Fiscalía general del estado de alarma

Es bien sabido que una consecuencia de los estados excepcionales contemplados en el art. 116 de la Constitución es la alteración de la normalidad jurídica. Como las Autoridades competentes son incapaces de mantener la normalidad con los poderes ordinarios, el Gobierno es investido por el Congreso de potestades extraordinarias. Entre ellas la de dictar las normas necesarias e imprescindibles para restablecerla, aunque eso implique contravenir el ordenamiento jurídico, que quedará a estos efectos como en suspenso. Por eso la legislación de excepción que se dicte al efecto tiene fecha de caducidad: el cese de la crisis que la provoca.

Pero de esos poderes extraordinarios solo es investido el Gobierno, no el Poder Judicial ni la Fiscalía General del Estado, que mantienen los poderes y facultades ordinarios.

Pues en la mañana del jueves 4 nos desayunamos con un Decreto emitido desde la calle Fortuny de Madrid, que lleva fecha de 03.05.2020, en el que se establecen las pautas para el restablecimiento de la actividad de la Fiscalía tras la entrada en vigor del Real Decreto Ley 16/2020. Está dictado por la Fiscal General al amparo de lo dispuesto en el art. 22.2 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (Ley 50/1981), porque según este, a la máxima magistratura de la carrera le “corresponde impartir las órdenes e instrucciones convenientes al servicio y al orden interno de la institución y, en general, la dirección e inspección del Ministerio Fiscal”.

Entiéndase por “relativo al servicio” todo aquello encaminado a dotar a las distintas Fiscalías de protocolos de actuación para afrontar situaciones concretas. De ahí que el susodicho Decreto se dicte “con la finalidad de proteger la salud de las/los componentes de la carrera fiscal, de los profesionales que se relacionan con la Administración de Justicia y de la ciudadanía, así como de asegurar el efectivo cumplimiento del servicio público y de las funciones constitucionales encomendadas al Ministerio Público” (sic). Más que nunca era necesaria una orden general como esta, como así se ha venido haciendo desde el 14 de marzo.

Sin embargo, de rondón se ha colado una disposición relativa al plazo de la instrucción previsto en el art. 324 LECrim: lo declara plazo procesal y proclama su reinicio desde el día 04.06.2020, aunque por cautela insta a los fiscales a promover su reanudación. En definitiva, que mantiene el criterio del informe del 29 de abril pero no lo aplica, habida cuenta de la opinión mayoritaria en contra. Con este mete-saca propio de las estocadas defectuosas que tratan de hurtarse al tendido (lo cual no quiere decir que el aficionado no las advierta), se mantiene un criterio en el que no se cree. La suerte es que los más han sido conscientes del bajonazo.

Sin duda que diversos pronunciamientos de Fiscalías provinciales, como la de Barcelona, contrarios al reinicio del plazo, pusieron sobre aviso a los ocupantes del palacete del Marqués de Fontalba y Cuba, que inmediatamente se entregaron a la tarea de sujetar a los fiscales al criterio sostenido y no enmendado, que hasta entonces había sido orientativo y carecía de carácter vinculante. Incluso ordenan que se rectifiquen los acuerdos y criterios adoptados, como si una orden general no primara sobre los mandatos particulares impartidos hasta entonces por los subordinados y no los hiciera decaer.

Pero lo excepcional del caso es la forma elegida: un Decreto. Hasta ahora, ese tipo de órdenes generales se restringían a los nombramientos de fiscales o a la concreción de funciones y ámbito de actuación de determinadas fiscalías territoriales. Porque cuando se ha pretendido imponer un criterio aplicativo de la norma, algo lógico si de asegurar la unidad de actuación se trata, se ha echado mano de la Instrucción. Es la instrucción el instrumento pensado para marcar directrices de actuación para toda la Fiscalía (art. 22.2 EOMF), a fin de salir al paso de determinada jurisprudencia que ha cambiado la interpretación de un precepto o para solventar los problemas surgidos en la aplicación de la ley.

Son órdenes dictadas por el Fiscal General de contenido no tanto técnico y doctrinal como organizativo y de funcionamiento. Normalmente exigen el acuerdo o asesoramiento del Consejo Fiscal –a él le corresponde elaborar los criterios generales en orden a asegurar la unidad de actuación del Ministerio Fiscal en lo referente a la estructuración y funcionamiento de sus órganos (art. 14. Cuatro a) EOMF)- y persiguen que la actuación del Ministerio Fiscal sea unitaria, en cuanto que sus miembros desempeñan funciones estatutarias y reglamentadas.

Frente a ellas, el EOMF establece otra herramienta de capital importancia: la circular. Se trata de un documento de estudio y análisis jurídico de preceptos materiales y procesales a los que han de ajustarse los fiscales. Están motivadas generalmente por la publicación de una reforma legislativa trascendente, nace siempre por iniciativa del Fiscal General del Estado, se proyecta y prepara por la Secretaría Técnica y es debatida en la Junta de Fiscales de Sala. A lo largo de su historia, la Fiscalía ha decantado una valiosísima doctrina a través de esta herramienta.

La Junta de Fiscales de Sala es el auténtico sanedrín de la carrera, un reducido grupo de fiscales con experiencia y prestigio profesional, que “asiste al Fiscal General del Estado en materia doctrinal y técnica, en orden a la formación de los criterios unitarios de interpretación y actuación legal, la resolución de consultas, elaboración de las memorias y circulares, preparación de proyectos e informes que deban ser elevados al Gobierno y cualesquiera otras, de naturaleza análoga, que el Fiscal General del Estado estime procedente someter a su conocimiento y estudio” (art. 15 EOMF).

Y esta es la anormalidad: con el Decreto se ha eludido el oír a la Junta de Fiscales de Sala, un trámite que si bien no es preceptivo (aunque esto también es cuestionable), sí ha sido la forma tradicional de discutir coralmente las cuestiones jurídicas espinosas. Y también se ha escamoteado la participación del Consejo Fiscal, en el que están representadas todas las sensibilidades de la carrera. Ambas renuncias implican una claudicación, porque se teme que lo que parece tan claro al que ha de tomar la decisión, no lo sea tanto.

Cagancho fue un torero genial que alcanzó la gloria con el capote, aunque esa cualidad de artista ha quedado eclipsada por sus famosas espantadas. Parece que la Fiscalía General haya escogido este derrotero para despachar los problemas… y a la vista de todos. “Azí no pué zé”, que diría el trianero, inquieto ante tamaño espectáculo.