Fuerza mayor y responsabilidad por el COVID-19

Artículo originalmente publicado aquí.

Estoy leyendo mucho sobre la posible responsabilidad del Gobierno por las medidas tomadas (y dejadas de tomar o tomadas a destiempo) en relación con el COVID 19 y creo que no estamos centrando el tiro, dicho sea, en términos estrictamente jurídicos. De modo que conviene comenzar por el principio, lo cual requiere dejar claro que la responsabilidad patrimonial de la Administración se encuentra regulada en la Ley 40/2015 (que viene a reproducir el mismo texto que nuestra vieja Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, de 1957), en los siguientes términos:

“Artículo 32. Principios de la responsabilidad.

  1. Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos salvo en los casos de fuerza mayor o de daños que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la LeyLa anulación en vía administrativa o por el orden jurisdiccional contencioso administrativo de los actos o disposiciones administrativas no presupone, por sí misma, derecho a la indemnización.
  1. En todo caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas.”

Con estas palabras se viene a reconocer una responsabilidad objetiva de las AAPP que debe quedar, por tanto, al margen de toda noción de culpa, aunque eso solo es así cuando la lesión es causada por una actuación material imputable a la Administración (como pueda ser el típico caso de un bache en carretera mal conservada o la caída en la calle por defectos en la acera). Lo que se exige, en estos casos, es que la lesión (que debe ser económicamente evaluable) sea consecuencia de un hecho imputable a la Administración, como sucedería en los ejemplos citados.

Por otra parte, quedan excluidos los daños que provengan de fuerza mayor (como se dice en el precepto trascrito) o los que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción de aquéllos. Y aunque no se mencione de forma explícita, también se añade un componente más como es el concepto de “antijuricidad” del daño (cuando este daño no proviene de un mero hecho sino de la actuación de la Administración). A esto último (la “antijuricidad”) y al resto de los requisitos mencionados se refiere el artículo 34.1 de la misma ley en los siguientes términos:

“Artículo 34. Indemnización.

  1. Sólo serán indemnizables las lesiones producidas al particular provenientes de daños que éste no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley.No serán indemnizables los daños que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción de aquéllos, todo ello sin perjuicio de las prestaciones asistenciales o económicas que las leyes puedan establecer para estos casos”.

Es decir, con el requisito de “antijuridicidad” se quiere expresar que el particular no debe tener el deber de soportar el daño que se le ha causado, por lo que se trata de un requisito que opera desde la perspectiva del ciudadano y no desde la de la Administración. Sin embargo, cuando el daño es causado por una actuación administrativa (y no por un simple hecho), la “antijuridicidad”, no toma como referencia al propio particular (y la inexistencia de un deber de soportar la lesión) porque se traslada hacia la Administración, exigiendo probar que la conducta generadora de la lesión ha sido irrazonable o desproporcionada. Adviértase que esto resulta aplicable, solamente, cuando el daño haya sido provocado por una actuación de la Administración, tomando como fundamento el texto del último párrafo del art. 32.1 de la Ley 40/2015 (“La anulación en vía administrativa o por el orden jurisdiccional contencioso administrativo de los actos o disposiciones administrativas no presupone, por sí misma, derecho a la indemnización”). Y es que, en puridad, el requisito de la “antijuridicidad”, tal y como se indica, entre otras muchas en la Sentencia del TS de 5 de febrero de 2007, (con cita de otras muchas anteriores), “lo relevante no es el proceder antijurídico de la Administración, sino la antijuridicidad del resultado o lesión”.

De lo dicho hasta ahora se extraen tres conclusiones básicas: i) la RPA será desestimada en casos de fuerza mayor, y ii) la RPA será desestimada cuando el ciudadano tenga el deber jurídico de soportarlo (ausencia de antijuridicidad del daño) y, iii) cuando la lesión sea consecuencia de una actuación de la Administración (en forma de acto o disposición general) la antijuridicidad se traslada a la misma y requiere demostrar que se ha tratado de una actuación “irrazonable” o “desproporcionada”. .

Y siguiendo con las cuestiones generales, deben hacerse algunas precisiones sobre el concepto de fuerza mayor (como exonerante de la responsabilidad)) advirtiendo que siempre viene referida a un hecho que no se puede evitar y tampoco se puede prever. Así se concibe en el artículo 1105 del Código Civil se refiere, en los siguientes términos: “Fuera de los casos expresamente mencionados en la ley, y de los en que así lo declare la obligación, nadie responderá de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse, o que, previstos, fueran inevitables.” Cierto es que aquí se recogen tanto los casos de fuerza mayor como de caso fortuito, pero esta diferencia (que no es sencilla de realizar en muchos casos) no viene ahora a cuento, porque lo que quiero destacar es que el concepto de fuerza mayor viene siempre ligado a hechos, como así se desprende de la legislación sobre contratos del Sector Público. En este sentido, el artículo 239 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público dice lo siguiente:

“1. En casos de fuerza mayor y siempre que no exista actuación imprudente por parte del contratista, este tendrá derecho a una indemnización por los daños y perjuicios, que se le hubieren producido en la ejecución del contrato.

Tendrán la consideración de casos de fuerza mayor los siguientes:

  • a) Los incendios causados por la electricidad atmosférica.
  • b) Los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes.
  • c) Los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público”.

Dos cuestiones importantes a destacar aquí. La primera, que, en materia de contratos del Sector Público, la regla que rige en materia de responsabilidad ser invierte, y los supuestos de fuerza mayor, en lugar de ser exonerantes, dan lugar al derecho a ser indemnizado. La segunda (que es la que ahora interesa) que la fuerza mayor siempre viene vinculada a un hecho, como son todos los que se relacionan en la norma trascrita. Y aquí hago ya un alto para vincular todo lo dicho hasta el momento con la pandemia por el COVID 19 y las medidas tomadas por el Gobierno como consecuencia de la misma, porque resulta necesario diferenciar ambas cosas.

La pandemia por el COVID 19 es un hecho, que puede ser perfectamente calificado como fuerza mayor, surtiendo los efectos propios de tal calificación tanto en Derecho privado (exonerando del cumplimiento de sus obligaciones a quienes han contratado) como en Derecho público (no cabe exigir por esto responsabilidad patrimonial, pero si contractual). Hasta aquí no veo problemas especiales.

Ahora bien -y aquí es donde creo que ha de prestarse atención- una cosa es la pandemia por el COVID 19, (como hecho constitutivo de fuerza mayor) y otra, las medidas adoptadas y que adopte el Gobierno y el resto de las AAPP como consecuencia de la pandemia. En este caso, estamos fuera de la fuerza mayor y cabrá, por tanto, exigir la responsabilidad patrimonial del artículo 34 y concordantes de la Ley 40/2015, siempre, claro está, que se cumplan el resto de los requisitos. Requisitos entre los que destaca el de la “antijuridicidad” que ya no deberá ser entendida desde la perspectiva del particular (que no tenga el deber de soportar el daño), sino desde la de la propia Administración. Es decir, para poder exigir responsabilidad patrimonial como consecuencia de las medidas tomadas a causa de la pandemia por el COVID 19, deberá probarse que tales medidas han sido “irrazonables” y que la Administración no ha actuado con la diligencia debida [1].

Es pues, en estos términos, en los que debe plantearse la posible exigencia de responsabilidad patrimonial al Gobierno y demás AAPP por las medidas tomadas como consecuencia de pandemia por el COVID 19, siendo de destacar los siguientes aspectos:

  • El daño que se reclame debe ser económicamente evaluable e individualizable.
  • La reclamación por responsabilidad patrimonial ha de plantearse en el plazo de un año a contar desde que pueda determinar el alcance de los daños causados [2].
  • Debe probarse la relación de causalidad entre el daño causado y las medidas tomadas por el Gobierno y demás AAPP

Y a partir de estos datos (expuestos en líneas muy generales) todos los ciudadanos podrán ejercitar las acciones que consideren pertinentes exigiendo responsabilidad patrimonial (conocida como RPA, en siglas) si entienden que las medidas adoptadas por el Gobierno y otras AAPP han sido “irrazonables” o arbitrarias. Incluso cabría exigir la RPA por la ausencia de medidas adecuadas, cuando se demuestre que dichas medidas pudieron ser adoptadas. A título particular, me atrevo a señalar que considero que tales medidas han sido:

  • Tomadas demasiado tarde
  • Tremendamente confusas dando lugar a reiteradas rectificaciones y aclaraciones que no hacen sino complicar las cosas.
  • En buena parte, ineficaces
  • Posiblemente inconstitucionales por ser algunas de ellas propias del estado de excepción y no del de alarma [3].

Pero, sobre todo, han sido unas medidas claramente insuficientes para frenar la escalada de la epidemia, ya que ni se ha proporcionado al personal sanitario ni a las fuerzas del orden público material de protección (mascarillas), ni se han realizado las compras de ese material y de vacunas correctamente. De todo ello, los ciudadanos pediremos responsabilidades llegado el momento, aparte de las responsabilidades de otro orden que puedan ser exigidas a este Gobierno … (ahí lo dejo)

Con esto me despido, sin perder la sonrisa etrusca y enviando un fuerte abrazo virtual a todos los que, desde su confinamiento o ejerciendo su profesión en beneficio de todos, nos están haciendo todo esto más llevadero.

NOTAS

[1]Esto es lo que viene a sostenerse, entre otras muchas, en la STS de 17 de febrero de 2015 (RJ 2015, 922) (recurso de casación 2335/2012), en relación con el alcance de la antijuridicidad:

“Pero no es solo el supuesto de ejercicio de potestades discrecionales las que permiten concluir la existencia de un supuesto de un deber de soportar el daño ocasionado con el acto anulado… porque como se declara por la jurisprudencia a que antes se ha hecho referencia, <<ha de extenderse a aquellos supuestos, asimilables a éstos, en que en la aplicación por la Administración de la norma jurídica en caso concreto no haya de atender sólo a datos objetivos determinantes de la preexistencia o no del derecho en la esfera del administrado, sino que la norma, antes de ser aplicada, ha de integrarse mediante la apreciación, necesariamente subjetivada, por parte de la Administración llamada a aplicarla, de conceptos indeterminados determinantes del sentido de la resolución. En tales supuestos es necesario reconocer un determinado margen de apreciación a la Administración que, en tanto en cuanto se ejercite dentro de márgenes razonados y razonables conforme a los criterios orientadores de la jurisprudencia y con absoluto respeto a los aspectos reglados que pudieran concurrir, haría desaparecer el carácter antijurídico de la lesión y por tanto faltaría uno de los requisitos exigidos con carácter general para que pueda operar el instituto de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Ello es así porque el derecho de los particulares a que la Administración resuelva sobre sus pretensiones, en los supuestos en que para ello haya de valorar conceptos indeterminados, o la norma legal o reglamentaria remita a criterios valorativos para cuya determinación exista un cierto margen de apreciación, aun cuando tal apreciación haya de efectuarse dentro de los márgenes que han quedado expuestos, conlleva el deber del administrado de soportar las consecuencias de esa valoración siempre que se efectúe en la forma anteriormente descrita. Lo contrario podría incluso generar graves perjuicios al interés general al demorar el actuar de la Administración ante la permanente duda sobre la legalidad de sus resoluciones”.

[2] Respecto de este plazo, el art. 67 de la Ley 39/2015 dice lo siguiente:

“1. Los interesados sólo podrán solicitar el inicio de un procedimiento de responsabilidad patrimonial, cuando no haya prescrito su derecho a reclamar. El derecho a reclamar prescribirá al año de producido el hecho o el acto que motive la indemnización o se manifieste su efecto lesivo. En caso de daños de carácter físico o psíquico a las personas, el plazo empezará a computarse desde la curación o la determinación del alcance de las secuelas.

En los casos en que proceda reconocer derecho a indemnización por anulación en vía administrativa o contencioso-administrativa de un acto o disposición de carácter general, el derecho a reclamar prescribirá al año de haberse notificado la resolución administrativa o la sentencia definitiva.

En los casos de responsabilidad patrimonial a que se refiere el artículo 32, apartados 4 y 5, de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público, el derecho a reclamar prescribirá al año de la publicación en el «Boletín Oficial del Estado» o en el «Diario Oficial de la Unión Europea», según el caso, de la sentencia que declare la inconstitucionalidad de la norma o su carácter contrario al Derecho de la Unión Europea.

2. Además de lo previsto en el artículo 66, en la solicitud que realicen los interesados se deberán especificar las lesiones producidas, la presunta relación de causalidad entre éstas y el funcionamiento del servicio público, la evaluación económica de la responsabilidad patrimonial, si fuera posible, y el momento en que la lesión efectivamente se produjo, e irá acompañada de cuantas alegaciones, documentos e informaciones se estimen oportunos y de la proposición de prueba, concretando los medios de que pretenda valerse el reclamante”.

[4]  Me remito a lo dicho en el siguiente post: ESTADO DE ALARMA DEL GOBIERNO Y ESTADO DE SHOCK DE LOS CIUDADANOS que puede encontrarse en este link: https://www.linkedin.com/pulse/estado-de-alarma-del-gobierno-y-shock-los-ciudanos-villar-ezcurra/

 

Ley y decreto-ley: democracia y excepción

“Otra consideración a hacer, por más que escape demasiado al espíritu de partido, es la de que no puede juzgarse a los hombres más que por sus medidas, y sólo las malas medidas hacen a los malos ministros”

(Jeremy Bentham, Tratado de los sofismas políticos, 2012, p. 195)

 

La Ley tiene un origen parlamentario. El decreto-ley, gubernamental. Disponen del mismo rango y de idéntica fuerza. Rango es equivalencia formal en jerarquía; fuerza, capacidad derogatoria de leyes anteriores, aunque quien la ejerza sea circunstancialmente el Gobierno. Algo anormal, pero constitucional. Sin embargo, la dignidad democrática de la Ley pesa. Su fuente de legitimidad está en la esencia de la democracia y de la propia institución de la que emana: órgano representativo por excelencia. La Ley es, además, resultado de un proceso deliberativo y público. El procedimiento parlamentario formal tiene esos atributos. La Ley nace del diálogo, como palabra que surge del Parlamento. Otra cosa es si la palabra sale recta o torcida.

No se puede decir lo mismo de los decretos-leyes. Su procedencia gubernamental perturba su esencia y contenido. Nace de la imposición, del impulso. Es “decreto” por su procedencia, y “ley” por su rango y fuerza. Manifestación extraordinaria (esto es, fuera de lo común) de la potestad normativa del Gobierno, al que se le faculta para dictar con carácter excepcional disposiciones normativas “provisionales” (hasta su convalidación) con rango y fuerza de ley. Lo normal es que apruebe “decretos” (reglamentos), sin adjetivos. Algo que los medios de comunicación no explican bien. Y conviene hacerlo. En su gestación, no hay publicidad; tampoco transparencia, ni deliberación pública, sólo las batallas soterradas departamentales (o políticas) que, bajo el secreto de las deliberaciones, se planteen en sede del Consejo de Ministros (más aún si, como es el caso, se trata de un Gobierno de coalición). El decreto-ley nace del secreto y proyecta su sombra. Se fríe a fuego rápido y se inserta en el BOE para que la ciudadanía a primera hora del día (o, peor aún, a pocos minutos de empezar el nuevo), se desayune (o acueste) con algunas medidas “legales” (que derogan o modifican leyes vigentes) que regirán a partir de entonces su existencia y la pueden cambiar por completo. Por decisión gubernamental. Unilateral.

No descubro nada nuevo si afirmo que los decretos-leyes han sido tradicionalmente un instrumento normativo muy acariciado (y, por tanto, practicado) por poderes autoritarios o dictatoriales. Es de sobra conocido. Franco los manoseó hasta la extenuación. Su generalización es una enorme anomalía democrática, pues desplaza al Parlamento de su cometido existencial: aprobar leyes. Por tanto, debe ser utilizado con una especial mesura y proporcionalidad, siempre cuando sea estricta y exquisitamente imprescindible su uso. No como medio de “legislación ordinario”, pues no lo es. Insisto, es una modalidad de legislación de excepción. Y esto se debe grabar con fuego. La excepción quiebra la normalidad, como diría Carl Schmitt. Y la prolongación de la excepción es una anormalidad continuada. Una ruptura del statu quo.

En situaciones de crisis, por ejemplo, económicas, el recurso al decreto-ley oscurece y arrincona la existencia de las leyes. Esto se vio con claridad durante los años 2012 y siguientes, donde la legislación excepcional dejó sin sangre al Parlamento. La legislación de excepción superó con creces la procedente del Parlamento (algo que también pasó, sorprendentemente, en 2018 y, en menor medida, en 2019; cuando la “crisis” no existía). En los contextos de crisis, la ley se vuelve, paradójicamente, un instrumento normativo excepcional, mientras que los decretos-leyes se tornan como el mecanismo ordinario de “legislar”. La lógica institucional-democrática se invierte. La calidad de la democracia se pone en entredicho o, como es el caso, “en cuarentena”. El Ejecutivo cortocircuita el funcionamiento ordinario del Poder Legislativo, apropiándose de su función más típica. Más grave aún es cuando, junto al silencio del Parlamento, el resto de instituciones de control permanecen también inertes, sin actividad efectiva. La prolongación de ese estado de cosas no puede sentar bien a la salud democrática. El poder sin control, como dijera Alain, enloquece. Y ya sabemos lo que pasa en tales circunstancias. Antesala del despotismo.

En esta crisis sanitaria, que ya ha derivado en una brutal crisis económica (fiscal) y social (cuyos efectos duros están aún por llegar), el Gobierno a día de hoy (28 de abril) ha aprobado ya 15 decretos-leyes en 2020. En el escaso período de legislatura que llevamos recorrido, no llegan a cinco meses, el Parlamento –dadas las circunstancias excepcionales y la exasperante lentitud del procedimiento en un sistema bicameral- no ha aprobado ninguna Ley. No se advierte que la producción legislativa parlamentaria sea precisamente plato preferido en esta Legislatura ni del Gobierno ejerciente pues, si lo fuera, el Gobierno, actor principal de ese impulso, debería llenar el Parlamento de iniciativas legislativas a través de proyectos de Ley. Y, a fecha de hoy, la inmensa mayoría de los proyectos de Ley que se tramitan tienen su origen en decretos-leyes convalidados, mientras que las iniciativas “puras” se limitan a siete. Y ya veremos cuándo ven la luz: en 2021 o 2022. Mientras tanto, el reinado del decreto-ley será absoluto. Una nueva forma de gobierno emerge con fuerza: la monarquía parlamentaria “absoluta del decreto-ley”.

En efecto, esta tendencia de apropiación legislativa por parte del Ejecutivo no ha hecho más que empezar. La situación de excepción sanitaria se prolongará en el tiempo. Luego vendrá la mayúscula crisis económica y social que ya está incubada, cuyos efectos serán devastadores. Y la excepción continuará multiplicándose: habrá que adoptar, una seguida de otra, medidas “legislativas excepcionales” por medio de una cadena inagotable de decretos-leyes. Por tanto, la producción “legislativa” del Ejecutivo ensombrecerá más aún la débil luz que alumbra al Parlamento como institución creadora de la Ley. Me da la impresión de que el Ejecutivo, en sus cortas estancias en el poder, ha cogido especial gusto a legislar por decreto-ley. Sin calibrar lo que ello implica. Si lo pensara democráticamente, sería más prudente en su abuso.

La Ley, con todas sus imperfecciones, que hoy en día tiene muchas, es producto del pensamiento lento (mejor dicho, de la acción lenta, regida por la deliberación y el contraste que se prolonga entre distintos actores a lo largo del tiempo). El elemento lógico-racional impera, aunque a veces no lo parezca. Y eso es importante cuando de leyes se trata; pues el ritmo de las leyes, en palabras del profesor Vittorio Italia, es clave en la interpretación de las normas (La forza ed il ritmo delle leggi, Giuffrè Editore, 2010). Cuando su producción es acelerada, el resultado puede tener consecuencias graves sobre la coherencia del ordenamiento jurídico y en su aplicación. El decreto-ley es, por tanto, una criatura propia del pensamiento rápido, cargada muchas veces de improvisación (cuando no de contradicciones o chapuzas), una reacción rápida frente al peligro o la inmediatez cuyas consecuencias muchas veces no se valoran bien, y algo de eso estamos viendo.  Como dice también el citado profesor italiano, los decretos-leyes contienen a menudo sólo fragmentos de normas y, aunque tengan fuerza de ley, hacen perder a ésta su ritmo y cadencia. La confunden. Fruto de la urgencia y precipitación, cuartean el derecho. Son “leyes-medida”. A veces dictadas con escasa mesura y menos proporción. Deshilachan el Derecho.

Es cierto que el proceso legislativo (no solo el “procedimiento legislativo parlamentario”) es lento. Probablemente en estos momentos demasiado lento, cuando se trata de dar respuestas inmediatas a necesidades inaplazables. Mientras que el decreto-ley es expeditivo (de “un día para otro”). Y, como tal, sorprendente y, también en apariencia, eficaz. Un atributo que necesita todo Gobierno en un contexto de emergencia. Más cuando la gestión pública ejecutiva dista de estar imbuida precisamente por ese atributo. Siempre es más fácil agarrarse al BOE, que ser efectivo en la contratación pública o en la logística o distribución de recursos. Y legislar a través de él. Con el Boletín (¡vaya nombrecito decimonónico!), más si es del Estado y Oficial, la apariencia de gobernar se recupera. Manejar “el Boletín” es poder. O eso parece. No obstante, tal vez sea la hora de desenterrar otros instrumentos normativos que son intermedios (más equilibrados) y que pueden permitir una mejor colaboración entre el Parlamento y el Gobierno en la producción legislativa, como son aquellos decretos legislativos que nacen de unas bases previamente aprobadas por el Parlamento y que el Gobierno articula. Están en total desuso. Desde hace décadas. Sólo los “refundidos” se emplean.

De seguirse la tendencia descrita, en los próximos meses y años los daños al sistema institucional pueden ser irreparables. La crisis institucional puede acentuarse. El Parlamento se ha convertido exclusivamente en una cámara de ruidos y bullanga, que no tiene otra función legislativa que convalidar (o no hacerlo), a través del Congreso, la obra “legal” que promueve el Gobierno una semana sí y otra también. Al Gobierno y a sus “ideólogos” de la excepción les encanta, al parecer, tener plenamente activa esta máquina de poder normativo que produce decretos-leyes a velocidad de vértigo (o “como churros”) y que nubla hasta oscurecer el escaso brillo (ya muy deslucido, por el propio sistema de partidos) que la digna Ley tenía. La criatura bastarda del decreto-ley, mezcla espuria de poderes gubernamentales excepcionales que anulan al adjetivo (ley), aunque se prevalen de su rango y dan fuerza al sustantivo “ordeno y mando” (decreto), ha venido para quedarse por mucho tiempo, con peligrosa vocación de arraigo. Convendría que la institución parlamentaria actuara frente a esta usurpación “constitucional”, pero tremendamente dañina si el tiempo y la práctica, como todo apunta, la consolida. Pero, en nuestro sistema parlamentario, el Parlamento es cautivo del Gobierno y de sus posibles mayorías. No tiene nadie que lo defienda. De la oposición, hablaré otro día. La “colaboración Parlamento-Gobierno”, a la que se refería Duguit como atributo de la forma parlamentaria de gobierno, se ha transformado en captura gubernamental de la sede de San Jerónimo (la otra, ni cuenta). La orfandad y desamparo de la institución parlamentaria debería ser objeto de profunda reflexión. Pues sin su vigor y dignidad, la democracia se transforma fácilmente en un sofisma o, peor aún, en una gran mentira.

Covid19 y urbanismo

1.- SUSPENSIÓN DE ACTUACIONES ADMINISTRATIVAS

Como la ordenación territorial y la urbanística son funciones públicas”según establece el artículo 4.1 del Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana-, es fundamental la aplicación al Urbanismo de las medidas de suspensión de las actuaciones administrativas. A este respecto, la Disposición Adicional Tercera del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el Estado de Alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, modificado por  Real Decreto 465/2020, de 17 de marzo, dispone: 

“1. Se suspenden términos y se interrumpen los plazos para la tramitación de los procedimientos de las entidades del sector público. El cómputo de los plazos se reanudará en el momento en que pierda vigencia el presente real decreto o, en su caso, las prórrogas del mismo.

  1. La suspensión de términos y la interrupción de plazos se aplicará a todo el sector público definido en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.
  2. No obstante lo anterior, el órgano competente podrá acordar, mediante resolución motivada, las medidas de ordenación e instrucción estrictamente necesarias para evitar perjuicios graves en los derechos e intereses del interesado en el procedimiento y siempre que éste manifieste su conformidad, o cuando el interesado manifieste su conformidad con que no se suspenda el plazo.
  3. Sin perjuicio de lo dispuesto en los apartados anteriores, desde la entrada en vigor del presente Real Decreto, las entidades del sector público podrán acordar motivadamente la continuación de aquellos procedimientos administrativos que vengan referidos a situaciones estrechamente vinculadas a los hechos justificativos del estado de alarma, o que sean indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios”.

 Según la citada Ley de Procedimiento Administrativo Común, en su art. 2.1, “se entiende por Sector Público:

  1. a) La Administración General del Estado.
  2. b) Las Administraciones de las Comunidades Autónomas.
  3. c) Las Entidades que integran la Administración Local.
  4. d) El sector público institucional”.

A su vez, de conformidad con el art. 2.2 de la propia Ley, “El sector público institucional se integra por:

  1. a) Cualesquiera organismos públicos y entidades de derecho público vinculados o dependientes de las Administraciones Públicas.
  2. b) Las entidades de derecho privado vinculadas o dependientes de las Administraciones Públicas, que quedarán sujetas a lo dispuesto en las normas de esta Ley que específicamente se refieran a las mismas, y en todo caso, cuando ejerzan potestades administrativas.
  3. c) Las Universidades públicas, que se regirán por su normativa específica y supletoriamente por las previsiones de esta Ley”.

Pues bien, en todos los procedimientos tramitados por estas entidades (que incluyen sin duda a las Administraciones y organismos públicos competentes en materia de urbanismo), “se suspenden términos y se interrumpen los plazos”. El «plazo» es un periodo de tiempo en el cual debe o puede realizarse una actuación, mientras que el «término» es un momento específico para llevar a cabo un trámite, con una inspección o una comparecencia. La norma no establece claramente una suspensión de las actuaciones administrativas más allá de lo dicho en cuanto a los términos, pero tal suspensión se deduce, a sensu contrario, de los supuestos excepcionales en los que pueden seguir desarrollándose actuaciones administrativas.

Esta suspensión se produce desde la entrada en vigor del Estado de Alarma; por tanto, desde el 14 de marzo de 2020, inclusive (DF 3ª Real Decreto 463/2020). Los “términos” quedan suspendidos, de modo que, una vez termine el estado de alarma, será necesario volver a fijarlos. En cambio, en el caso de los plazos su cómputo “se reanudará en el momento en que pierda vigencia el presente real decreto o, en su caso, las prórrogas del mismo”. Por tanto, más que una interrupción como la de la prescripción, con nuevo cómputo desde cero, se trata de una suspensión de los plazos, como si todos los días del Estado de Alarma fueran inhábiles a efectos de su cómputo (desde el 14 de marzo, inclusive, hasta el último día en que el Estado de Alarma esté en vigor). Nótese que la interrupción, o suspensión, de los plazos no solo se refiere a los fijados por días (en los que el día siguiente al Estado de Alarma contará como lo hubiera hecho el primer día del Estado de Alarma) sino también a los fijados por meses o por años, de modo que también en estos habrá que añadir al plazo un número de días equivalente a la duración del Estado de Alarma.

El Ayuntamiento de Barcelona, en su web, pone como ejemplos de suspensión en el ámbito del Urbanismo los siguientes:

“Planeamiento: plazos máximos de resolución inicial (también incluye los supuestos de suspensiones potestativas derivadas); plazos de exposición al público; plazo máximo de presentación de alegaciones; plazo máximo de resolución definitiva.

Licencias: cualquier trámite que comporte el inicio o la finalización de plazos (también incluye los supuestos de suspensiones potestativas), y especialmente la admisión de comunicados de obras y actividades, emisión de informes previos de plan de usos, e informes del PEUAT. Emisión de informes preceptivos. También la recogida de licencias y generación de autoliquidaciones.

Certificados de aprovechamiento urbanístico.

Información urbanística: solicitud de vista de los expedientes administrativos y copias de expedientes administrativos.

Disciplina urbanística y sancionadores: plazos para presentar alegaciones, plazos por recurso, plazo máximo de resolución”.

 

  1. PRESENTACIÓN DE ALEGACIONES Y RECURSOS

Ahora bien, la suspensión no impide que el interesado presente alegaciones o recursos en vía administrativa; solo que el plazo para su presentación se ha detenido, siendo necesario usar la vía telemática, dadas las restricciones en la circulación de las personas y el cierre de oficinas al público. En cambio, en vía judicial no solo están suspendidos los términos y plazos procesales (DA 2ª  Real Decreto 463/2020) de forma semejante a los administrativos, sino que el Acuerdo del Consejo General del Poder Judicial de 18 de marzo de 2020 ha limitado la presentación de escritos solo por vía telemática y en caso de urgencia.

La Disposición Adicional 2ª  del Real Decreto 463/2020 establece algunas excepciones en la suspensión de actuaciones judiciales, como los procedimientos de derechos fundamentales y la previsión de que “el juez o tribunal podrá acordar la práctica de cualesquiera actuaciones judiciales que sean necesarias para evitar perjuicios irreparables en los derechos e intereses legítimos de las partes en el proceso”, como podría ser el caso de alguna medida cautelar para evitar el derrumbe de alguna construcción u otros daños graves e inminentes. Por su parte, el Acuerdo del Pleno del Tribunal Constitucional de 16 de marzo de 2020 también declara la suspensión de los plazos para realizar cualesquiera actuaciones procesales o administrativas durante la vigencia del RD 463/2020 y sus prórrogas, aunque, a diferencia del CGPJ, sigue permitiendo la presentación de recursos y demás escritos.

 

  1. MEDIDAS Y PROCEDIMIENTOS QUE EXCEPCIONALMENTE PUEDEN CONTINUAR

Además, como hemos avanzado, la suspensión de actuaciones administrativas tiene excepciones:

1ª.- Medidas de ordenación e instrucción estrictamente necesarias para evitar perjuicios graves en los derechos e intereses del interesado en el procedimiento, que pueden adoptarse por el órgano competente de forma motivada siempre que el interesado manifieste su conformidad en las medidas o en que, no se suspenda el plazo. Llama la atención que no se contemplen medidas sin la conformidad del interesado en caso de afección a la seguridad como pudieran ser algunas órdenes de ejecución, en situaciones de ruina o problemas estructurales que sean susceptibles de generar daños graves y no puedan aplazarse; si bien entendemos que tendrían cabida en la siguiente excepción.

2ª.- Continuar motivadamente procedimientos administrativos que vengan referidos a situaciones estrechamente vinculadas a los hechos justificativos del estado de alarma, o que sean indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios.

Dejando a un lado los hechos justificativos del Estado de Alarma, que no corresponden al Urbanismo y que eran la única referencia en el Real Decreto inicial para permitir la continuación de procedimientos administrativos, la redacción conferida por el Real Decreto 465/2020 incluye dos amplias cláusulas: indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios”. Particularmente amplio es el primero de ellos, pues el «interés general» es un concepto jurídico claramente indeterminado y la cualificación de “indispensable”, de apreciación subjetiva.

En nuestro campo, entendemos que esta previsión ampararía, por ejemplo, una orden de ejecución cuando está en juego la seguridad o salud de las personas. Pero, ¿y la aprobación de un proyecto de compensación o una modificación o revisión de un plan? No lo parece, pero la Comunidad de Madrid ha aprobado definitivamente la operación Madrid Nuevo Norte, antes conocida como operación Chamartín.

 

4.- CONTRATOS PÚBLICOS

También debemos mencionar las medidas en materia de contratación pública para paliar las consecuencias del COVID-19 que establece el artículo 34 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19, en relación con los contratos públicos de servicios y de suministros (como pudieran ser servicios técnicos o jurídicos prestados a las Administraciones urbanísticas), de obras y de concesión. Según resume la Guía elaborada por la Abogacía General de la Comunidad de Madrid:

– En los contratos de servicios y suministros de prestación sucesiva, el apartado 1 permite su suspensión -que deberá ser acordada por el órgano de contratación, a instancia del contratista, en el plazo de cinco días naturales (con efectos desestimatorios del silencio)- cuando la ejecución devenga imposible como consecuencia del COVID-19 o las medidas adoptadas para combatirlo, hasta que la prestación pueda reanudarse. En caso de acordarse la suspensión, no se aplica el régimen de indemnización de daños y perjuicios previsto en el art. 208.2.a) LCSP, o norma temporalmente aplicable a cada contrato, sino el específico fijado en este art. 34 RDL 8/2020, que solo permite indemnizar, previa acreditación, los daños en él contemplados (por personal y maquinaria adscritos a la ejecución del contrato, mantenimiento de la garantía definitiva y pólizas de seguro relativos al periodo de suspensión). Finalmente, se permite aplicar en estos casos la prórroga forzosa prevista en el art. 29.4 i.f. LCSP a la finalización del contrato y se excluye la posibilidad de solicitar la resolución como consecuencia de la suspensión.

– En los contratos de servicios y suministros que no sean de prestación sucesiva, el apartado 2 permite una ampliación de los plazos de ejecución, a instancia del contratista, cuando incurra en demora como consecuencia del COVID-19 o las medidas adoptadas para combatirlo y no haya perdido su finalidad el contrato, sin que proceda la imposición de penalidades ni la resolución contractual. También podrá solicitar, previa acreditación, el abono de los gastos salariales incurridos durante el periodo de suspensión, hasta un límite máximo del 10% del precio inicial del contrato.

– En los contratos de obras, el apartado 3 permite su suspensión -que deberá ser acordada por el órgano de contratación, a instancia del contratista, en el plazo de cinco días naturales (con efectos desestimatorios del silencio)- cuando la ejecución devenga imposible como consecuencia del COVID-19 o las medidas adoptadas para combatirlo y el contrato no haya perdido su finalidad, hasta que la prestación pueda reanudarse. En caso de acordarse la suspensión, no se aplica el régimen de indemnización de daños y perjuicios previsto en los arts. 208.2.a) y 239 LCSP, o norma temporalmente aplicable a cada contrato, sino el específico contemplado en el art. 34 RDL 8/2020, que solo permite indemnizar, previa acreditación, los daños en él contemplados (por personal y maquinaria adscritos a la ejecución ordinaria del contrato, mantenimiento de la garantía definitiva y pólizas de seguro relativos al periodo de suspensión), con las condiciones y límites que se determinan en el mismo.

– En los contratos de concesión de obras y de concesión de servicios, el apartado 4 establece el derecho del concesionario en los supuestos de imposibilidad de ejecución del contrato como consecuencia del COVID-19 o las medidas adoptadas para combatirlo, a instancia de este y previa acreditación, al restablecimiento del equilibrio económico mediante, según proceda, la ampliación de su duración inicial hasta un máximo de un 15% o mediante la modificación de las cláusulas de contenido económico, debiendo compensar en todo caso la pérdida de ingresos y el incremento de los costes soportados, entre los que se considerarán los posibles gastos adicionales salariales que efectivamente hubieran abonado respecto a los previstos en la ejecución ordinaria del contrato.

Ahora bien, estas prescripciones se limitan a los contratos celebrados por las entidades pertenecientes al Sector Público, en el sentido definido en el artículo 3 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, que incluyen a Comunidades Autónomas, Ayuntamientos, Gerencias, Consorcios Urbanísticos e incluso sociedades de capital público, como precisó la Sentencia del TJUE de 18 de enero de 2007 (C-220/05), en el asunto del Ayuntamiento de Roanne.

Pero, ¿son de aplicación a Juntas de Compensación y Agentes Urbanizadores en las obras por ellos contratadas? Modernamente se ha reconocido la necesidad de que apliquen los principios de las licitaciones públicas, sin considerarse, sin embargo, poderes adjudicadores sometidos estrictamente a la normativa de contratación pública. Así, el art. 156.2 de la Ley de Urbanismo de Aragón, Texto Refundido de 8 de julio de 2014, sostiene que “Las juntas de compensación, en su condición de entidades colaboradoras de la Administración pública, no tienen la consideración de poder adjudicador a los efectos de la normativa sobre contratación pública sin perjuicio de que, en tanto ejecuten obra pública de urbanización, sí que deberá aplicarse la legislación de contratos públicos, en tanto resulta de aplicación el criterio funcional de obra pública. La relación jurídica existente entre la Administración municipal y las juntas de compensación no es la de un contrato público, sino la de un encargo o traslado de funciones públicas de carácter unilateral”.

Por su parte, el art. 156.2 a) Ley 5/2014, de 25 de julio, de Ordenación del Territorio, Urbanismo y Paisaje, de la Comunitat Valenciana dispone que El empresario constructor será seleccionado por el urbanizador en pública licitación, convocando y adjudicando mediante un procedimiento de contratación acorde con este artículo y la legislación de contratos del sector público”. Es decir, Juntas de Compensación y Agentes Urbanizadores deben aplicar la legislación de contratos públicos, pero no por su condición de Poderes adjudicadores, por lo que entendemos que no les son de aplicación las citadas medidas sobre contratos públicos.

Por lo demás, entendemos que las medidas comentadas tampoco se aplican a los convenios urbanísticos. Recordemos que el art. 6 de la Ley de Contratos del Sector Público excluye de su ámbito de aplicación los convenios administrativos y las encomiendas de gestión.

 

5.- OBRAS

Las obras, en general, no han sido suspendidas, por lo que las obras de urbanización o edificación pueden, en principio, continuar. Algunas CCAA y Ayuntamientos han planteado la conveniencia de suspenderlas, pero tal suspensión, por vía general del Estado de Alarma, es competencia del Estado, que no lo ha hecho, al menos por ahora. Así pues, los Ayuntamientos controlan que en ellas se cumplan las medidas sanitarias pertinentes, en particular las ordenadas por el Covid-19, sin un cierre por sistema.

Nuevamente recurrimos, como ejemplo, a la web del Ayuntamiento de Barcelona que nos dice que “Al igual que el resto de actividad económica no esencial mientras dure el estado de alarma, es aconsejable suspender las obras en la ciudad con el fin de limitar la propagación de la Covid-19, siguiendo las recomendaciones de las autoridades sanitarias. No obstante, estas se pueden seguir desarrollando si se cumplen con las medidas de seguridad mencionadas:

  • Mantener el distanciamiento social de al menos 1 metro de distancia con el resto de personas, particularmente aquellas que toser, estornudar y tengan fiebre, para evitar la inhalación del virus.
  • Adoptar medidas de higiene respiratoria, por lo que al toser o estornudar se cubra la boca y la nariz con el codo flexionado o con un pañuelo; tirar inmediatamente el pañuelo y lavarse las manos con un desinfectante de manos a base de alcohol, o con agua y jabón.
  • Evitar tocarse los ojos, la nariz y la boca, para evitar la transferencia del virus con las manos contaminadas.
  • Lavarse las manos con frecuencia con un desinfectante de manos a base de alcohol, o con agua y jabón”.

La administración concursal en tiempo de coronavirus

En los tiempos que corren y con la perspectiva de la situación económica y empresarial que se adivina, conviene que nos planteemos la situación a la que nos abocamos. Con una actividad económica en “stand by” y con las ayudas del estado tambien confinadas, la situación para el mundo de la empresa no se presente nada halagüeña.

¿Qué va a ocurrir? ¿Cómo va a hacer frente la empresa a la situación de los próximos meses?.

En el dia de ayer en una conferencia ofrecida por un magistrado de lo mercantil nos daba algún mensaje de esperanza. Si la crisis del 2008 era una crisis estructural, la crisis que ahora afrontamos es una crisis coyuntural de la que vamos a salir, por lo que entendía que era necesario salvar a las empresas y planteaba que el proceso concursal al que se abocaban las empresas, esta vez si que podía ser una oportunidad para su salvamento. No le falta razón, lo que nos lleva a plantearnos ¿cómo puede y debe afrontarse la situación de previsible insolvencia de las empresas?.

Solicitar el concurso puede ser una solución, en el mismo se puede llegar a acuerdos con los acreedores de cara a conseguir una solución a la empresa. Es evidente que habrá empresas que no sean viables, estas serán las que deben de ser liquidadas en un procedimiento concursal o extra-concursal, son éstas las que deben de dejar paso y cuota de mercado a las que si lo sean. Son pues las empresas viables las que sin duda deben de ser objeto de especial atención por los administradores concursales en los procedimientos concursales que de manera inminente aventuramos que se iniciarán.

Los administradores concursales desde la anterior crisis hemos tenido que afrontar numerosos cambios legislativos, cambios jurisprudenciales y sobre todo desde el inicio hemos aprendido a ser colaboradores y auxiliares del Juez, de manera que somos, junto con éste y la persona o empresa en concurso, los únicos órganos verdaderamente imprescindibles en el proceso concursal. Y pese a que no hemos sido siempre un colectivo comprendido, no hemos dejado de formarnos, de estudiar y de prepararnos.

Asi las cosas, los administradores concursales en esta situación ciertamente especial que vivimos no cabe duda que tenemos una primera misión, distinguir la empresa viable que debe de ser liquidada, de la que no lo es. La segunda misión que debemos tener no es otra que contribuir con nuestro trabajo y con nuestro conocimiento al salvamiento de las empresas viables. Son esas empresas una parte importante del capital de éste país y son tambien quienes deben de liderar la reconstrucción económica a la que inevitablemente nos debemos dirigir como nación.

Para logar todo esto, dado que contamos con jueces de lo mercantil preparados (y permítaseme decir que “en forma”), necesitamos tres cosas:

En primer lugar, una legislación adecuada que con la necesaria flexibilidad, permita mas allá de formalismos, llegar a acuerdos con los acreedores en casi cualquier momento. Actualmente se está trabajando sobre esto, esperándose para fechas cercanas varias iniciativas legislativas al respecto. También precisamos de un concepto amplio de “interés del concurso” que se extienda a los acuerdos viables con los acreedores. No obstante lo anterior, discrepamos de quienes intentan la promulgación del Texto Refundido de la Ley Concursal, primeramente porque estamos en muchos de sus preceptos antes normas nuevas que es necesario interpretar lo que llevará su tiempo y dará lugar a controversias que ahora mismo no podemos permitirnos. Y de otro lado por aquello que decía San Ignacio de Loyola “En tiempos de tribulación no hagas mudanzas”, seguramente porque disponemos de un texto legal que, con ciertos ajustes, es válido al fin que pretendemos que no es otro que salvar a las empresas que puedan ser salvadas. Necesitamos por tanto ajustar la Ley que todos los operadores jurídicos conocemos, no una Ley que, aunque no sea una Ley nueva es una Ley distinta a la que estamos acostumbrados a manejar. Ya habrá en unos meses tiempo de promulgar el Texto Refundido, quizas ya adaptado a la nueva Directiva europea de insolvencias, hay tiempo de sobra para eso.

En segundo lugar, se necesita una dotación económica adecuada que permita afrontar a los administradores concursales la misión que tenemos encomendada. En ese sentido se habla de la creación de una cuenta de garantía arancelaria que se dotaría con aportación de los propios administradores concursales en los concursos que si se cobren. Entendemos que la solución no es del todo certera, dado que se avecinan una serie de concursos que no van a contar con activos para dotar esa cuenta, pero que los administradores concursales sí que se verán obligados a tramitar en su integridad. La solución podría pasar tal vez por garantizar un cobro mínimo por parte del Estado.

En tercer lugar, necesitamos un marco adecuado para la profesión de administrador concursal, necesitamos que los administradores concursales tengan la formación adecuada y accedan a las con ese criterio a las listas de administradores concursales. No se debe de encargar la gestión de una empresa que necesita ser salvada a cualquier profesional, sino que a la profesión de administrador concursal debe ser accesible solo a personas que acrediten una experiencia o una formación. Es necesario pues reducir las listas de administradores concursales y que éstas se integren solo con profesionales no solo con un compromiso de formación, sino ya ampliamente formados, con ello se consigue solo un mejor servicio público, sino que se consigue que quienes realmente se dedican a ser administradores concursales puedan desarrollar su carrera como tales sin interferencias de quienes no están preparados para serlo.

En definitiva, si tenemos magistrados sobradamente formados y administradores concursales igualmente preparados, podemos afrontar este proceso de salvamiento de empresas al que nos encaminamos. El horizonte no se nos presenta halagüeño y exigirá lo mejor de todos nosotros pero no cabe duda que como país contamos con profesionales adecuados para afrontar este proceso, debemos dejarlos trabajar pero también darles el marco profesional, económico y legislativo adecuado. No cuesta mucho y el beneficio será mucho mayor. Para todos.