El ingreso mínimo vital: una primera valoración
A día de hoy, y pese a cualquier incertidumbre que pueda persistir en torno a su duración y magnitud, es innegable que los efectos de la crisis del coronavirus (COVID-19) sobre el crecimiento y el empleo serán considerables y se harán patentes a lo largo de, por lo menos, todo el año 2020, con una caída del PIB que alcanzarán los dos dígitos y una destrucción de empleo elevada y, sobre todo, muy concentrada en el tiempo. Con más de 7 millones de personas cubiertas por diversas medidas de sostenimiento de rentas, se ha acelerado la puesta en marcha, por parte del Gobierno, de un sistema de renta mínima estatal, bajo la denominación de “Ingreso Mínimo Vital” (IMV).
En España, tal y como señaló la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) en su informe sobre rentas mínimas, el sistema de garantía de ingresos está muy fragmentado, cubriéndose distintas necesidades mediante diversas prestaciones gestionadas por el Estado (por ejemplo, la prestación por hijo a cargo), las Comunidades Autónomas (fundamentalmente a través de las rentas mínimas, sobre las que pivota el sistema) y los ayuntamientos. A los grandes problemas de las prestaciones del gobierno central (su ulterior fragmentación, su baja cuantía y el hecho de que dejan fuera del sistema a determinadas categorías de la población) se suman unos evidentes problemas de desigualdad territorial, derivados de la diferente evolución del gasto entre CC. AA. y de unas cuantías e índices de cobertura muy bajos en algunas de ellas. Desde hace varios años, como consecuencia de la baja cobertura del sistema de protección social, tanto estatal como autonómico, se ha venido contemplando el establecimiento de una prestación de ingresos mínimos en el ámbito de la Seguridad Social.
El desarrollo de una prestación de este tipo, prevista desde 2015 en los distintos programas electorales tanto del Partido Socialista como de Unidas Podemos, fue incluido en el acuerdo de gobierno entre ambos partidos, aunque en su momento no se planteó como algo inminente. Sin embargo, la situación de fuerte crisis económica en la que nos encontramos ha provocado que se adelante su diseño definitivo e implementación. Así, a lo largo de estas semanas, se ha generado un intenso debate no solo sobre la oportunidad, sino también sobre la naturaleza de un sistema de este tipo.
Por ejemplo, se ha discutido, incluso dentro del propio Gobierno, si la prestación debía nacer como una “renta puente” de carácter temporal, al estilo de las “rentas de emergencia” para hacer frente a la crisis del COVID-19 defendidas por algunos autores, o si debía ser desde el principio un esquema permanente. Además, se ha generado una cierta confusión (en ocasiones, deliberadamente buscada) entre el IMV y otros sistemas de rentas públicas. Por un lado, ha vuelto a resurgir el debate sobre la “renta básica universal”, pese a que esta, básica y universal como su propio nombre indica, sería más un “punto de referencia normativo” en el ámbito de la filosofía política que un instrumento de política pública económica y políticamente factible. También se ha aprovechado para atribuir la defensa del IMV a quienes, como Luis de Guindos, solamente han defendido una “renta de pandemia” claramente temporal.
Sin embargo, el hecho de que el debate se haya avivado durante estas semanas no debería suponer una vinculación entre la crisis actual y el IMV. Por una parte, no parece poder adaptarse ágilmente a las urgentes necesidades actuales de quienes han perdido el trabajo o han sufrido graves mermas de ingresos por la crisis. Por otra, la necesidad de una red última de seguridad económica que ofrezca protección a los hogares cuyos recursos son insuficientes, es (o debería ser) independiente de la situación excepcional de crisis económica en la que nos encontramos.
De hecho, la pobreza y la exclusión social distan de ser fenómenos coyunturales en nuestro país, como lleva mostrando la Encuesta de Condiciones de Vida del INE desde hace años. En 2018, último año para el que tenemos datos, una de cada cuatro personas en España se encontraba en riesgo de pobreza o exclusión social: es decir, tuvieron ingresos inferiores al 60% de la renta mediana, viven en hogares con carencia material severa (no pueden hacer frente a una serie de gastos considerados básicos) o en hogares con muy baja intensidad de trabajo, derivada de la parcialidad laboral o de trabajar de manera intermitente a lo largo del año. Esta situación es especialmente grave en el caso de los hogares monoparentales, con uno o más niños dependientes, el 82% de los cuales está encabezado por una mujer.
Pese a todo este debate, hasta hace unos días, solo conocíamos cierta información sobre la medida a través de las entrevistas y comparecencias de los diferentes miembros del Gobierno. Sin embargo, se ha ido conociendo, por medio de la prensa, detalles del contenido de un borrador del Real Decreto-ley que regulará esta prestación, que el Gobierno prevé que se encuentre lista en el mes de junio.
De momento conocemos su cuantía base provisional, de 462 euros, algo más del 80% del IPREM, lo que sitúa al IMV en la órbita de los programas de rentas mínimas autonómicas. También sabemos que se concederá a la “unidad de convivencia”, variando su cuantía en función de la estructura de esta (es decir, en función del número de personas adultas y menores que compongan el hogar), hasta alcanzar un máximo de 1.015 euros para hogares con dos personas adultas y más de dos menores. Según los cálculos del Gobierno, se beneficiarán del IMV el 20% de la población en situación de pobreza severa, aproximadamente un millón de hogares (tres millones de personas), con un coste para las cuentas públicas de unos 3.000 millones de euros, un cuarto de punto de PIB. Su cuantía obligaría, especialmente en las circunstancias actuales y dado que se trata de un incremento de gasto permanente, a “encuadrar su puesta en marcha en un plan presupuestario a medio plazo que permita compensar el incremento estructural de gasto”, como recomendaba la AIReF en su informe sobre rentas mínimas.
Por otra parte, el nivel de estos umbrales será una pieza clave del diseño, porque determinarán en gran medida la elegibilidad: de momento, se sabe que el IMV cubrirá “la diferencia existente” entre los ingresos de la unidad de convivencia y “el importe máximo de la prestación”. Esto, unido al hecho de que esta ha sido diseñada de tal manera que no desincentive la obtención de ingresos (se prevé que el Gobierno dé “un incentivo a quienes obtengan la renta básica pero logren ingresos adicionales”), no deduciendo la totalidad de estos ingresos de la cuantía de la prestación, acerca el diseño del IMV al de un “impuesto negativo” o un “complemento salarial”.
Además, se ha fijado como requisito indispensable que el solicitante esté buscando de manera activa trabajo, debiendo seguir un “itinerario individualizado y personalizado de inserción” que supondrá ahondar en las actividades ya contenidas en la Cartera Común de Servicios del Sistema Nacional de Empleo, como el diagnóstico de la empleabilidad y otras medidas de políticas activas de empleo dirigidas a mejorar esta. A nivel comparado, todos los países de la UE exigen la disponibilidad explícita para la búsqueda de empleo. Y es que una de las críticas más habituales a este tipo de esquemas es precisamente que pueda desincentivar la búsqueda de empleo o incentivar el trabajo en la economía sumergida.
Otro de los argumentos en contra de este tipo de prestaciones es la posibilidad de fraude (de la que no está exenta ninguna ayuda, por otra parte). En este sentido, el borrador de la norma prevé la posibilidad de que el Instituto Nacional de Seguridad Social (como organismo supervisor) pueda llevar a cabo “comprobaciones, inspecciones, revisiones y verificaciones”. En caso de que fuese necesario, se podría incluso suspender cautelarmente la prestación e incluso establecer multas y/o devoluciones de lo recibido.
Finalmente, se objeta habitualmente que los beneficiarios del IMV puedan destinar el dinero a gastos no considerados “necesidades básicas”. Si bien parece, según el borrador de Real Decreto-ley, que esto ha sido previsto (se deberá aplicar la prestación “a la cobertura de las necesidades básicas de todos los miembros de la unidad de convivencia”), un exceso de celo en el destino de la ayuda no solo puede suponer un problema de gestión, que obligaría a intensas comprobaciones ex post, sino que sería el reflejo de una filosofía un tanto paternalista respecto de las personas en situación de vulnerabilidad, que ya ha sido denunciada en otras ocasiones.
En general, la propuesta es relativamente similar en enfoque y finalidad (y en cierto modo deudora) a la iniciativa legislativa popular (ILP) que se materializó en Proposición de Ley sobre establecimiento de una prestación de ingresos mínimos en el ámbito de protección de la Seguridad Social, debatida a lo largo de la XII Legislatura en el Congreso de los Diputados y que decayó con el fin de esta. Sin embargo, en esta nueva propuesta se han corregido algunos aspectos que ya fueron señalados por la AIReF en su informe de evaluación, cuando el ministro Escrivá era Presidente de este organismo.
En particular, se ha clarificado su articulación y su compatibilidad respecto de las rentas mínimas autonómicas, aspecto que no estaba resuelto y que generó controversia ya en el debate de toma en consideración de la citada ILP. En este sentido, el Diputado del Partido Nacionalista Vasco señalaba que, si bien la propuesta se sustentaba en el artículo 149.1.17.ª de la Constitución (que atribuye al Estado la competencia exclusiva sobre legislación básica y régimen económico de la Seguridad Social, sin perjuicio de la ejecución de sus servicios por las Comunidades Autónomas) se producía “un solapamiento” y una “cierta desnaturalización del título competencial” recogido en el artículo 148.1.20.ª de la Constitución (que señala que las CC. AA. podrán asumir competencias en materia de asistencia social), abogando por “la existencia de esta prestación” pero “en el ámbito más cercano posible al ciudadano”.
De este modo, el IMV será compatible con las rentas mínimas autonómicas, hasta el punto de que estas no computarían en la determinación de los ingresos de la unidad de convivencia. Esto introduciría un matiz importante respecto a la ILP, no contemplado en el análisis de la AIReF, que proponía simplificar el sistema de rentas mínimas evitando el solapamiento entre las prestaciones de diferentes administraciones y que estimaba un ahorro de 2.000 millones de euros al suprimir duplicidades, puesto que contemplaba la sustitución de las prestaciones existentes (nacionales y autonómicas), permitiendo a las comunidades autónomas complementar la prestación tanto en términos de cobertura como de generosidad.
Por último, ¿qué sabemos de la eficacia de este tipo de medidas? Desde una perspectiva general, sabemos que las transferencias monetarias son herramientas útiles para hacer frente a la pobreza. Por otra parte, el impacto de la renta mínima autonómica “canónica”, la Renta de Garantía de Ingresos vasca, sobre la reincorporación al empleo ha sido estudiado (De la Rica y Gorjón, 2017), arrojando resultados muy positivos, constituyendo una herramienta efectiva para prevenir la exclusión social, al tiempo que no retrasa la incorporación al empleo.
Finalmente, la evaluación ex ante de la AIReF de la ILP de rentas mínimas estimaba, para algo más de un millón de hogares beneficiarios, una pequeña reducción de la desigualdad y una reducción considerable de la tasa de pobreza severa, con un coste de 7.200 millones de euros anuales. Asimismo, el organismo proponía dos diseños alternativos de la prestación, más cercanos a la propuesta actual, que, con un coste menor, de 3.500 millones de euros, lograría alcanzar a más hogares (1,8 millones), reduciendo más la tasa de pobreza severa, al estar mejor enfocada en aquellos hogares de menor renta, los que se sitúan por debajo de este umbral.
En definitiva, de acuerdo a lo que conocemos, una vez clarificado el diseño institucional y la coordinación del IMV con el resto del sistema de rentas mínimas, estaríamos hablando de una medida que podría reducir el riesgo de pobreza y exclusión social de cientos de miles de personas con una eficiencia bastante alta, un coste fiscal moderado y los incentivos adecuados para transitar hacia un empleo. Recordemos que, aunque España se encuentra en la media de la OCDE en cuanto a la reducción de la desigualdad tras impuestos y transferencias, se encuentra entre los países en los que un menor porcentaje de transferencias van a parar al quintil de población con menor nivel de renta.