Una Constitución para la Tierra

Luigi Ferrajoli, uno de los clásicos referentes de la filosofía del Derecho europea, lleva defendiendo desde hace años la necesidad de una Constitución para el planeta Tierra. Apunta que determinados fenómenos globales como el cambio climático, las armas nucleares, el hambre, la falta de medicamentos, el drama de los migrantes y, ahora, la crisis del coronavirus, evidencian un desajuste entre la realidad del mundo y la forma jurídica y política con la que tratamos de gobernarnos. En consecuencia, propone que esa Constitución atribuya a determinados organismos internacionales no tanto funciones de gobierno, que está bien que sigan confiadas sobre todo a los Estados, sino funciones globales de garantía de los derechos humanos, concretados en un demanio (dominio público) planetario para la tutela de bienes comunes como el agua, el aire, los grandes glaciares y las grandes forestas; la prohibición de las armas convencionales a cuya difusión se deben, cada año, centenares de miles de homicidios y, más aún, de las armas nucleares; el monopolio de la fuerza militar en manos de la ONU; y un fisco global capaz de financiar los derechos sociales a la educación, la salud y la alimentación básica, proclamados en tantas cartas internacionales.

La verdad es que cada vez que escucho propuestas de este tipo me viene a la cabeza el famoso cuento sobre el rabino de Cracovia. Según se dice, resulta que un día el rabino de esa ciudad interrumpió sus oraciones para anunciar que acababa de “ver” la muerte del rabino de Varsovia (a 300 Km de distancia). Su congregación, aunque apenada por el luctuoso acontecimiento, quedó impresionada en cualquier caso por el poder visionario de su joven rabino. Sin embargo, unos días más tarde, algunos judíos de Cracovia viajaron a Varsovia y, para su sorpresa, se encontraron al rabino de esa ciudad oficiando en lo que parecía un tolerable estado de salud. Cuando regresaron hicieron circular la noticia y con ella se extendieron las burlas. Pese a ello, algunos fieles discípulos salieron en defensa de su rabino: quizás podía haberse equivocado en los detalles –afirmaron- pero, en cualquier caso, ¡qué visión!

Comentando la historia, Albert Hirschman afirmaba que su lectura suscita una doble valoración: por un lado, como es obvio, denuncia el ridículo de esa práctica tan frecuente, de hoy y de siempre, de racionalizar las creencias en contra de los hechos más evidentes; pero, por otro lado, a un nivel más profundo, elogia de alguna manera el pensamiento visionario y atrevido, por mucho que pueda haberse desviado.

Con la Constitución para la Tierra de Ferrajoli pasa un poco lo mismo. Pensar que en el actual marco de relaciones internacionales, dominado por países como los EEUU de Trump, la Rusia de Putin, o la China de Xi Jinping (dejemos al margen a Israel, Irán, Corea del Norte, Brasil, etc.) es posible sacar adelante una Constitución que consagre un demanio común sobre las grandes forestas, imponga un impuesto universal para financiar los derechos sociales, prohíba las armas convencionales y nucleares y atribuya el monopolio de la fuerza a la ONU, es algo semejante a invitar al rabino de Varsovia a su propio funeral. La constelación de intereses concurrentes a corto plazo está tan en contra de semejante propuesta que ningún político sensato perdería un segundo con ella.

Y, sin embargo, resulta paradójico que la conclusión de Ferrajoli nos parezca tan alejada de la realidad, cuando el presupuesto del que parte resulta de una  absoluta evidencia: existe un desajuste entre la realidad del mundo y la forma jurídica y política con la que nos gobernamos, como nos ha puesto de manifiesto una vez más la reciente pandemia. Basta percatarse de que los fenómenos de impacto global son cada vez más frecuentes, como consecuencia de la vertiginosa globalización que hemos vivido en los últimos siglos/décadas. Esa circunstancia nos pone de manifiesto cada vez con mayor claridad que no vivimos en comunidades aisladas y autosuficientes, sino en una única comunidad global, en la que los acontecimientos que ocurren en una parte, ya sea debido al infortunio y/o a la negligencia de cualquiera, tienen la virtualidad de trastocar casi de manera inmediata lo que sucede en el resto del mundo.

Esta realidad  nos resulta inquietante y no tenemos muy claro cómo manejarla. Pero lo que es evidente es que no cabe dar marcha atrás al reloj de la historia. Sería un tremendo error incurrir a estas alturas en tentaciones autárquicas y aislacionistas, por mucho que parezca conducirnos a ello la defectuosa gestión nacional e internacional de esta pandemia. Las carencias que se han puesto de manifiesto (desabastecimiento de material, incumplimientos contractuales, carencia de transparencia, fraudes, ausencia de rendición de cuentas…) no se solucionan volviendo a un pasado remoto, sino avanzando hacia una mayor integración, precisamente en la esfera en la que es más necesaria y a la que se deben las referidas carencias: la integración jurídica. La conclusión de que hay que fabricarlo todo en casa como consecuencia de que los mercados internacionales no han atendido la correspondiente demanda y los Estados se han comportado de manera oportunista y poco transparente, es absurda e ineficiente. Pero es verdad que lo que ha pasado nos muestra bien a las claras que las relaciones internacionales exigen garantías jurídicas mucho más afinadas y ambiciosas, pero no solo en el ámbito público de la arquitectura institucional internacional, sino especialmente en el clásico del Derecho privado, pues en las relaciones entre Estados soberanos, todo es Derecho privado.

Por eso la visión de Ferrajoli es absolutamente acertada, aunque en el detalle resulte un tanto equivocada. Es verdad que la contraposición entre poderosos Estados de Derecho a nivel interno (aunque es cierto que unos más que otros y casi todos en preocupante declive) y una realidad internacional próxima al estado de naturaleza hobbesiano (con todo respeto para los especialistas del Derecho Internacional público) es cada vez más insostenible. Pero antes que transitar a un súper estado mundial caracterizado por el monopolio de la fuerza y la capacidad de imponer impuestos, deberíamos profundizar mucho más en el ius gentium de los clásicos, aunque con la particularidad añadida de que este Derecho universal no obligue solo a los individuos de esos Estados, sino a los propios Estados como principales actores dentro de la comunidad internacional. Es más, la dificultad de vincular a los Estados hace difícil en muchas ocasiones perseguir de manera eficaz a sus nacionales, especialmente en los países sin o con deficientes Estados de Derecho. No necesitamos solo una estructura vertical, siempre proclive  a la sospecha de captura por los más poderosos o los menos escrupulosos (véase la reciente polémica en relación  la OMS), sino especialmente una mayor integración jurídica de carácter horizontal, que solo como natural emanación genere la correspondiente arquitectura institucional.

Se puede alegar en contra que sin monopolio de la fuerza no hay verdadera garantía de vincular a los Estados soberanos al Derecho. Son tan libres de concertar sus tratados como de romperlos con la menor excusa (como decía Hobbes, sin la espada los acuerdos son meras palabras). Sin embargo, y con todas sus dificultades, la Unión Europea, el experimento político más ambicioso y visionario de la historia, ha demostrado lo contrario. Y lo ha demostrado por la vía de vincular la integración económica con la jurídica, porque ambas son absolutamente imprescindibles y no puede funcionar la una sin la otra. Otra cosa es que se encuentre todavía en una fase incipiente de desarrollo, pero de un desarrollo que no debe ir encaminado a la construcción de un súper Estado, sino a la sujeción estricta y creciente de los Estados al Derecho de la Unión. Y es que, por encima de cualquier otra cosa, la Unión Europea es Derecho. En este sentido cualquier paso atrás (como el que ha supuesto la famosa sentencia del Tribunal Constitucional alemán recientemente comentada en este blog o las desmesuradas ayudas de Estado a sus empresas en este mismo país) debe ser firmemente resistido. Al igual que en la negociación del Brexit debe resistirse firmemente concertar un acuerdo con el Reino Unido que pretenda conservar las relaciones comerciales entre los interesados sin una estricta sujeción de ese país al Derecho (que a falta de otro mejor o peor, es el de la Unión). Cualquier paso atrás de este tipo amenaza arrastrarnos a una regresión incontrolada de la que todos saldremos perdiendo.

La visión de Ferrajoli puede estar equivocada en los detalles y quizás el rabino de Varsovia todavía tenga muchos años de vida,  pero apunta a un polo magnético ineludible que deberíamos tener siempre presente: la Tierra necesita más Derecho. En conclusión, sí, efectivamente, ¡qué visión!