La destitución del coronel Pérez de los Cobos por el ministro Marlaska: nuevo ejemplo de desastre institucional y de lo fácil que es solucionarlo (si se quiere, claro)

En primer lugar, los hechos:

Ayer lunes día 25 de mayo, el ministro del Interior del Gobierno de coalición PSOE-Podemos, el juez  Fernando Grande-Marlaska, cesó por pérdida de confianza al coronel Diego Pérez de los Cobos, máximo responsable de la Guardia Civil en Madrid, como consecuencia del contenido desfavorable para el Gobierno de un informe solicitado a la Guardia Civil, en sus funciones de policía judicial, por la jueza Carmen Rodríguez Medel, que investiga por prevaricación al delegado del Gobierno  en Madrid por autorizar actos multitudinarios a primeros de marzo, entre ellos la manifestación del 8-M. El informe se remite al juzgado, pero su contenido se filtra irregularmente al ministro que, en base a un informe que no debería conocer, cesa a su responsable. La jueza Rodríguez Medel, por su parte, trabajó en el ministerio de Justicia como asesora  en la época de Rafael Catalá, ministro del PP, participando en representación del Gobierno en varias reuniones de negociación política con otros grupos.

A partir de aquí difieren las versiones. Según fuentes de Interior, el informe incluía numerosas valoraciones subjetivas que ponen en entredicho la neutralidad política de su autor. Según otras versiones próximas a la Guardia Civil, un alto cargo de Interior telefoneó al coronel pidiéndole datos sobre esas diligencias y cuando este le contestó que había sido solicitado por la juez y por tanto era reservado se le anunció el cese.

Este deprimente relato pone de manifiesto muchas disfunciones de nuestro sistema político y judicial que, al margen de las graves  ineficiencias que puedan causar a la hora de perseguir y castigar la delincuencia política, causan un enorme daño al prestigio de nuestras instituciones, generando sospechas y acusaciones por todos los lados.

La primera de ellas es la insoportable mezcla entre política y judicatura, lo que en España sucede por varias vías, básicamente dos: la política no puede estar llena de jueces que entran y salen de ella como si tal cosa, ni la carrera judicial llena jueces que juegan a la política para prosperar en la misma. Nos parece muy bien que en un determinado momento un juez sienta la llamada de la política y abandone su carrera judicial. Pero que la abandone de verdad entonces, porque lo que no puede pretender es luego volver a ella como si tal cosa, ni jugar a la política dentro de ella. En otros países con mucha menor corrupción y mucho mayor prestigio institucional esto no es posible. Quizás sea por eso.

Aquí muchos jueces hacen carrera judicial pensando en la carrera política y  la inversa, como si fuera la misma, en un permanente do ut des de méritos políticos, prebendas y favores a pagar aquí y allá que solo puede generar sospecha, muchas veces fundadas (una razón más que explica la tremenda resistencia a despolitizar el Consejo General del Poder Judicial). El juez que se dedica a la política debería tener prohibido su regreso a la carrera judicial, por lo menos por un número mínimo de años (“cooling off”) y los nombramientos dentro de la carrera deberían responder exclusivamente al mérito profesional y no al político de los correspondientes candidatos. Solo así es posible desincentivar las actuaciones interesadas y eliminar cualquier posible atisbo de sospecha.

La segunda es que los jueces no pueden depender en su actividad investigadora de personal que depende orgánica y funcionalmente del investigado, ya sea la policía, la Guardia Civil o la inspección de Hacienda. Es simplemente de risa. Esos profesionales tienen que estar bajo dependencia orgánica y funcional de los instructores, siguiendo el modelo de la Fiscalía especial contra la corrupción y la criminalidad organizada. De otra manera no solo el investigado se enterará de todo antes que el juez, sino que además podrá entorpecer a placer el curso de la investigación y/o adulterarla cuando lo considere necesario. Como sabe cualquier conocedor de la teoría republicana de la libertad, basta simplemente quedar sujeto al poder discrecional de otro más poderoso para que la libertad se pierda de manera completa, aunque no haya interferencia activa, simplemente por la mera amenaza.

La tercera, por consiguiente, es que mientras esto no ocurra y no exista una verdadera policía judicial, es sencillamente inconcebible que el ministro pueda cesar al funcionario requerido por el juzgado (o a su jefe directo), y menos aun como consecuencia del informe requerido por el juzgado, que ni debería conocer. No debería técnicamente poder hacerlo, pero, si lo hace, es él el que tendría que ser inmediatamente cesado como consecuencia de una injerencia intolerable en el procedimiento judicial. De otra manera añadimos farsa a la propia farsa.

Pero es que, incidentalmente, a la ignominia institucional se une la torpeza política mayúscula. Como ya hemos comentado en este blog, la vía penal en este caso no tiene apenas recorrido técnico y está llamada a agotarse por sí sola. Pero con este torpe cese el ministro Marlaska ha convertido un inexistente problema penal en un problema político muy real, como demuestran las dimisiones en cascada dentro de la propia Guardia Civil. Si los españoles podían tener dudas sobre la incidencia del 8 M en la propagación de la pandemia, ahora no tienen ninguna. Como les gusta decir a los spin doctors, con este cese el Gobierno ha perdido el control del relato, y el perjuicio real para sus intereses va a ser mucho más grave que el supuestamente evitado.

En cualquier caso, con otro sistema institucional nos habríamos ahorrado este carrusel de sospechas y acusaciones por todos los lados, tan idóneo para el país en este creciente panorama de desconfianza y crispación política.

Sentencias de las Audiencias sobre el IRPH: pocos cambios tras la sentencia del TJUE

Nuestro sistema hipotecario va volviendo a la normalidad, gracias en parte a la nueva Ley 5/2019 de crédito inmobiliario y por otra a que el Tribunal Supremo va a aclarando las cuestiones que habían dado lugar a más  litigios respecto de préstamos anteriores (como las ya comentadas aquí de gastos, comisión de apertura, los intereses de demora, vencimiento anticipado …). Una de las cuestiones no totalmente cerradas es la de la posible nulidad de los préstamos referenciados al IRPH. La STS 669/2017 de El TS declaró su validez pero una cuestión prejudicial ante el TJUE cuestionaba su doctrina y dio lugar a la STJUE de 3 de marzo de 2020, que algunos despachos celebraron como un triunfo para los consumidores, quizá para alimentar su negocio. Sin embargo, ya advertimos en este post que la sentencia era poco clara y no favorecía precisamente las pretensiones de los consumidores. Varias sentencias de distintas Audiencias Provinciales (entre otras SAP Tarragona de 11/3/2020, SAP Sevilla 23/4/2020 y SAP Barcelona 28/4/2020) parecen confirmar esto último. Veamos como resuelven las cuestiones más discutidas.

– ¿Cabe analizar la transparencia de las cláusulas que remiten a un interés variable oficial? El TJUE dice cabe ese examen de transparencia aunque el interés sea oficial, pero no es una novedad pues el TS también lo admitía. La STS consideraba que no debía entrar a juzgar la fórmula del cálculo de un interés oficial, pero sí la cláusula que lo incorporaba al contrato. La SAP Barcelona insiste en que el índice en sí no es una cláusula general de la contratación y que lo que cabe examinar es la incorporación del mismo y la información sobre él de que dispone el consumidor. Por eso no parece muy acertada la posición de la SAP Sevilla que entiende que al ser un tipo oficial es una norma imperativa y que no cabe el examen de transparencia (FJ 5). El examen de transparencia cabe, pero no sobre el interés en sí sino sobre la cláusula, que es lo que vemos a continuación.

– ¿Cuándo se puede considerar transparente la cláusula de un tipo de referencia variable oficial? El criterio de la STJUE  es que la cláusula “posibilite que el consumidor medio, normalmente informado y razonablemente atento y perspicaz, esté en condiciones de comprender el funcionamiento concreto del modo de cálculo de dicho tipo de interés y de valorar así … las consecuencias económicas, potencialmente significativas, de tal cláusula sobre sus obligaciones”. Como vemos exige que el consumidor pueda conocer el método de cálculo y las consecuencias económicas. Como señala Rodríguez VegaNo se trata de valorar sí el consumidor-contratante ha entendido la cláusula (valoración subjetiva), sino si el consumidor-contratante ha dispuesto de la información necesaria para asegurar que un consumidor medio la hubiera entendido (valoración objetiva)”.Esto corresponde juzgarlo al tribunal nacional pero el TJUE da algunas orientaciones.

En relación con el método de cálculo dice que “los elementos principales relativos al cálculo del IRPH resultaban fácilmente asequibles a cualquier persona que tuviera intención de contratar un préstamo hipotecario, puesto que figuraban en la Circular 8/1990, publicada a su vez en el Boletín Oficial del Estado” (nº 53). Por tanto la transparencia del método de cálculo parece objetivada por esa publicación.

Más dudas plantea lo que el TJUE considera necesario para que el consumidor puda conocer las consecuencias económicas. En el n 54 el TJUE dice que “resulta pertinente para evaluar la transparencia  … la circunstancia de que, según la normativa nacional … las entidades de crédito estuvieran obligadas a informar a los consumidores de cuál había sido la evolución del IRPH durante los dos años naturales anteriores a la celebración de los contratos de préstamo y del último valor disponible… .55. Por consiguiente, el juzgado remitente deberá comprobar si en el contexto de la celebración del contrato sobre el que versa el litigio principal Bankia cumplió efectivamente con todas las obligaciones de información establecidas por la normativa nacional.”. Queda claro que no exige ofrecer escenarios futuros ni comparaciones con otros tipos de interés, cuestiones que constituirían una asesoramiento al que los prestamistas no están obligados. Sin embargo se plantea la duda de lo que exige en relación con la evolución pasada. El nº 55 parece exigir que el tribunal nacional compruebe que se han cumplido las obligaciones de información. Así lo interpreta la SAP Tarragona que dice que al STJUE añade la obligación concreta “de informar a los consumidores de cual había sido la evolución del IRPH de las cajas de ahorros durante los dos años naturales anteriores” (también la SAP  de Alicante de 30/3/2020), considerando que no haberlo acreditado implica la falta de transparencia.

La SAP Barcelona analiza en detalle este problema (FJ 6º) y llega a la conclusión de que lo importante es que la cláusula deje claro que se trata de un interés variable y que este es uno concreto de los oficiales. Señala que la información previa concreta de la evolución de los dos años anteriores solo se exigía para los préstamos inferiores a 150.000 euros hasta el 29 de noviembre de 2011 y no se exige ahora por la Ley 5/2019; y que los índices se publicaban por el Banco de España, además de estar disponibles a través de otros canales de comunicación ordinarios. La conclusión del tribunal es que igual que un consumidor medio podía conocer la fórmula de cálculo, también podía conocer dicha evolución, por lo que no es necesario analizar si en el caso concreto se suministró dicha información.

Entiendo (como Guilarte aquí) que es correcta esta argumentación. Este razonamiento parece lógico: la STJUE no exige que en todo caso se diera esa información, sino que es “es pertinente” tenerla en cuenta. Por tanto es posible que el tribunal nacional considere que existían otros medios (como las publicaciones oficiales y extraoficiales) que permitían al consumidor medio entender las consecuencias de su contrato. Y efectivamente la publicación conjunta de los intereses oficiales hacía razonablemente sencilla esa comparación (como ya dije aquí).

– ¿En el caso de que no fuera transparente, se produce automáticamente su nulidad o es necesario analizar la abusividad del IRPH? ¿Es el IRPH abusivo?  La SAP Tarragona adopta la primera postura sin argumentarla mientras que la SAP Barcelona analiza la cuestión (FJ 7º.1) y entiende que de la STJUE Andriciuc y de la literalidad del art. 4.2 de la Directiva 93/13 se deduce que la falta de transparencia simplemente permite el análisis de abusividad. Concluye obiter dicta que en el caso del IRPH no hay razones para considerarlo abusivo salvo que se demostrara que en ese momento el prestamista tenía datos de que el interés iba a subir y que ocultó maliciosamente al consumidor (FJ. 7º.7). La SAP Sevilla directamente entiende que no cabe el examen de abusividad de un interés oficial.

– ¿Cuáles serían los efectos de la nulidad de la cláusula?  El tribunal que planteó la cuestión planteaba si la nulidad debía dar lugar al mantenimiento del préstamo sin interés o la sustitución por el Euribor. La STJUE reiteró su doctrina de que el Juez no debe integrar las cláusulas abusivas para garantizar el efecto disuasorio de la Directiva, salvo que el contrato no pueda subsistir y que la anulación del contrato fuera más perjudicial para el deudor –al provocar la necesidad de devolver el préstamo-. Aunque sin pronunciarse expresamente, parece considerar que ese sería el caso del préstamo si se anulara el interés, pues no contempla la posibilidad planteada por el Juez español de mantener el préstamo sin interés, sino que se plantea cual debe ser el sustitutorio. Las sentencias de las AP de Tarragona y Sevilla llegan también a la conclusión de que un préstamo bancario no puede subsistir sin interés, y que habría que aplicar el sustitutivo pactado, sin que quepa que el juez lo sustituya por el Euribor. En la SAP Tarragona se rechaza la aplicación de un segundo sustitutivo que lo convertiría en un préstamo a interés fijo. Ambos tribunales entienden que hay que aplicar el sustitutivo legal que es el IRPH de conjunto de entidades, conforme a  la D.A. 15 de la Ley 14/2013, tal y como parecía indicar –sin total claridad- la STJUE citada.

Por supuesto falta que se pronuncie el Tribunal Supremo sobre esta cuestión, pero parece que no andábamos muy descaminados los que sostuvimos que lo poco que aclaraba esta sentencia no favorecía las pretensiones de aplicación del Euribor o la supresión del interés. Así lo han interpretado las Audiencias: solo una sentencia decreta la nulidad y reconoce la necesidad de aplicar un interés sustitutivo legal muy semejante al anterior, viaje para el cual sobran alforjas y litigios. No puedo terminar sin mencionar que la reacción de un conocido despacho de querellarse contra los Magistrados de la Audiencia de Barcelona revela en lo se ha convertido nuestra “industria” del litigio, pero también un problema más general como el abuso –casi siempre impune- de los procedimientos penales.

 

 

La “desescalada” de los ERTEs por fuerza mayor derivada de la COVID-19

Coincidiendo con una nueva prórroga del estado de alarma, las empresas españolas se enfrentan a su nueva normalidad [sic] con el inicio de la “desescalada” de los ERTES por fuerza mayor derivada del COVID-19. Para ello el Gobierno ha alumbrado un nuevo Real Decreto-Ley ( en este caso RDL 18/2020 de 12 de mayo, de medidas en defensa del empleo ) que, al igual que sus predecesores en materia laboral, adolece de la necesaria claridad, permitiendo diferentes interpretaciones que no favorecen una seguridad jurídica que, en estos momentos, se antoja imprescindible. Voces autorizadas – y otras no tanto – mantienen antagónicas posiciones en cuanto al margen que la norma permite al empresario para afrontar el reinicio su actividad.

En el ámbito laboral la fuerza mayor es un concepto jurídico indeterminado que comporta un acontecimiento externo al círculo de la empresa e independiente de la voluntad del empresario y que conlleva la imposibilidad de cumplimiento de una obligación por causa imprevisible o inevitable. A fin de adaptar la indeterminación del concepto de fuerza mayor a las negativas consecuencias para el empleo del COVID-19, el artículo 22 del RDL 8/2020  acuñó – de forma algo alambicada – una definición ad hoc, según la cual concurre fuerza mayor en los supuestos de pérdidas de actividad como consecuencia del COVID-19, incluida la declaración del estado de alarma, que impliquen suspensión o cancelación de actividades, cierre temporal de locales de afluencia pública, restricciones en el transporte público y, en general, de la movilidad de las personas y/o las mercancías, falta de suministros que impidan gravemente continuar con el desarrollo ordinario de la actividad, o bien en situaciones urgentes y extraordinarias debidas al contagio de la plantilla o la adopción de medidas de aislamiento preventivo decretados por la autoridad sanitaria. El específico procedimiento para la aprobación de ERTES por fuerza mayor derivada del coronavirus ha mantenido la preceptiva autorización administrativa, que se concreta en la necesaria apreciación de la concurrencia de la fuerza mayor por parte de la autoridad laboral. El hecho de que la competencia para resolver esta modalidad de ERTES esté atribuida a las comunidades autónomas ha provocado disparidad de criterios en cuanto a la apreciación de la causa, si bien todos acertadamente supeditan la existencia de la fuerza mayor a que traiga su causa en las prohibiciones o limitaciones de desarrollo de actividad dispuestas por las normas de toda índole dictadas con motivo del COVID-19.

De lo expuesto hasta el momento se colige que, una vez constatada inicialmente la fuerza mayor que avala la aprobación el ERTE, la vigencia del mismo requiere que subsista la prohibición o limitación que motivó su apreciación. Traigo a colación esta conclusión para rebatir la creencia  ( a mi juicio errónea) de parte de los agentes sociales  por la que, en unos casos, sostienen que la fecha fin de los ERTES será el 30 de junio; y en otros, que mientras subsista el estado de alarma los ERTES se mantienen en vigor, siendo la voluntad del empresario la que eventualmente determine la finalización de los mismos con anterioridad a cualquiera de las dos fechas. El  principio de causalidad pudiera resultar por sí mismo suficiente para rechazar dicha interpretación, censura que, asimismo, viene a ser reforzada por la propia literalidad del art. 28 del RDL 8/2020  ( “Las medidas […]  estarán vigentes mientras se mantenga la situación extraordinaria derivada del COVID-19 “). Asimismo, el art. 1.1 del RDL 18/2020  dispone que  continuarán en situación de fuerza mayor total  las empresas que ya estuvieran en ERTE en tanto que estuvieran afectadas por las causas que motivaron el expedienteque impidan el reinicio de su actividad, mientras duren las mismas y en ningún caso más allá del 30 de junio de 2020”. Es evidente que la alusión al último día del mes de junio lo es a los únicos efectos de fijar la fecha límite de vigencia del ERTE ( y siempre que siga existiendo la causa de fuerza mayor), y no como una duración fijada ab initio cuyo agotamiento es potestativo para el empleador.

Mayores problemas interpretativos puede plantear la figura del ERTE por fuerza mayor parcial creada por el art. 1.2 del RDL 18/2020 que, si bien reproduce en lo sustancial la definición de ERTE por fuerza mayor total, varía la mención relativa al 30 de junio de 2020, al cambiar la expresión «en ningún caso más allá del 30 de junio» por «hasta el 30 de junio». La exacta delimitación temporal que el citado precepto realiza de la fuerza mayor parcial es “desde el momento en el que las causas […] permitan la recuperación parcial de su actividad hasta el 30 de junio de 2020”. La diferente redacción no resulta baladí pues pudiera abrir la puerta para entender que, en este caso, sí existe una fecha fin del ERTE parcial determinada, y, por tanto, debe encontrar amparo la decisión empresarial de reincorporar a los trabajadores progresivamente sin someterse a otra limitación distinta que la fecha tope. Sin embargo, la definición de  ERTE parcial enturbia esta posibilidad, al mantener que deben seguir existiendo las causas que configuran la fuerza mayor, aunque atenuadas por posibilitar parcialmente el reinicio de la actividad,. El “levantamiento” de la totalidad de las prohibiciones que pesaban sobre la actividad  conllevaría la inexistencia de limitación alguna ( ni tan siquiera parcial), por lo que  -en sentido estricto- ya no cabría apreciar la fuerza mayor. A mayor abundamiento de la confusión,  el art. 2 párrafo 2 del RDL 18/2020 dispone que “ las empresas deberán proceder a reincorporar a las personas afectadas […] en la medida necesaria para el desarrollo de su actividad “, configurando una obligación al utilizar el imperativo «deberán», cuyo cumplimiento no puede quedar a la mera voluntad del empleador. No resulta aventurado concluir que la figura del ERTE por fuerza mayor parcial está pensada para relacionar los avances en las distintas fases de la “desescalada” con la desaparición progresiva  de las limitaciones de actividad empresarial, pero parece evidente que su deficiente redacción no coadyuva a la consecución del fin de esta novedosa figura.

Otro problema interpretativo que se avecina es la adscripción a una concreta modalidad de ERTE  ( total o parcial)  en aquellas empresas en las que la medida derivada del mismo no fue la suspensión de los contratos, sino la reducción de la  jornada. Según se dijo, el RDL 18/2020 identifica sin matización alguna la fuerza mayor total con una imposibilidad de reinicio de actividad, de ahí que una rigurosa interpretación podría suponer que las empresas que continúen desarrollando su actividad parcial sin cambio alguno respecto a su situación primitiva ( mismo porcentaje de reducción de jornada), no se consideren incluidas en concepto de el ERTE total. Las  importantes consecuencias en materia de bonificaciones en la cotización hubieran aconsejado una mejor redacción.

Por último, la regulación  de la “desescalada” de los ERTES ha desarrollado la inquietante obligación de mantenimiento del empleo impuesta por la disposición adicional sexta del RDL 8/2020. Mediante  la modificación contenida en la primera disposición final del RDL 18/2020, todas los beneficios en la cotización a la Seguridad Social obtenidos por las empresas como consecuencia de los ERTES por fuerza mayor quedan condicionados a que la empresa, durante seis meses siguientes a la reincorporación total o parcial de los trabajadores,  no extinga los contratos de ninguno de los trabajadores afectados por el ERTE. Esta onerosa carga tiene escasas excepciones,  y supone  un serio obstáculo ( o incluso un impedimento) para coadyuvar a la salvación de las empresas y el empleo. Históricamente, los intentos por mantener de forma artificiosa el empleo han fracasado, como el tristemente recordado ” plan E” del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Nada apunta a que la situación vaya a cambiar.

El incumplimiento del precitado compromiso de mantenimiento de empleo únicamente se permite para unas causas de extinción (por ejemplo, despido disciplinario procedente, dimisión, muerte o jubilación del trabajador), olvidando el legislador gubernamental, de un lado, las numerosas modalidades de extinción ajenas a la voluntad del empresario contenidas en el art. 49 del Estatuto de los Trabajadores ( entre otras, mutuo acuerdo; muerte, jubilación o incapacidad del empresario; o fuerza mayor); y de otro, la posible necesidad empresarial de extinguir algún contrato de forma procedente por alguna de las causas previstas en los arts. 51 y 52 ET. El alcance de esta  medida alcanza cotas desproporcionadas si se interpretara  que la obligación de reintegro del importe de las cotizaciones ( más recargos e intereses)  no se circunscribe a las correspondientes al trabajador que ha visto extinguido su contrato, sino a las de las bonificaciones íntegras de todos los trabajadores incluidos en el ERTE.

Asimismo, existen dos inconcretas excepciones más a la obligación del mantenimiento del empleo. En el apartado 3 de la disposición adicional directamente se consagra la discrecionalidad ( o quizá arbitrariedad) de la Administración a la hora de exonerar de la tan citada obligación de mantenimiento del empleo a “sectores afines”. Así, y mediante la inclusión de un vago supuesto de hecho, se dispone literalmente que  el compromiso del mantenimiento del empleo se valorará en atención a las características específicas de los distintos sectores y la normativa laboral aplicable, teniendo en cuenta, en particular, las especificidades de aquellas empresas que presentan una alta variabilidad o estacionalidad del empleo. Y en la misma línea de utilizar conceptos indeterminados ( e incluso inexistentes), en el apartado 4 se exceptúa del cumplimiento de la obligación a “aquellas empresas en las que concurra un riesgo de concurso de acreedores” [sic], figura inexistente en nuestro ordenamiento jurídico, y que stricto sensu sería aplicable a la totalidad de las empresas, pues  -en potencia-  incluso las más boyantes  corren el riesgo de verse abocadas a una situación concursal.

Hay quien que ve en la deficiente – y recurrente – técnica legislativa de las recientes normas laborales un reflejo de las carencias de sus redactores. Por  contra, otros consideran que obedece a una ambigüedad calculada para poder interpretar las leyes a su conveniencia, poniendo las importantes medidas coercitivas de la Administración al servicio de un interés injusto. Algo falla cuando los laboralistas tenemos que acudir en exceso a los criterios interpretativos del art. 3.1 del Código Civil. Afortunadamente la última palabra, por ahora, la tienen los jueces.

Pandemia, vulnerabilidad social y Administración Pública

 

“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”. (AA.VV.: “¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

 

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante” (Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 25-IX-2019) .

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

 

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

 

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

 

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir.

La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad).

Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

Tercera edad y coronavirus. Apuntes jurídicos a vuelapluma

Tercera edad es una denominación, una expresión que hace referencia a las últimas décadas de la vida de una persona, edad avanzada, en la que tiene menos posibilidades de obtener ingresos, pudiendo presentar un declive físico, cognitivo, emocional y/o social. En tiempos pasados, dicha edad era la última de las posibles -siendo las anteriores la juventud y la madurez-. En la actualidad las cosas no están tan claras, pues el vigor físico  e intelectual de las personas se mantiene largo tiempo, siendo posible, así, distinguir entre la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez, la cesación en la vida laboral, la tercera edad y la ancianidad propiamente dicha. Téngase en cuenta que, en la España de hoy, la jubilación puede producirse, según los oficios o las profesiones, a partir de los 60 años, en tanto que la expectativa de vida media es de unos 85 años, no siendo demasiado infrecuente llegar a la centena.

Al respecto y también, se habla de ancianidad -término que viene de antiguo-, predicado respecto de las personas de edad avanzada o -mejor aun- de edad muy avanzada, hablándose, asimismo, de senectud -período de la vida humana que empezaría a partir de los 70 años- y de vejez -cuyo inicio la Organización Mundial de la Salud -que tiene presente la duración de la vida de las personas en todos los continentes- fijó en los 60 años, aunque la misma Organización, por cuanto me resulta, señala que algunos mayores de 80 tienen capacidades similares a jóvenes de 20.

En esta última línea, hay que decir que las más altas magistraturas, los más altos cargos, los miembros de nuestras más renombradas instituciones -Tribunal Constitucional, Consejo de Estado, Reales Academias- son, en no pocos casos, mayores de 70 años e, incluso, mayores de 80.

Todo ello sabido, la idea de la tercera edad hay que ponerla en conexión con una edad en la que la persona puede estar más necesitada de protección, al ver reducidos sus ingresos, por mor de la jubilación, y aumentadas sus fatigas.

El Código civil -Constitución de la vida cotidiana, como decía De Castro- tiene en cuenta tales circunstancias y, sin hacer de la tercera edad un estado civil propiamente dicho, al no incidir rotundamente en la capacidad de obrar, la considera para liberar, a los que en ella están, de cargas, más o menos pesadas, como la representación del ausente o el ejercicio de los cargos tutelares.

De tercera edad habla también, expresamente, la Constitución, en su artículo 50 -sito en el Capítulo III, De los principios rectores de la política social y económica, de la Sección 2ª, De los derechos y deberes de los ciudadanos, del Capítulo II, Derechos y libertades, del Título I, De los derechos y deberes fundamentales-.

Reza así el citado artículo 50: Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio.

Además de esta protección específica, los pertenecientes a la tercera edad, como ciudadanos que son, cuentan con la protección que les dispensan los siguientes artículos de la Constitución dicha:

Artículo 14: Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social-como la edad-.

  Artículo 15: Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral…

  Artículo 19.I: Los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional.

No se olvide, por otra parte, que, de conformidad con el artículo 10.1., la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad… son fundamento del orden político y de la paz social.

  Ello sabido, saber también que las libertades y derechos fundamentales tienen una serie de garantías previstas en el artículo 53 del Capítulo IV de su Título I -reserva de ley, procedimientos especiales, recurso de amparo incluso y en su caso-, de tal manera que la suspensión de los mismos es excepcional y ha de tener causas tasadas, previa la declaración, cuando y como corresponda, de los estados de excepción y de sitio, a los que se refiere el artículo 55.1, estados a lo que hay que añadir el de alarma, al que se refiere el artículo 116, diciendo:

  1. Una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio…
  2. El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo…

La Ley Orgánica de los estados de alarma, excepción y sitio es la 4/1981, de 1 de junio. Dicha Ley Orgánica, en lo que interesa, consta de un Capítulo Primero –Disposiciones comunes a los tres estados– y de un Capitulo II –El estado de alarma-.

En ellos fijaré, seguidamente, la atención, en lo que al estado de alarma específicamente respecta.

Declaración del estado de alarma. De acuerdo con el artículo 1º  procederá “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes”.

   El objetivo perseguido es el restablecimiento de la normalidad, adoptando solo las medidas estrictamente indispensables para lograr tal.  La declaración de tal estado no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado.

De conformidad con el artículo 4º, el estado de alarma podrá decretarse en los supuestos de crisis sanitarias, tales como las epidemias. De conformidad con el artículo 6º, la declaración del estado de alarma se llevará a cabo mediante Decreto acordado en Consejo de Ministros, en el que se determinará el ámbito territorial, los efectos y la duración del mismo, que no podrá exceder de quince días, cabiendo ulteriores prórrogas, si se cuenta, para ello, con la  autorización del Congreso de los Diputados. Ello sabido y estando al artículo 11, se podrá limitar la circulación o permanencia de personas en horas y lugares determinados, pudiéndose establecer, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 12, medidas para la lucha contra las enfermedades infecciosas.

Actos y disposiciones de la Administración Pública adoptados durante la vigencia del estado de alarma. De conformidad con el artículo 3º, serán impugnables en vía jurisdiccional y quienes sufran daños por ellos, tendrán derecho a ser indemnizados.

Todo ello sabido, cabe colegir lo siguiente, en mi opinión:

-Las medidas adoptadas, como excepcionales que son, no han de ser interpretadas ampliamente, pues odiosa sunt restringenda. Mucho más ello será así cuando afecten o limiten derechos fundamentales o libertades públicas.

– Asociaciones o Colegios Profesionales no podrán dictar normas que restrinjan o prohíban la utilización de determinados espacios, sobre todo si los mismos pertenecen en copropiedad a quienes pudieran utilizarlos y con dicha utilización no se cause daño a nadie ni peligro para la salud pública, dado que la propiedad es un derecho protegido en el artículo 33.1 de la Constitución, ello al margen de la vigencia de la regla quod tibi non nocet et alii prodest, non prohibetur.

– Por la misma razón apuntada antes y sabido el artículo 19.1 de la Constitución, es más que discutible el prohibir a una persona que tiene una vivienda en una determinada localidad, por alejada que esté de aquella en la que vive actualmente, el desplazamiento y residencia en la misma, sobre todo en el caso de que pueda acreditar que no padece la enfermedad determinante del estado de alarma o que está curado de ella.

– Las trabas puestas al ingreso de personas de la tercera edad en servicios de urgencia o habitaciones de hospital, en el caso de que hubiera plazas, son absolutamente intolerables y contrarias a derecho, con los artículos 14 y 15  de la Constitución en la mano. No lo sería, en cambio, un tratamiento favorable a dichas personas, puesto que las mismas, como sabemos,  son específicamente contempladas como particularmente dignas de protección en el artículo 50 de la Constitución. En último caso, prior in tempore, potior in iure.

 

Una Constitución para la Tierra

Luigi Ferrajoli, uno de los clásicos referentes de la filosofía del Derecho europea, lleva defendiendo desde hace años la necesidad de una Constitución para el planeta Tierra. Apunta que determinados fenómenos globales como el cambio climático, las armas nucleares, el hambre, la falta de medicamentos, el drama de los migrantes y, ahora, la crisis del coronavirus, evidencian un desajuste entre la realidad del mundo y la forma jurídica y política con la que tratamos de gobernarnos. En consecuencia, propone que esa Constitución atribuya a determinados organismos internacionales no tanto funciones de gobierno, que está bien que sigan confiadas sobre todo a los Estados, sino funciones globales de garantía de los derechos humanos, concretados en un demanio (dominio público) planetario para la tutela de bienes comunes como el agua, el aire, los grandes glaciares y las grandes forestas; la prohibición de las armas convencionales a cuya difusión se deben, cada año, centenares de miles de homicidios y, más aún, de las armas nucleares; el monopolio de la fuerza militar en manos de la ONU; y un fisco global capaz de financiar los derechos sociales a la educación, la salud y la alimentación básica, proclamados en tantas cartas internacionales.

La verdad es que cada vez que escucho propuestas de este tipo me viene a la cabeza el famoso cuento sobre el rabino de Cracovia. Según se dice, resulta que un día el rabino de esa ciudad interrumpió sus oraciones para anunciar que acababa de “ver” la muerte del rabino de Varsovia (a 300 Km de distancia). Su congregación, aunque apenada por el luctuoso acontecimiento, quedó impresionada en cualquier caso por el poder visionario de su joven rabino. Sin embargo, unos días más tarde, algunos judíos de Cracovia viajaron a Varsovia y, para su sorpresa, se encontraron al rabino de esa ciudad oficiando en lo que parecía un tolerable estado de salud. Cuando regresaron hicieron circular la noticia y con ella se extendieron las burlas. Pese a ello, algunos fieles discípulos salieron en defensa de su rabino: quizás podía haberse equivocado en los detalles –afirmaron- pero, en cualquier caso, ¡qué visión!

Comentando la historia, Albert Hirschman afirmaba que su lectura suscita una doble valoración: por un lado, como es obvio, denuncia el ridículo de esa práctica tan frecuente, de hoy y de siempre, de racionalizar las creencias en contra de los hechos más evidentes; pero, por otro lado, a un nivel más profundo, elogia de alguna manera el pensamiento visionario y atrevido, por mucho que pueda haberse desviado.

Con la Constitución para la Tierra de Ferrajoli pasa un poco lo mismo. Pensar que en el actual marco de relaciones internacionales, dominado por países como los EEUU de Trump, la Rusia de Putin, o la China de Xi Jinping (dejemos al margen a Israel, Irán, Corea del Norte, Brasil, etc.) es posible sacar adelante una Constitución que consagre un demanio común sobre las grandes forestas, imponga un impuesto universal para financiar los derechos sociales, prohíba las armas convencionales y nucleares y atribuya el monopolio de la fuerza a la ONU, es algo semejante a invitar al rabino de Varsovia a su propio funeral. La constelación de intereses concurrentes a corto plazo está tan en contra de semejante propuesta que ningún político sensato perdería un segundo con ella.

Y, sin embargo, resulta paradójico que la conclusión de Ferrajoli nos parezca tan alejada de la realidad, cuando el presupuesto del que parte resulta de una  absoluta evidencia: existe un desajuste entre la realidad del mundo y la forma jurídica y política con la que nos gobernamos, como nos ha puesto de manifiesto una vez más la reciente pandemia. Basta percatarse de que los fenómenos de impacto global son cada vez más frecuentes, como consecuencia de la vertiginosa globalización que hemos vivido en los últimos siglos/décadas. Esa circunstancia nos pone de manifiesto cada vez con mayor claridad que no vivimos en comunidades aisladas y autosuficientes, sino en una única comunidad global, en la que los acontecimientos que ocurren en una parte, ya sea debido al infortunio y/o a la negligencia de cualquiera, tienen la virtualidad de trastocar casi de manera inmediata lo que sucede en el resto del mundo.

Esta realidad  nos resulta inquietante y no tenemos muy claro cómo manejarla. Pero lo que es evidente es que no cabe dar marcha atrás al reloj de la historia. Sería un tremendo error incurrir a estas alturas en tentaciones autárquicas y aislacionistas, por mucho que parezca conducirnos a ello la defectuosa gestión nacional e internacional de esta pandemia. Las carencias que se han puesto de manifiesto (desabastecimiento de material, incumplimientos contractuales, carencia de transparencia, fraudes, ausencia de rendición de cuentas…) no se solucionan volviendo a un pasado remoto, sino avanzando hacia una mayor integración, precisamente en la esfera en la que es más necesaria y a la que se deben las referidas carencias: la integración jurídica. La conclusión de que hay que fabricarlo todo en casa como consecuencia de que los mercados internacionales no han atendido la correspondiente demanda y los Estados se han comportado de manera oportunista y poco transparente, es absurda e ineficiente. Pero es verdad que lo que ha pasado nos muestra bien a las claras que las relaciones internacionales exigen garantías jurídicas mucho más afinadas y ambiciosas, pero no solo en el ámbito público de la arquitectura institucional internacional, sino especialmente en el clásico del Derecho privado, pues en las relaciones entre Estados soberanos, todo es Derecho privado.

Por eso la visión de Ferrajoli es absolutamente acertada, aunque en el detalle resulte un tanto equivocada. Es verdad que la contraposición entre poderosos Estados de Derecho a nivel interno (aunque es cierto que unos más que otros y casi todos en preocupante declive) y una realidad internacional próxima al estado de naturaleza hobbesiano (con todo respeto para los especialistas del Derecho Internacional público) es cada vez más insostenible. Pero antes que transitar a un súper estado mundial caracterizado por el monopolio de la fuerza y la capacidad de imponer impuestos, deberíamos profundizar mucho más en el ius gentium de los clásicos, aunque con la particularidad añadida de que este Derecho universal no obligue solo a los individuos de esos Estados, sino a los propios Estados como principales actores dentro de la comunidad internacional. Es más, la dificultad de vincular a los Estados hace difícil en muchas ocasiones perseguir de manera eficaz a sus nacionales, especialmente en los países sin o con deficientes Estados de Derecho. No necesitamos solo una estructura vertical, siempre proclive  a la sospecha de captura por los más poderosos o los menos escrupulosos (véase la reciente polémica en relación  la OMS), sino especialmente una mayor integración jurídica de carácter horizontal, que solo como natural emanación genere la correspondiente arquitectura institucional.

Se puede alegar en contra que sin monopolio de la fuerza no hay verdadera garantía de vincular a los Estados soberanos al Derecho. Son tan libres de concertar sus tratados como de romperlos con la menor excusa (como decía Hobbes, sin la espada los acuerdos son meras palabras). Sin embargo, y con todas sus dificultades, la Unión Europea, el experimento político más ambicioso y visionario de la historia, ha demostrado lo contrario. Y lo ha demostrado por la vía de vincular la integración económica con la jurídica, porque ambas son absolutamente imprescindibles y no puede funcionar la una sin la otra. Otra cosa es que se encuentre todavía en una fase incipiente de desarrollo, pero de un desarrollo que no debe ir encaminado a la construcción de un súper Estado, sino a la sujeción estricta y creciente de los Estados al Derecho de la Unión. Y es que, por encima de cualquier otra cosa, la Unión Europea es Derecho. En este sentido cualquier paso atrás (como el que ha supuesto la famosa sentencia del Tribunal Constitucional alemán recientemente comentada en este blog o las desmesuradas ayudas de Estado a sus empresas en este mismo país) debe ser firmemente resistido. Al igual que en la negociación del Brexit debe resistirse firmemente concertar un acuerdo con el Reino Unido que pretenda conservar las relaciones comerciales entre los interesados sin una estricta sujeción de ese país al Derecho (que a falta de otro mejor o peor, es el de la Unión). Cualquier paso atrás de este tipo amenaza arrastrarnos a una regresión incontrolada de la que todos saldremos perdiendo.

La visión de Ferrajoli puede estar equivocada en los detalles y quizás el rabino de Varsovia todavía tenga muchos años de vida,  pero apunta a un polo magnético ineludible que deberíamos tener siempre presente: la Tierra necesita más Derecho. En conclusión, sí, efectivamente, ¡qué visión!

2021: año 1 d.C. (despúes de la Covid)

Se nos ha prometido esperanza, haciéndonos creer que después de una placentera fase de desescalada volveremos a una “nueva normalidad”. Aunque lo más probable es que nos encontremos un mundo regido por la desconfianza y el miedo: temeremos volver a salir a cenar con nuestra pareja y amigos, todo ello suponiendo que el establecimiento nos lo permita. Recelaremos de volver a los comercios minoristas a realizar compras físicas. Nos aterrará asistir a nuestro primer evento más o menos multitudinario. O volver a emprender un simple viaje en transporte público.

Sin embargo, ese no es el mundo en el que deseamos vivir. El miedo no es una opción.

En particular, el comercio sabe que, en el corto plazo, las cosas no pueden seguir igual. Por eso, con independencia de las inversiones que deban acometer de cara a adecuar sus locales a las nuevas medidas higiénico-sanitarias que les exijan desde las autoridades sanitarias, el sector minorista deberá centrar sus esfuerzos en recuperar la confianza del consumidor.

Al nuevo consumidor no le va a extrañar que se le tome la temperatura a la puerta del establecimiento, o que se les atienda con medidas personales de protección propias de películas de ciencia ficción. Eso, el cliente, lo da por supuesto. De lo que va esta próxima fase de “obligada anormalidad” es de cambiar la tendencia actual y renovar la credibilidad perdida.

El consumidor siempre espera que los negocios a los que acude cumplan a rajatabla con toda la normativa. Pero, ahora, sus expectativas van más allá: quiere que el empresario le informe, de manera clara, completa y transparente, de cuáles son los esfuerzos que está llevando a cabo al objeto de convertir su establecimiento en un espacio seguro y confiable, en lo que al riesgo de contagio se refiere.

Este proceso de información no puede quedar en una simple manifestación unilateral del empresario. El nuevo cliente va a exigir que aquel sea capaz de acreditar que dispone y cumple con procesos, protocolos y políticas que, preferiblemente, vayan más allá del mínimo impuesto por las normas sanitarias aplicables. Es más, que la veracidad y eficacia de tales procedimientos han sido objetivamente validadas por un tercero de confianza.

Dentro de este nuevo escenario post-Covid, la tecnología debe convertirse en una solución eficaz, de asunción rápida y asequible para la generalidad de los comercios. Valga como ejemplo el de un eventual sistema de autodiagnóstico inicial, que permita a las empresas a registrar en una cadena de bloques inmutable, o blockchain, cuantas evidencias disponga ese concreto negocio sobre las efectivas acciones llevadas a cabo para securizar sus negocios ante la amenaza del Covid, o de cualesquiera otros riesgos sanitarios a los que podamos enfrentarnos en el futuro. Dicho con otras palabras, si queremos darle la vuelta a este nuevo escenario de temor clientelar, no bastará con limitarse a cumplir las normas de control sanitario, ya que la salubridad ha dejado de ser un riesgo sanitario para convertirse en un riesgo de negocio.

En este sentido, las nuevas actividades de marketing de los negocios convertirán al cumplimiento normativo en un nuevo argumento publicitario, al objeto de lograr el mayor carácter diferenciador posible de su propio establecimiento frente al de sus competidores. Es decir, si un consumidor ha de elegir entre comprar en una tienda que le informa, de forma transparente y rigurosa, de la implantación de medidas sanitarias en el local y de control de higiene de sus empleados y proveedores, y además lo acredita; o entre entrar en otra tienda que no le da ningún tipo de información, casi con toda seguridad la prudencia llevará a ese consumidor a optar por la primera frente a la segunda.

En efecto, el negocio que sea capaz de convencer a sus clientes de que dentro de su establecimiento no corre riesgo de contagio, comenzará a construir los cimientos sobre los que se volverá a levantar la confianza de su clientela y, por tanto, de la sociedad en general. Al lograrlo, ese empresario no sólo volverá a impulsar su actividad, sino que se presentará ante el mercado como un negocio diligente y socialmente responsable, digno de la confianza del público en general, y del regulador en particular.

La clave del éxito de esta manera de proceder la podemos encontrar en la cultura de gestión de riesgos y cumplimiento normativo de las organizaciones. Esta forma de actuar resulta esencial para poder gestionar, de forma eficiente, la responsabilidad de la persona jurídica y, por tanto, de la de sus administradores y directivos. En el fondo, no olvidemos que un eventual contagio provocado en una tienda por una deficiente implantación de medidas sanitarias preventivas aparejará una posterior exigencia de responsabilidades, y una reclamación por los daños y perjuicios causados, cuando no -a la vista de la gravedad del caso que ahora nos ocupa- algún tipo de sanción penal.

Gracias a esta cultura de compliance a la que nos hemos referido, la empresa puede diseñar protocolos propios (o aplicar los desarrollados sectorialmente desde su agrupación, asociación, franquiciador, etc.), donde se identifican las acciones que debe emprender. El efectivo nivel de cumplimiento de tales medidas debe, además, quedar suficientemente probado (una certificación basada en ese extremo podría bastar). Y, por último, la documentación acreditativa debe quedar, en todo momento, a disposición de terceros (clientes, inspección, etc.), pues así lo exige el principio de accountability, o cumplimiento efectivo, que debe regir una eficaz gestión de riesgos empresariales.

Sólo con este enfoque basado en acciones, y en la acreditación de su implantación, estaremos en condiciones de avanzar hacia una nueva normalidad, en la que la responsabilidad de los negocios nos lleve, de nuevo, hasta los niveles de confianza que el comercio y la industria necesitan para superar estos meses de inactividad.

Los límites de los impuestos: capacidad económica y no confiscatoriedad

En las últimas semanas ha suscitado debate el alcance de lo dispuesto en el artículo 128 de nuestra Constitución, conforme al cual toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. Es este un principio que ha de regir la ordenación del gasto público y la asignación de recursos, pero que no ampara el establecimiento de impuestos u otros gravámenes al margen de lo previsto en la propia Constitución.

La alusión que realiza ese precepto a la función social inherente al derecho de propiedad hay que entenderla en relación con los principios que inspiran el sistema tributario, el cual ya delimita el contenido del derecho en la medida que detrae de la renta de los contribuyentes los recursos necesarios para satisfacer las necesidades públicas.

Y los principios a los que debe atenerse nuestro sistema tributario se encuentran en el artículo 31.1 de la Constitución: todos los ciudadanos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos, de acuerdo con su capacidad económica, mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad y que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio. Por su parte, la Ley General Tributaria también prevé que la ordenación del sistema tributario debe basarse en la capacidad económica de las personas obligadas a satisfacer los tributos y en los principios de justicia, generalidad, igualdad, progresividad, equitativa distribución de la carga tributaria y no confiscatoriedad.

La capacidad económica del contribuyente es por tanto uno de los principios básicos al que debe ajustarse tanto el establecimiento como la aplicación de los distintos impuestos, ya que, de otra manera, no se alcanzaría el objetivo constitucional de que el sistema tributario sea justo. De esta forma, los impuestos exigibles deben atender a esa capacidad, que puede ser real o potencial, pero, en ningún caso, inexistente.

Por otro lado, la no confiscatoriedad actuaría como límite del esfuerzo tributario exigible a un ciudadano, de forma que la distribución de la carga tributaria que se derive de la definición de un hecho imponible, las exenciones, los tipos impositivos, etc., no puede implicar que el contribuyente acabe viendo comprometido su patrimonio o una gran parte de sus ingresos para poder hacer frente al pago de los impuestos.

Así, no sería posible, en ningún caso, gravar una situación inexpresiva de capacidad económica ya que, de hacerlo, se estaría reduciendo el patrimonio del contribuyente, infringiendo los principios constitucionales de capacidad económica y de no confiscatoriedad. Respecto a este último principio, conviene recordar que la Real Academia Española define el término “confiscatorio”, en lo que se refiere a los impuestos, como el hecho consistente en detraer una proporción excesiva de la renta gravada.

Teniendo en cuenta lo anterior, es evidente que cualquier manifestación de capacidad económica puede ser sometida a imposición siempre que se cumplan los principios constitucionalmente exigibles, pero ¿cuándo debemos entender que el sistema tributario es excesivo y, por tanto, confiscatorio?

En relación con esta cuestión, a diferencia de lo que ocurre en algunos países de nuestro entorno, ni las leyes ni los tribunales han limitado, a nuestro entender de manera suficiente y objetiva, el importe máximo al que pueden ascender los impuestos aplicables.

En particular, el Tribunal Constitucional ha venido interpretando la prohibición de confiscatoriedad como la imposibilidad de que el sistema tributario consuma la riqueza de los contribuyentes. En concreto, dispone el Tribunal en numerosas Sentencias que “lo que se prohíbe no es la confiscación, sino justamente que la imposición tenga «alcance confiscatorio»” e indica que el sistema fiscal tendría dicho alcance si “mediante la aplicación de las diversas figuras tributarias vigentes, se llegara a privar al sujeto pasivo de sus rentas y propiedades”.

No existe por tanto, atendiendo a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, un límite máximo de la carga tributaria, pero se establece una exigencia de que respete en todo momento la capacidad económica del obligado tributario. Con este planteamiento, los impuestos no podrían alcanzar una cuantía que consumiese la capacidad de pago que se manifiesta en las rentas y ganancias obtenidas por el contribuyente.

En consecuencia, la existencia de un impuesto que implicase para el contribuyente la necesidad de destinar a su pago la totalidad o gran parte de la renta obtenida, podría llegar igualmente a ser confiscatoria al suponer una carga excesiva y no proporcional a la capacidad económica que pone de manifiesto en un ejercicio.

No se cuestiona la posibilidad de gravar una renta potencial, exteriorizada no solo en una ganancia patrimonial obtenida por diferencia entre un precio de venta y un precio de compra o un ingreso, sino también la implícita en un beneficio generado por el contribuyente durante un período de tiempo, calculado de forma objetiva.

Y en este punto hay que destacar que lo que no se permite, desde un punto de vista constitucional, es someter a tributación rentas (o capacidades económicas) irreales. Este criterio es el que se ha seguido en las conocidas Sentencias dictadas recientemente por el Tribunal Constitucional respecto al Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana: en ellas, el Tribunal ha considerado aceptable que dicho Impuesto grave el incremento de valor que presumiblemente se produce con el paso del tiempo en un terreno (esto es, una renta potencial) pero ha apreciado una posible vulneración de la prohibición de confiscatoriedad en caso de someter a tributación una renta irreal, puesto que dicho hecho es contrario al principio constitucional de capacidad económica, por gravar una renta inexistente o ficticia, y, por tanto, implica un “resultado obviamente confiscatorio”.

De esta forma, no cabe, bajo el pretexto del deber de contribuir a los gastos públicos, que el legislador exija un impuesto si no se acredita la obtención de una ganancia, puesto que ello vulneraría los principios constitucionales sobre los que debe fundamentarse todo sistema tributario.

Asimismo, las propias leyes establecen en ocasiones límites a la carga tributaria exigible. En particular, en el caso del Impuesto sobre el Patrimonio (impuesto ampliamente cuestionado en la doctrina y cuya eliminación definitiva ya fue propuesta por la Comisión de Expertos para la Reforma del Sistema Tributario, aludiendo a la tendencia que se aprecia en otros países y dados sus efectos negativos sobre el ahorro, sus reducidas recaudaciones y las posibilidades de planificación fiscal internacional que desvirtúan totalmente su posible contribución a la equidad del sistema tributario), la Ley establece expresamente que la suma de la cuota íntegra a pagar por el mismo y de la cuota a pagar en concepto del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas no podrá exceder, con carácter general, del 60% de la base imponible del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. Sin embargo, a pesar de que, mediante dicho límite, la Ley intenta que el importe a pagar derivado de ambos Impuestos no sea excesivo – y, por ende, no pueda considerarse confiscatorio -, también dispone que, en caso de superarse el límite, la reducción de la cuota a pagar en concepto del Impuesto sobre el Patrimonio no excederá del 80%. Por tanto, puede darse la situación de que, tras la reducción legalmente exigible, la suma de las cuotas del Impuesto sobre el Patrimonio y del Impuesto sobre la Renta sí supere ampliamente el 60% de la base imponible de este último.

En el mismo sentido, existen otras situaciones en las que la carga fiscal exigible dificultaría la posibilidad de adquisición o tenencia de un bien, que deberían analizarse en cada caso a fin de determinar si estamos ante una tributación desorbitada.

Pensemos por ejemplo en una circunstancia extrema respecto al Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones exigible entre personas con un grado de parentesco lejano o inexistente, denominadas “extrañas”, en las que el valor de los bienes transmitidos sea superior a 800.000 euros y el patrimonio preexistente del adquirente (heredero o donatario) exceda de los 4 millones de euros. Pues bien, es un caso así, la cuantía del impuesto resultante puede superar el 80% del valor de los bienes.

En estos supuestos, interpretando de forma estricta y absoluta los pronunciamientos del Tribunal Constitucional, nuestro ordenamiento interno y jurisprudencia podrían considerar que no se ha vulnerado el principio de no confiscatoriedad si el importe a pagar no alcanza la totalidad de las rentas generadas y, por tanto, no se priva al contribuyente de su riqueza. Sin embargo, en estas situaciones particulares de transmisión de bienes por donación o herencia, el hecho de tener que pagar un impuesto tan elevado implica en ocasiones la imposibilidad de adquirir dichos bienes y, por tanto, cuestionaría el derecho constitucional a la propiedad privada. Esto es, puede darse el supuesto de que de los bienes recibidos se deban destinar, prácticamente en su totalidad, al pago de los impuestos asociados a esa adquisición, lo que obligaría a una persona a renunciar a una herencia o donación porque con el capital adquirido no cubriría el importe a pagar. Lo anterior vulneraría, sin duda, el artículo 31 de la Constitución al suponer una confiscación del patrimonio y una desatención al principio de capacidad económica.

Frente a la doctrina del Tribunal Constitucional español, a nivel comunitario algunos países han ido más allá y han establecido límites objetivos con el fin de salvaguardar el derecho a la propiedad. En particular, si bien el principio de confiscatoriedad no está expresamente previsto en todas las Constituciones europeas, conviene citar a modo de ejemplo la posición del Tribunal Constitucional alemán, conforme a la cual no debería gravarse, con carácter general, más del 50% de la riqueza potencial del contribuyente que, según hemos indicado, se correspondería con un beneficio recibido durante un período de tiempo calculado de forma objetiva, o la de los Tribunales belgas, que han determinado expresamente que un tipo del 90%, en caso del Impuesto sobre Sucesiones, se debería calificar de manifiestamente confiscatorio. En definitiva, los impuestos deben establecerse y exigirse en función de los beneficios que obtiene el contribuyente, porque en caso contrario podrían resultar confiscatorios al no quedar acreditada la existencia de una verdadera capacidad económica real o potencial.

Como podemos observar en los supuestos antes apuntados, la configuración de algunos impuestos actualmente existentes en España determinan cuotas que exceden ampliamente la renta que normalmente genera el patrimonio de las personas físicas o exigen para su pago una inversión que, aplicando tasas normales de descuento, tendría un plazo de recuperación totalmente alejado de cualquier racionalidad económica o financiera en que fundamentar una supuesta capacidad económica. Este es el caso, por ejemplo, de la cuota mínima del Impuesto sobre el Patrimonio, que hay que pagar a pesar de no haberse incrementado el valor de los bienes declarados y de superarse el límite del 60% de la cuota del Impuesto sobre la Renta, o la existencia de un Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones de tal importe que obligara al contribuyente a renunciar a recibir los bienes por tener graves dificultades para asumir el ingreso (tratándose de bienes no líquidos o de difícil realización, como pueden ser determinados inmuebles).

Consideramos por tanto que, aplicando el principio de capacidad económica de forma rigurosa en los impuestos, e interpretándolo conforme la doctrina apuntada por el Tribunal Constitucional en sus Sentencias sobre el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos, que es declarado inconstitucional por establecer una obligación tributaria en situaciones que no son expresivas de capacidad económica y someter a tributación rentas inexistentes, evitaríamos aquellas situaciones en que el impuesto a satisfacer un año supera el porcentaje que se considere razonable del beneficio que ha generado un patrimonio.

Esta doctrina nos permite definir el concepto de riqueza imponible, diferente del patrimonio nominal, ya que para someter a un impuesto esa riqueza, debe comprobarse, en primer lugar, que se grava una determinada capacidad económica (que, recordemos, no puede ser irreal) y, si es así, que no es confiscatorio.

Es decir, en todos y cada uno de los impuestos debería realizarse un análisis de la capacidad económica, real o incluso potencial, que se grava, porque en muchos supuestos nos podemos encontrar con que se someten a tributación rentas irreales. Siguiendo el razonamiento del Tribunal, la mera titularidad o adquisición de un patrimonio no tiene por qué ser manifestación automática e inmediata de una capacidad económica, sino que, al contrario, si la carga tributaria exigida agota el importe de la renta obtenida un año, en el caso del Impuesto sobre el Patrimonio, o agota el valor razonable determinado en función de una rentabilidad normal, en el caso del Impuesto sobre Sucesiones, se estaría haciendo tributar al contribuyente por una riqueza inexistente, y la capacidad económica sería irreal.

En definitiva, nuestro ordenamiento jurídico requiere un sistema tributario que tenga carácter justo y que determine los hechos imponibles susceptibles de ser gravados con criterios de igualdad y proporcionalidad, para lograr el objetivo de que cada persona contribuya al sostenimiento de los gastos públicos según su capacidad económica y posibilidades. No es posible establecer impuestos para cuyo pago el contribuyente anualmente consuma un importe excesivamente elevado de la renta que ha generado su patrimonio y actividad económica.

Por ello, consideramos que el sometimiento de la riqueza del país al interés general, previsto en el artículo 128 de la Constitución Española, no tiene un carácter ilimitado, y los impuestos deben respetar en todo momento los principios constitucionales, atender siempre a la capacidad económica de los contribuyentes y no pueden resultar confiscatorios.

COLOQUIO ONLINE: Relaciones laborales en tiempos de COVID: ERTEs, permisos recuperables, despidos y desempleo

El próximo martes, 26 de mayo, tendrá lugar online el coloquio “Relaciones laborales en tiempos de COVID: ERTEs, permisos recuperables, despidos y desempleo“, donde se conversará sobre la situación de la regulación sobre las relaciones laborales en estos momentos de crisis, así como sobre las reformas que se han introducido de urgencia al respecto de ERTEs, permisos recuperables, despidos y desempleo.

Para ello contaremos con la presencia de tres especialistas en derecho del trabajo:

 

Ignacio Fernández Larrea, abogado laboralista y mercantil

Belén Villalba Salvador, abogada laboralista

María José Dilla Catalá, profesora titular de Derecho del Trabajo, Universidad Complutense de Madrid.

 

Para inscribirse, por favor, escriban a info@fundacionhayderecho.com , desde donde les proporcionaremos los datos para poder acceder a Zoom. Les animamos a incorporar a ese email una pregunta que quieran que se trate en el coloquio. También podrán realizarse preguntas en directo desde Zoom (no así desde Youtube, donde solo podrá verse).

 

Les recordamos que en estos coloquios no se responderán preguntas de tipo particular, por lo que rogamos que formulen sus preguntas en términos generales y al respecto de los problemas fundamentales que pueden plantearse a las relaciones laborales durante la pandemia.

 

La justicia y la gran pregunta de nuestro tiempo

La Justicia es una idea noble, un ideal. La Justicia es un sistema civilizado para resolver conflictos humanos. La Justicia es un poder del estado. La Justicia es una de las esencias de la democracia. La justicia es una profesión. La Justicia es un control de los abusos del poder. La Justicia es un control de la sociedad. Pero Roma está ardiendo. La Justicia está ardiendo, y parece no interesarle a nadie.

La Justicia no ha sabido, ni le han dejado, ser otra cosa que lo que es actualmente, un pozo sin fondo o un callejón sin salida. Un problema para legisladores y para la propia sociedad.

La tasa de congestión judicial tiene una incidencia directa en el tamaño de las empresas y una influencia económica medible en el grado de desarrollo de una economía. También la eficacia judicial tiene un coste para el emprendimiento. Además, y por supuesto, tiene un impacto relevante en los mercados de crédito, inmobiliario, de deuda y de inversión. Sorprenderá saber que España mantiene un tiempo medio de resolución de disputas inferior a otros sistemas de derecho civil francés, como Italia o la propia Francia, pero muy superior a la de los sistemas anglosajones o nórdicos, pero entiendo que no debe ser éste el debate.

La cuestión que nos ocupa, y el propósito de este artículo, es responder a la gran pregunta de nuestro tiempo sobre la justicia. Y que no es otra que, ¿Estamos dispuestos a que España tenga una justicia moderna, eficiente, eficaz, y que ayude a generar y distribuir riqueza para la sociedad? Y la respuesta a la pregunta sólo puede ser afirmativa o negativa.

La imprevisible pandemia mundial provocada por el SARS -COVID 2 ha provocado que las medidas tomadas por las autoridades para frenarla provoquen una serie de externalidades que han afectado a todos los órdenes sociales, incluida, por supuesto, la Justicia, y en todas las dimensiones anteriormente enumeradas. La pandemia va a suponer la puntilla al obsoleto y decimonónico sistema judicial español. La justicia española ya estaba colapsada, superada, en su organización, distribución, concepción y por supuesto, resultados.

Ante esta situación, los profesionales de la Justicia, ufanamente repiten, como un mantra: medios humanos y materiales. Sí, los medios humanos y materiales son necesarios para la eficacia de la administración de justicia, pero no son, por sí mismos, la clave a la hora de dar respuesta a la gran pregunta de nuestro tiempo. De hecho, los estudios demuestran que una mayor asignación de recursos no tiene como efecto directo una mejora de los sistemas judiciales.

La clave es una transformación absoluta y completa de nuestra administración de Justicia, del propio concepto que tenemos de ella, de sus procesos, de sus dinámicas, de su concepto. En definitiva, y ojo, salvaguardando los derechos constitucionales, realizar un upgrade con todas sus consecuencias. Las empresas, pequeñas, grandes y muy grandes, en general, han sabido adaptarse a un entorno cambiante, tecnológico, muy dinámico y en constante evolución, y la Justicia debe realizar, dentro de sus límites, un proceso similar.

El sistema judicial español es ineficiente, ineficaz y, finalmente, a todas luces, inefectivo. Y lo es con los recursos que actualmente tiene a su disposición, sin añadir ninguno más. El resultado de su producción está muy por debajo de la frontera de posibilidades de producción. Soy consciente del rechazo en España que la aplicación del Análisis Económico del Derecho tiene entre los juristas, perola conclusión de que el sistema judicial español es lento, desastroso y no cumple su objetivo, que no es otro que impartir Justicia de la mejor manera posible en el menor tiempo posible, debe ser una conclusión compartida que no ofrezca mayor debate.

Por tanto, creo que la capacidad de mejora del sistema judicial no es discutida, sea mediante un acercamiento económico o de otra clase, alejados del dogmatismo. Analicemos brevemente la dimensión de estos cambios, su profundidad y las medidas en concreto que las mismas suponen.

La transformación de la administración de justicia debe venir por cambios estructurales de distinta magnitud, como los que indico a continuación.

  • Cambio de sistemas procesales eternos e ineficientes.

El sistema español de recursos en los procedimientos civiles y penales es muy defectuoso. En primer lugar, todas las cuestiones de un procedimiento civil o penal que puedan ser susceptibles de recurso deberían acumularse al final del procedimiento, para que el juzgador pueda decidir sobre cualquier infracción que haya habido en el procedimiento, excepto los que impiden continuar el procedimiento en sede de vista preliminar o Audiencia Previa. Los continuos recursos de actos de trámite, entorpecen los procedimientos y los eternizan.

La extensión de los escritos debe limitarse al modo en el que Tribunal Supremo ha limitado los escritos en su jurisdicción. Asimismo, las sentencias deben limitarse en su extensión en la mayoría de casos.

En el orden penal, deben reformarse las instrucciones, para que las investigaciones sean llevadas a cabo por fiscales y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y que el plazo para acusar a una persona de un delito y que el juicio se celebre, no debe exceder entre los 12 y 18 meses, al modo Speedy Trial estadounidense, o un tiempo razonable para casos excepcionalmente complejos. Las investigaciones, secretas, por supuesto, durarán el tiempo que sea necesario, y el juez de instrucción debe convertirse en un juzgador penal ordinario. Debe acabarse con las interminables instrucciones penales que empiezan con la imputación de centenares de personas y acaban en condenas de dos o tres.

Finalmente, los recursos a los tribunales superiores deben cumplir la regla legal del writ of certiorari del Tribunal Supremo de Estados Unidos, tanto los Tribunales Superiores de Justicia como el Tribunal Supremo. En España este proceso ya ha comenzado con la Sala de Lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo, que tiene unas normas similares.

Otra cuestión que debe mejorarse son los pleitos masivos. La experiencia de los litigios derivados de las cláusulas suelo es absolutamente desastrosa. Deben permitirse class action a la europea, refinando y mejorando el alcance de la sentencia y los efectos de la misma para todos los litigantes, permitiendo incorporarse a todos los afectados, y con reconocimiento de efectos para los posteriores; y permitiendo que la legitimación activa de los procedimientos recaiga en cualquier abogado colegiado y no en asociaciones, que en ocasiones derivan en fraude.

  • Cambio de los profesionales que intervienen en la misma.

Los profesionales de la administración de Justicia, y los externos a la misma que participan en ella, deben cambiar. En primer lugar los jueces deben especializarse en la jurisdicción en la que van a desarrollar su labor, de manera efectiva, no sólo para al acceso a la categoría de magistrado, como en la actualidad, sino que sea una especialización real y continua. En este sentido la organización y especialización de los Jueces de Lo Mercantil ha demostrado ser efectiva, dado que tienen una formación amplia en su especialidad, y continuada en el tiempo. Debe acabarse con los “saltos de jurisdicción” en la carrera judicial, formar a un profesional, ya sea en el ámbito público o privado, en un orden jurisdiccional, es caro y es un proceso de adquisición de conocimientos y experiencia a lo largo del tiempo que no debe ni puede interrumpirse, salvo, por supuesto, excepciones. Los estudios demuestran que a mayor especialización, mejores sentencias, y una Justicia más rápida y eficaz.

Respecto a los profesionales que comparecen en la administración de Justicia, también deben afrontar enormes cambios.  Los procuradores deben desaparecer, el concepto de su profesión es completamente decimonónico, y hoy día la misma carece de sentido, incluyendo su regulación mediante arancel. Los profesionales de la procura, deben incorporarse al ejercicio de la abogacía mediante la consideración de paralegals, o abogados si tienen el conocimiento y superan las pruebas de acceso pertinentes.

  • Cambios organizativos de planta judicial.

La planta judicial organizada en partidos judiciales debe reformarse, dado que están ampliamente desfasados y concebidos para un mundo en el que desplazarse, a caballo, por supuesto, era costoso y peligroso. Una vez más, un concepto decimonónico de la administración de Justicia y la ineficiencia por bandera, que sigue rigiendo la vida judicial en los tiempos del correo electrónico, la videoconferencia y el tren de alta velocidad.

  • Cambio sobre el litigio y la resolución de conflictos.

La sociedad española, los abogados, la manera de estructurar el litigio y el tiempo que dura un procedimiento judicial consiguen que interponer pleitos sea rentable para los abogados, que se litigue en exceso y que el procedimiento no sea lo suficientemente disuasorio para ninguno de los intervinientes en el mismo, ni litigantes, ni abogados, ni adminsitración de justicia.

El litigio debe desincentivarse. Las soft rules dictadas por el legislador para atenuar esta tendencia, fundamentalmente las leyes relativas a la educación de la sociedad en la mediación, no han servido de nada. Las pruebas empíricas señalan que no existe relación directa entre el coste de litigar, el precio más alto o bajo de los servicios legales, y las tasas de litigación elevadas. Asimismo señalan que existe relación directa en lo que denominamos en España “reglas de vencimiento objetivo” en las costas procesales.

En al ámbito internacional, nos encontramos ante dos reglas para la distribución de costes legales, la denominada american rule, en la que cada litigante pagas sus costas, con excepciones y la british rule, en la que el litigante perdedor paga sus costas y las del contrario. Es la más utilizada y es la que tenemos en España, aunque esta tendencia está en revisión legislativa últimamente, lo cual, a mi modo de ver, es un error.

Steven Shavell analizó en 1982 mediante un modelo económico las implicaciones que ambos modelos tenían a la hora de incentivar, o desincentivar, litigios. Sus conclusiones fueron que  el sistema de british rule proporciona mejores decisiones a la hora de interponer procedimientos, ya que los casos con poca probabilidad de éxito no son interpuestos y no llegan a juicio, pero, sin embargo los procedimientos con escasa cuantía pero una probable tasa de éxito son interpuestos casi en su totalidad, dado que se carece de riesgo por el demandante.

Por tanto, y dado que en España ya tenemos un sistema de british rule, que en principio, desincentiva el litigio con poca probabilidad de éxito, debemos acentuar dicha norma para hacer que la misma desincentive aún más el litigio y produzca un efecto de aversión al riesgo aún mayor.

Finalmente, debe hacerse hincapié en el argumento cultural, nuestra sociedad de raíz latina es una sociedad ampliamente litigiosa. Los procedimientos querulantes deben ser cribados y no ser tratados como procedimientos ordinarios realizando un test de resistencia que simplifique el proceso y os incardine en un fast track procedimental o los descarte directamente.

  • Implantación de la e – justicia y de modernos procesos

La implantación de la denominada como e-justicia o justicia digital es básica para la modernización de la administración de Justicia. Deben revisarse todas las normas procesales de pruebas, identidad de personas online, firmas electrónicas, expedientes judiciales electrónicos,  notificaciones electrónicas a las partes, testigos y , especialmente, demandados, sistemas de gestión procesal, que permitan una Justicia electrónica efectiva, especialmente para los asuntos menos relevantes que no necesitan de una intervención jurídica especial. Para un análisis de la implantación de la e-justicia puede consultarse la obra de Ricardo Oliva al respecto.

Finalmente, pero no por ello menos importante, , la Justicia abordar su propio proceso de comoditización. Si bien las conclusiones del mercado privado de competencia no pueden trasladarse sin más a la administración de Justicia, no es menos cierto que el principio inspirador debe ser el mismo: dar mayor añadido, en este caso, a la sociedad, el “cliente” de la administración de Justicia.Carece de sentido que el Estado, es decir, los contribuyentes, gasten enormes cantidades de dinero en formar jueces y profesionales de la administración de Justicia competentes para después tenerlos enfangados en asuntos en los que no es necesario un conocimiento exhaustivo o puedan resolverse de manera sencilla con un coste de tiempo bajo, con multitud de tareas, recursos y trabajos muy fácilmente comoditizable.

Utilizando la ley de Pareto, en la que cada unidad de input no supone una unidad de output, podemos aproximarnos a una conclusión real de que el 20% de los procedimientos interpuestos en los juzgados pueden ser complejos, y deben ser estudiados a fondo, y con recursos humanos cualificados. Al contrario, el 80% de los mismos serán procedimientos que no necesitan de dicha complejidad por ser asuntos poco relevantes.

El esfuerzo de los jueces y del sistema debe centrarse en mejorar dicho 20% de casos complejos porque son estos los que mayor output positivo producen para la sociedad. El resto de asuntos judiciales no deben suponer esfuerzo para el sistema, y deben resolverse rápidamente, con menor atención y sin malgastar el precioso tiempo de los profesionales de la adminsitración de Justicia. Se deben gestionar los procesos como en la empresa privada, con modernas herramientas de seguimiento y control como Salesforce ,Hubspot, Slack, Trello, etc, adaptadas a la realidad judicial.

Tras la pandemia, y la práctica paralización de toda la actividad judicial durante un periodo de dos meses, la situación va a empeorar considerablemente, quedando una Justicia de tercera categoría, sin servir su función constitucional como tercer poder del estado con relevancia para la ciudadanía, en una situación de colapso semi permanente.

La administración de Justicia necesita pasar del concepto decimonónico en el que se encuentra anclada, a una modernidad, y tiene que hacerlo a la velocidad de la luz. Para ello el análisis económico de la adminsitración de Justicia, en conjunción con otras herramientas y análisis, claro está, nos proporciona la orientación que esta transformación debe tener.

La respuesta a la gran pregunta de nuestro tiempo sobre la Justicia pasa por la implantación de estas medidas, u otras de corte similar, lo antes posible en el tiempo. Por muy polémicas que puedan parecer prima facie, son medidas basadas en pruebas empíricas sobre el funcionamiento de una organización de manera eficiente y eficaz. Las llamadas a más medios humanos y materiales son inservibles si no se conjugan con medidas de otro tipo.

Mientras tanto, Roma sigue ardiendo. Y nosotros con ella.