamación de responsabilidad patrimonial en vía administrativa. Se evita así la práctica forense anterior, consistente en demandar únicamente a la seguradora de la residencia pública en la jurisdicción civil, eludiendo las normas competenciales de orden público que, como no podía ser de otro modo, están sustraídas a la disponibilidad de las partes.

IV.- Consideraciones finales.

Hay dos cuestiones más que merecen unas líneas para finalizar este post. De un lado, el plazo para interponer la oportuna reclamación: en la responsabilidad de las residencias públicas, de acuerdo con el art. 67.1 de la LPACAP, el plazo prescriptivo para presentar la oportuna reclamación en vía administrativa es de un año; mientras que la reclamación a las residencias privadas puede ejercitarse en un plazo más amplio de cinco años, según la previsión del art. 1964 del CC. En ambos casos hay un elemento común y es que el inicio del cómputo comienza desde que se ha producido el daño, pero debemos distinguir si se trata de un fallecimiento o de una lesión con secuelas. En el primer caso, el dies a quo tiene lugar el día que el óbito se haya producido, mientras que en el segundo, es de aplicación la doctrina de la actio nata, que permite iniciar el cómputo cuando se tiene cabal conocimiento del alcance definitivo del daño, esto es, cuando se estabilizan los efectos lesivos y se conoce el quebranto de la salud.

También es de interés hacer mención al ramo probatorio, especialmente, a la dificultad que podría entrañar acreditar la causa del daño. Ante la notoria escasez de test, en la práctica no se están efectuando pruebas de diagnóstico post mortem ni tampoco autopsias a los fallecidos en las residencias de ancianos y, en definitiva, es más complejo conocer la causa real de su fallecimiento. Ello no obstante, hay otros medios de prueba que pueden reputarse útiles y pertinentes para ser admitidos, como el historial clínico, la más que recomendable prueba pericial médica o, según los casos, las pruebas documentales o testificales que acrediten cómo se ha prestado el servicio en la residencia.