Una Administración pública como garantía de objetividad y de servicio a los intereses generales

Un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. Por ello, empezaremos recordando que uno de los problemas más graves de la Administración pública española en el pasado fue el de las cesantías, que consistía en que con cada cambio de Gobierno se producía el cese y recambio de todos los funcionarios públicos; o, como lo expresó Garrido Falla, “acarreaba el asalto a la función pública por los partidarios del vencedor”.

El cesante fue descrito por Mesonero Romanos como un “hombre público reducido a esta especie de muerte civil (…) y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su reposo, no, en fin, por los delitos o faltas cometidos en el desempeño de su destino, sino por un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna, por un vaivén político (…)”  y su vida novelada por Galdós en Miau y por Clarín, en el Rey Baltasar.

Las cesantías no fueron eliminadas sino hasta 1918 por el Estatuto de Maura. Y tal paso no fue fácil, pues a los partidos políticos de la época les costó desprenderse de este sistema de “botín” que les garantizaba que, durante los años que estuvieran en el poder, la Administración pública y otros poderes del Estado estarían a su disposición, tanto si la utilizaban para perseguir el bien común, como si las dedicaban a satisfacer intereses de partido o personales.

Por ello, no fue sino hasta la grave crisis económica, política y social que en aquellos años sufría España, que llevó a prescindir del bipartidismo que había prevalecido durante toda la restauración monárquica y se constituyera un Gobierno de concentración, donde se tomó el decidido y valiente paso de acabar con este sistema y sustituirlo por uno de función pública independiente e inamovible, en el que se ingresara mediante oposiciones que garantizaran el acceso por criterios de mérito y capacidad.

Este sistema se ha mantenido más o menos incólume hasta nuestros días. Es cierto que es un modelo que siempre ha tenido grietas; un modelo que, por ejemplo, en los años del franquismo, permitió que el poder político ejerciera un control discrecional y arbitrario. Sin embargo, quienes pensaron que con la democracia estas grietas tenderían a cerrarse se equivocaron.

Tanto si fue por desconfianza ante un función pública heredada del régimen anterior, por ineptitud o falta de voluntad real de reforma de nuestros gobernantes, como si fue pura codicia de parte de una clase política que no supo, no pudo o no quiso profundizar en la creación de una Administración Pública profesional e independiente, lo cierto es que en estos cuarenta años, estas grietas se han ido agrandando, con mecanismos tales como la generalización de los puestos de libre designación en la carrera de los altos funcionarios, el reparto de importantes cantidades de dinero por productividad mediante criterios subjetivos, la ausencia de una auténtica evaluación del desempeño; o la excesiva protección de los funcionarios públicos cuando acceden a la política (mochilas retributivas, reservas de puestos de trabajo “sine die”, etc).

Todos estos mecanismos han dibujado una Administración frágil ante el poder político y, por ello, no es casual que diversos informes y barómetros muestren repetidamente que la confianza de los ciudadanos españoles en su clase política ha decrecido ostensiblemente en la última década,  y es una de las más bajas de entre los países occidentales. Parece que se ha cumplido la profecía de Lichtenberg de que “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.

Tampoco es fortuito que la gran extensión de la corrupción que ha sufrido España en estos 40 años coincida con esta debilitación de la Administración pública, y de órganos constitucionales como el Poder Judicial o el Tribunal de Cuentas, como instituciones independientes del poder político, y con la captura de parte de sus servidores en la arena política, para los cuales su carrera administrativa está ligada a la buena fortuna del partido que hayan elegido.

Es cierto que la Constitución Española señala que el Gobierno dirige la Administración civil y militar, como a menudo les gusta recordar a nuestros políticos. Sin embargo, a veces parecen olvidar que también proclama solemnemente que “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho” y que “la ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos (…) y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones”.

Es por esta razón que diversas normas han establecido que todos los puestos de la Administración pública deben ser servidos por empleados públicos, seleccionados con criterios  de mérito y capacidad, y que en los puestos más altos de la Administración, por lo menos hasta Director General, este nivel de exigencia debe ser mayor, sin perjuicio de que también puedan tenerse en cuenta otros criterios más subjetivos de confianza o lealtad.

Así, en todas las ocasiones en las que nuestros Gobiernos han vulnerado estos principios, no solamente han infringido la Ley, sino que también han hecho daño al país, permitiendo que tomen decisiones sobre dinero público personas que no son las más idóneas para ello, y debilitando de nuevo a nuestra Administración pública, haciéndola más dócil, cuando alguien intenta utilizarla para intereses espurios, y menos eficaz en la lucha contra la corrupción.

Fedeca en el pasado ha denunciado y ha recurrido las decisiones de Gobiernos de distintos colores de excepcionar de la condición de funcionarios públicos a un número importante de direcciones generales, utilizando una de las grietas que antes mencionábamos. Y, también ha decidido recurrir el Real Decreto 139/2020 y todas las normas posteriores que lo modifican o desarrollan, en cuanto que permiten que hasta 26 direcciones generales o cargos asimilados no sean ejercidas por funcionarios públicos.

Y lo ha hecho, no porque los altos funcionarios estemos enfadados o sintamos malestar, o porque nos limiten nuestra carrera administrativa (26 puestos son estadísticamente insignificantes); sino porque, como dice la frase que se atribuye al Cardenal Richelieu, “la principal labor de los servidores públicos es defender a los ciudadanos de los gobernantes”.

Confiemos en que esta vez, el Gobierno reflexione y aplique la máxima de Confucio de que “gobernar es rectificar”.