La “desescalada” de los ERTEs por fuerza mayor derivada de la COVID-19

Coincidiendo con una nueva prórroga del estado de alarma, las empresas españolas se enfrentan a su nueva normalidad [sic] con el inicio de la “desescalada” de los ERTES por fuerza mayor derivada del COVID-19. Para ello el Gobierno ha alumbrado un nuevo Real Decreto-Ley ( en este caso RDL 18/2020 de 12 de mayo, de medidas en defensa del empleo ) que, al igual que sus predecesores en materia laboral, adolece de la necesaria claridad, permitiendo diferentes interpretaciones que no favorecen una seguridad jurídica que, en estos momentos, se antoja imprescindible. Voces autorizadas – y otras no tanto – mantienen antagónicas posiciones en cuanto al margen que la norma permite al empresario para afrontar el reinicio su actividad.

En el ámbito laboral la fuerza mayor es un concepto jurídico indeterminado que comporta un acontecimiento externo al círculo de la empresa e independiente de la voluntad del empresario y que conlleva la imposibilidad de cumplimiento de una obligación por causa imprevisible o inevitable. A fin de adaptar la indeterminación del concepto de fuerza mayor a las negativas consecuencias para el empleo del COVID-19, el artículo 22 del RDL 8/2020  acuñó – de forma algo alambicada – una definición ad hoc, según la cual concurre fuerza mayor en los supuestos de pérdidas de actividad como consecuencia del COVID-19, incluida la declaración del estado de alarma, que impliquen suspensión o cancelación de actividades, cierre temporal de locales de afluencia pública, restricciones en el transporte público y, en general, de la movilidad de las personas y/o las mercancías, falta de suministros que impidan gravemente continuar con el desarrollo ordinario de la actividad, o bien en situaciones urgentes y extraordinarias debidas al contagio de la plantilla o la adopción de medidas de aislamiento preventivo decretados por la autoridad sanitaria. El específico procedimiento para la aprobación de ERTES por fuerza mayor derivada del coronavirus ha mantenido la preceptiva autorización administrativa, que se concreta en la necesaria apreciación de la concurrencia de la fuerza mayor por parte de la autoridad laboral. El hecho de que la competencia para resolver esta modalidad de ERTES esté atribuida a las comunidades autónomas ha provocado disparidad de criterios en cuanto a la apreciación de la causa, si bien todos acertadamente supeditan la existencia de la fuerza mayor a que traiga su causa en las prohibiciones o limitaciones de desarrollo de actividad dispuestas por las normas de toda índole dictadas con motivo del COVID-19.

De lo expuesto hasta el momento se colige que, una vez constatada inicialmente la fuerza mayor que avala la aprobación el ERTE, la vigencia del mismo requiere que subsista la prohibición o limitación que motivó su apreciación. Traigo a colación esta conclusión para rebatir la creencia  ( a mi juicio errónea) de parte de los agentes sociales  por la que, en unos casos, sostienen que la fecha fin de los ERTES será el 30 de junio; y en otros, que mientras subsista el estado de alarma los ERTES se mantienen en vigor, siendo la voluntad del empresario la que eventualmente determine la finalización de los mismos con anterioridad a cualquiera de las dos fechas. El  principio de causalidad pudiera resultar por sí mismo suficiente para rechazar dicha interpretación, censura que, asimismo, viene a ser reforzada por la propia literalidad del art. 28 del RDL 8/2020  ( “Las medidas […]  estarán vigentes mientras se mantenga la situación extraordinaria derivada del COVID-19 “). Asimismo, el art. 1.1 del RDL 18/2020  dispone que  continuarán en situación de fuerza mayor total  las empresas que ya estuvieran en ERTE en tanto que estuvieran afectadas por las causas que motivaron el expedienteque impidan el reinicio de su actividad, mientras duren las mismas y en ningún caso más allá del 30 de junio de 2020”. Es evidente que la alusión al último día del mes de junio lo es a los únicos efectos de fijar la fecha límite de vigencia del ERTE ( y siempre que siga existiendo la causa de fuerza mayor), y no como una duración fijada ab initio cuyo agotamiento es potestativo para el empleador.

Mayores problemas interpretativos puede plantear la figura del ERTE por fuerza mayor parcial creada por el art. 1.2 del RDL 18/2020 que, si bien reproduce en lo sustancial la definición de ERTE por fuerza mayor total, varía la mención relativa al 30 de junio de 2020, al cambiar la expresión «en ningún caso más allá del 30 de junio» por «hasta el 30 de junio». La exacta delimitación temporal que el citado precepto realiza de la fuerza mayor parcial es “desde el momento en el que las causas […] permitan la recuperación parcial de su actividad hasta el 30 de junio de 2020”. La diferente redacción no resulta baladí pues pudiera abrir la puerta para entender que, en este caso, sí existe una fecha fin del ERTE parcial determinada, y, por tanto, debe encontrar amparo la decisión empresarial de reincorporar a los trabajadores progresivamente sin someterse a otra limitación distinta que la fecha tope. Sin embargo, la definición de  ERTE parcial enturbia esta posibilidad, al mantener que deben seguir existiendo las causas que configuran la fuerza mayor, aunque atenuadas por posibilitar parcialmente el reinicio de la actividad,. El “levantamiento” de la totalidad de las prohibiciones que pesaban sobre la actividad  conllevaría la inexistencia de limitación alguna ( ni tan siquiera parcial), por lo que  -en sentido estricto- ya no cabría apreciar la fuerza mayor. A mayor abundamiento de la confusión,  el art. 2 párrafo 2 del RDL 18/2020 dispone que “ las empresas deberán proceder a reincorporar a las personas afectadas […] en la medida necesaria para el desarrollo de su actividad “, configurando una obligación al utilizar el imperativo «deberán», cuyo cumplimiento no puede quedar a la mera voluntad del empleador. No resulta aventurado concluir que la figura del ERTE por fuerza mayor parcial está pensada para relacionar los avances en las distintas fases de la “desescalada” con la desaparición progresiva  de las limitaciones de actividad empresarial, pero parece evidente que su deficiente redacción no coadyuva a la consecución del fin de esta novedosa figura.

Otro problema interpretativo que se avecina es la adscripción a una concreta modalidad de ERTE  ( total o parcial)  en aquellas empresas en las que la medida derivada del mismo no fue la suspensión de los contratos, sino la reducción de la  jornada. Según se dijo, el RDL 18/2020 identifica sin matización alguna la fuerza mayor total con una imposibilidad de reinicio de actividad, de ahí que una rigurosa interpretación podría suponer que las empresas que continúen desarrollando su actividad parcial sin cambio alguno respecto a su situación primitiva ( mismo porcentaje de reducción de jornada), no se consideren incluidas en concepto de el ERTE total. Las  importantes consecuencias en materia de bonificaciones en la cotización hubieran aconsejado una mejor redacción.

Por último, la regulación  de la “desescalada” de los ERTES ha desarrollado la inquietante obligación de mantenimiento del empleo impuesta por la disposición adicional sexta del RDL 8/2020. Mediante  la modificación contenida en la primera disposición final del RDL 18/2020, todas los beneficios en la cotización a la Seguridad Social obtenidos por las empresas como consecuencia de los ERTES por fuerza mayor quedan condicionados a que la empresa, durante seis meses siguientes a la reincorporación total o parcial de los trabajadores,  no extinga los contratos de ninguno de los trabajadores afectados por el ERTE. Esta onerosa carga tiene escasas excepciones,  y supone  un serio obstáculo ( o incluso un impedimento) para coadyuvar a la salvación de las empresas y el empleo. Históricamente, los intentos por mantener de forma artificiosa el empleo han fracasado, como el tristemente recordado ” plan E” del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Nada apunta a que la situación vaya a cambiar.

El incumplimiento del precitado compromiso de mantenimiento de empleo únicamente se permite para unas causas de extinción (por ejemplo, despido disciplinario procedente, dimisión, muerte o jubilación del trabajador), olvidando el legislador gubernamental, de un lado, las numerosas modalidades de extinción ajenas a la voluntad del empresario contenidas en el art. 49 del Estatuto de los Trabajadores ( entre otras, mutuo acuerdo; muerte, jubilación o incapacidad del empresario; o fuerza mayor); y de otro, la posible necesidad empresarial de extinguir algún contrato de forma procedente por alguna de las causas previstas en los arts. 51 y 52 ET. El alcance de esta  medida alcanza cotas desproporcionadas si se interpretara  que la obligación de reintegro del importe de las cotizaciones ( más recargos e intereses)  no se circunscribe a las correspondientes al trabajador que ha visto extinguido su contrato, sino a las de las bonificaciones íntegras de todos los trabajadores incluidos en el ERTE.

Asimismo, existen dos inconcretas excepciones más a la obligación del mantenimiento del empleo. En el apartado 3 de la disposición adicional directamente se consagra la discrecionalidad ( o quizá arbitrariedad) de la Administración a la hora de exonerar de la tan citada obligación de mantenimiento del empleo a “sectores afines”. Así, y mediante la inclusión de un vago supuesto de hecho, se dispone literalmente que  el compromiso del mantenimiento del empleo se valorará en atención a las características específicas de los distintos sectores y la normativa laboral aplicable, teniendo en cuenta, en particular, las especificidades de aquellas empresas que presentan una alta variabilidad o estacionalidad del empleo. Y en la misma línea de utilizar conceptos indeterminados ( e incluso inexistentes), en el apartado 4 se exceptúa del cumplimiento de la obligación a “aquellas empresas en las que concurra un riesgo de concurso de acreedores” [sic], figura inexistente en nuestro ordenamiento jurídico, y que stricto sensu sería aplicable a la totalidad de las empresas, pues  -en potencia-  incluso las más boyantes  corren el riesgo de verse abocadas a una situación concursal.

Hay quien que ve en la deficiente – y recurrente – técnica legislativa de las recientes normas laborales un reflejo de las carencias de sus redactores. Por  contra, otros consideran que obedece a una ambigüedad calculada para poder interpretar las leyes a su conveniencia, poniendo las importantes medidas coercitivas de la Administración al servicio de un interés injusto. Algo falla cuando los laboralistas tenemos que acudir en exceso a los criterios interpretativos del art. 3.1 del Código Civil. Afortunadamente la última palabra, por ahora, la tienen los jueces.