La nueva normalidad que viene para la Administración: renovarse o morir

“La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos” (Albert Einstein).

 

Que el mundo es otro después de la llegada del COVID-19 es una afirmación que está sujeta a pocas apelaciones. Que la Administración también es o debería ser otra, forma parte de la misma reflexión, salvo que se defienda que la Administración no está en el mundo, una teoría demencial que en ocasiones parece que suscriben algunos. Pero las cosas no se cambian solas. Las circunstancias sin duda generan oportunidades, algunas únicas como esta, pero hay que aprovecharlas. Un determinado escenario facilita la toma de decisiones, pero hay que tomarlas.

En definitiva, para que se produzca ese punto de inflexión que diferencia el antes y el después se requiere acción. Una actitud pasiva nunca ha sido la mejor estrategia para gestionar una crisis (ni nada en realidad), y lo cierto es que este 2020 nos ha traído la madre de todas las crisis, solo superada por terribles acontecimientos que ya se encuentran perdidos (pero no olvidados) en la parte más oscura de nuestra Historia, y solo superable por desastres o catástrofes naturales o humanas que ya no parecen únicamente posibles en los relatos y películas de ciencia ficción. Pero hasta que algo peor llegue, esta crisis puede y debe ser tomada como una fantástica combinación de factores para mejorar lo público. No obstante, depende de nosotros qué hacer con esta oportunidad. Una ocasión, por sí sola y por muy buena que sea, no cambia el mundo. Lo cambian las personas.

Mientras tanto, otros cambios más concretos sí se van implantando prácticamente solos (trámites electrónicos, reuniones telemáticas, trabajo en equipo, teletrabajo…), pero como buenas fortalezas habrá que apuntalarlas. Sobre todo porque en estos casos se trata de hitos coyunturales, y como en el caso del teletrabajo o del trabajo por objetivos, que son primos hermanos, queda mucho por trabajar, nunca mejor dicho, para su correcta configuración e implantación. Pero la batalla psicológica está ganada, porque lo que ya se ha hecho, y se ha hecho aceptablemente bien pese a la premura y la improvisación, no se puede negar que se puede hacer. Al contrario, con una mayor preparación que la que pudimos ingeniar el lunes 16 de marzo por la mañana, sólo puede ir a mucho mejor.

En cualquier caso, esta primera embestida de la crisis del COVID, la cual está pasando por varias fases naturales (que no tienen nada que ver con las de la desescalada por cierto), ha replanteado alguna de las cuestiones que, antes, parecían más importantes. De forma concreta, la supuesta entrada en vigor de la LPAC en octubre de este año (o cuando cada uno considere, porque aquí hay opiniones para todos los gustos), ha pasado a ser una cuestión intrascendente. En efecto, el virus se ha cargado todas las prórrogas de un plumazo. Ha sido una lección “de presente”, un baño de realidad. Un examen sorpresa que algunos han aprobado por los pelos, otros con nota, y otros no sólo han suspendido estrepitosamente sino que ni siquiera están estudiando para recuperar. Demasiadas diferencias entre AAPP… ¿Qué culpa tienen los ciudadanos de estar empadronados en un Ayuntamiento que no hace los deberes?

Otro de los aspectos que ha quedado meridianamente claro con esta crisis es que la mayor parte de los empleados públicos han demostrado tener la vocación de servicio público que se les presupone, pero sobre todo han demostrado mayoría de edad. Las personas que ya sabíamos que eran responsables han confirmado que son, en efecto, confiables, que tienen ética, que están implicados, que pueden trabajar y/o teletrabajar perfectamente, que no necesitan controles porque saben exactamente qué tienen que hacer y cuánto deben trabajar. No necesitan tutores ni jefes que les presionen. Los valores se llevan por dentro, las normas y los protocolos son una amenaza externa. Siempre es mucho más eficaz la motivación intrínseca.

Ya he manifestado en diversas ocasiones que este impulso repentino de la administración electrónica me produce sensaciones contradictorias. Desde hace años utilizo palabras y expresiones como “teletrabajo” o “plenos telemáticos”, sintiéndome como el niño raro de la clase. Escucharlas ahora en boca de todos es una sensación extraña, muy positiva sin duda si no fuera porque su impulso viene por una desgracia. Pero ya están aquí y no vamos a dejar que se vayan. Durante estas semanas, el Parlamento británico, nada menos que la cámara de los Lores (la famosa House of Lords; aunque su nombre completo es, agárrense, The Right Honourable the Lords Spiritual and Temporal of the United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland in Parliament assembled, que significa “los Muy Honorables Lores espirituales y temporales del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte reunidos en el Parlamento”), se ha reunido de forma telemática. Si esos señores ataviados con sus tradicionales pelucas blancas han sido capaces de conectarse desde sus dispositivos electrónicos, empiezo a pensar que se puede modernizar cualquier institución.

¿Qué pasará a partir de ahora? Bien. Para poder anticipar cómo será la nueva Administración que surge de la nueva normalidad es muy importante saber cómo debería ser esa nueva Administración, a fin de poder orientar nuestros esfuerzos para convertir la teoría en realidad. Planteado así parece difícil, pero podemos empezar por algo mucho más sencillo: identificar, a priorinuestras mayores taras actuales, a fin de trabajar en pulir o directamente eliminar aquello que nos lastra, y fortalecer todos aquellos elementos y, sobre todo, personas, que a pesar de todo y contra viento y marea, mantienen a flote esto del servicio público. Pero, por encima de todo, lo más importante es entender qué demonios está ocurriendo ahora mismo en el Mundo, porque ocurre mucho y muy malo. Ante esto la Administración debe reaccionar. Como dijimos hace poco, “Al final todo forma parte de un mismo proyecto. Uno que ya debería estar implantado. Por eso decimos que el debate sobre la entrada en vigor de la Ley de procedimiento se ha convertido en algo ridículo. El coronavirus no ha dado ningún plazo que yo sepa. Ya venido y punto. Y aún no se ha ido por cierto; no entramos en la era pos-COVID, sino en la era con-COVID, una era que solo alguien muy poco inteligente puede defender que no debe ser telemática. Esta es la nueva normalidad, una normalidad “relativa”, de convivencia con este y otros virus. Nos lo hemos ganado a pulso destruyendo el medio ambiente. En este escenario, la mejor arma para luchar contra todos los problemas que tenemos, todo lo malo que nos está pasando (no sólo el virus, sino también la ineficiencia, la corrupción, la crisis económica, la despoblación del mundo rural y la propia destrucción del planeta), es la actuación telemática: teletrabajar, teletramitar, tele reunirse, tele pagar, tele operar, tele comunicarse, tele firmar… Telecualquiercosa”.

Por tanto, esta nueva era con-COVID (ojalá algún día podamos hablar de verdad de pos-COVID), es una era absolutamente telemática. Pero no sólo eso, ya que debemos mejorar en valores, en eficiencia (no ya reduciendo, sino eliminando directamente la burocracia), y en orientación de la Administración hacia el público. Teniendo en cuenta todo esto: ¿cómo debería ser la nueva Administración de la nueva normalidad? Lo podemos ver, de forma resumida, en la siguiente infografía:

 

“Vieja normalidad” versus “nueva normalidad”. Fuente: elaboración propia.

 

Es curioso. Siempre las situaciones negativas acaban impulsando la administración electrónica en sus distintas facetas. La crisis de 2008 puso en valor esa vertiente de ahorro burocrático y económico implícita en la tramitación electrónica. Por su parte, ante la explosión de los numerosos e indecentes casos de corrupción, se entendió que un buen antídoto era la implantación de un procedimiento trazable, rastreable y por supuesto transparente.

Ahora de repente llega el coronavirus, capaz de colapsar un país que, cogido por sorpresa, se ve obligado a poner a prueba sus recursos del presente y demostrar, ante una adversidad muy real más allá de simulacros, hasta qué punto estaba al menos mínimamente preparado. Y no lo estaba, pero quizá para la próxima arremetida sí lo esté.

El contexto mundial (no sólo de presente sino también de futuro) obliga a las personas a confinarse en casa y a relacionarse de forma telemática con a una Administración que, pese a todo, en absoluto ha estado paralizada. Hemos visto teletrabajar a los empleados públicos, y teletramitar  a los ciudadanos y otros usuarios. Y todo ha salido bastante bien. Es cierto que muchas medidas se tomaron deprisa y a la desesperada, pero eso no significa que no sean aprovechables. Hablamos especialmente de los que montaron “la paraeta” en el último segundo, porque los que habían hecho los deberes siguieron tramitando exactamente igual, de forma electrónica, telemática, accesible, eficiente, transparente y, en el mejor de los casos, excelente. Ahora todos tendrán que alcanzar ese nivel.

¿Qué pasará si no lo hacen? Se admiten apuestas, pero esta vez los que suelen decir “nunca pasa nada” se van a llevar una sorpresa.