La destitución del coronel Pérez de los Cobos por el ministro Marlaska: nuevo ejemplo de desastre institucional y de lo fácil que es solucionarlo (si se quiere, claro)
En primer lugar, los hechos:
Ayer lunes día 25 de mayo, el ministro del Interior del Gobierno de coalición PSOE-Podemos, el juez Fernando Grande-Marlaska, cesó por pérdida de confianza al coronel Diego Pérez de los Cobos, máximo responsable de la Guardia Civil en Madrid, como consecuencia del contenido desfavorable para el Gobierno de un informe solicitado a la Guardia Civil, en sus funciones de policía judicial, por la jueza Carmen Rodríguez Medel, que investiga por prevaricación al delegado del Gobierno en Madrid por autorizar actos multitudinarios a primeros de marzo, entre ellos la manifestación del 8-M. El informe se remite al juzgado, pero su contenido se filtra irregularmente al ministro que, en base a un informe que no debería conocer, cesa a su responsable. La jueza Rodríguez Medel, por su parte, trabajó en el ministerio de Justicia como asesora en la época de Rafael Catalá, ministro del PP, participando en representación del Gobierno en varias reuniones de negociación política con otros grupos.
A partir de aquí difieren las versiones. Según fuentes de Interior, el informe incluía numerosas valoraciones subjetivas que ponen en entredicho la neutralidad política de su autor. Según otras versiones próximas a la Guardia Civil, un alto cargo de Interior telefoneó al coronel pidiéndole datos sobre esas diligencias y cuando este le contestó que había sido solicitado por la juez y por tanto era reservado se le anunció el cese.
Este deprimente relato pone de manifiesto muchas disfunciones de nuestro sistema político y judicial que, al margen de las graves ineficiencias que puedan causar a la hora de perseguir y castigar la delincuencia política, causan un enorme daño al prestigio de nuestras instituciones, generando sospechas y acusaciones por todos los lados.
La primera de ellas es la insoportable mezcla entre política y judicatura, lo que en España sucede por varias vías, básicamente dos: la política no puede estar llena de jueces que entran y salen de ella como si tal cosa, ni la carrera judicial llena jueces que juegan a la política para prosperar en la misma. Nos parece muy bien que en un determinado momento un juez sienta la llamada de la política y abandone su carrera judicial. Pero que la abandone de verdad entonces, porque lo que no puede pretender es luego volver a ella como si tal cosa, ni jugar a la política dentro de ella. En otros países con mucha menor corrupción y mucho mayor prestigio institucional esto no es posible. Quizás sea por eso.
Aquí muchos jueces hacen carrera judicial pensando en la carrera política y la inversa, como si fuera la misma, en un permanente do ut des de méritos políticos, prebendas y favores a pagar aquí y allá que solo puede generar sospecha, muchas veces fundadas (una razón más que explica la tremenda resistencia a despolitizar el Consejo General del Poder Judicial). El juez que se dedica a la política debería tener prohibido su regreso a la carrera judicial, por lo menos por un número mínimo de años (“cooling off”) y los nombramientos dentro de la carrera deberían responder exclusivamente al mérito profesional y no al político de los correspondientes candidatos. Solo así es posible desincentivar las actuaciones interesadas y eliminar cualquier posible atisbo de sospecha.
La segunda es que los jueces no pueden depender en su actividad investigadora de personal que depende orgánica y funcionalmente del investigado, ya sea la policía, la Guardia Civil o la inspección de Hacienda. Es simplemente de risa. Esos profesionales tienen que estar bajo dependencia orgánica y funcional de los instructores, siguiendo el modelo de la Fiscalía especial contra la corrupción y la criminalidad organizada. De otra manera no solo el investigado se enterará de todo antes que el juez, sino que además podrá entorpecer a placer el curso de la investigación y/o adulterarla cuando lo considere necesario. Como sabe cualquier conocedor de la teoría republicana de la libertad, basta simplemente quedar sujeto al poder discrecional de otro más poderoso para que la libertad se pierda de manera completa, aunque no haya interferencia activa, simplemente por la mera amenaza.
La tercera, por consiguiente, es que mientras esto no ocurra y no exista una verdadera policía judicial, es sencillamente inconcebible que el ministro pueda cesar al funcionario requerido por el juzgado (o a su jefe directo), y menos aun como consecuencia del informe requerido por el juzgado, que ni debería conocer. No debería técnicamente poder hacerlo, pero, si lo hace, es él el que tendría que ser inmediatamente cesado como consecuencia de una injerencia intolerable en el procedimiento judicial. De otra manera añadimos farsa a la propia farsa.
Pero es que, incidentalmente, a la ignominia institucional se une la torpeza política mayúscula. Como ya hemos comentado en este blog, la vía penal en este caso no tiene apenas recorrido técnico y está llamada a agotarse por sí sola. Pero con este torpe cese el ministro Marlaska ha convertido un inexistente problema penal en un problema político muy real, como demuestran las dimisiones en cascada dentro de la propia Guardia Civil. Si los españoles podían tener dudas sobre la incidencia del 8 M en la propagación de la pandemia, ahora no tienen ninguna. Como les gusta decir a los spin doctors, con este cese el Gobierno ha perdido el control del relato, y el perjuicio real para sus intereses va a ser mucho más grave que el supuestamente evitado.
En cualquier caso, con otro sistema institucional nos habríamos ahorrado este carrusel de sospechas y acusaciones por todos los lados, tan idóneo para el país en este creciente panorama de desconfianza y crispación política.
Editores del blog “¿Hay derecho?”