Efecto catártico del cine clásico, durante el confinamiento

Observar cómo Hugh Grant pasea, reflexivo, en la secuencia de montaje de la película Nothing Hill, con la canción “Ain’t No Sunshine”, me recuerda al efecto del coronavirus en estos tiempos. Vamos atravesando, como el protagonista, un sinfín de días, meses, que se pueden convertir en, quién sabe, estaciones y, mientras tanto, somos espectadores de una realidad nueva, que no sabemos muy bien cómo descifrar aún. Pero para interpretarla mejor, podemos recurrir al cine. Truffaut decía del cine “que lo importante es que te creas lo que ves”, aunque surja como la gran mentira o como la gran ilusión. En una realidad incompresible como ésta, el cine clásico (auténtico referente, genuino e inspirador para los que vinieron a continuación, y sus fragmentos) inspira certezas, realismo, historias de verdad. En el mundo de la incertidumbre, y de las dudas, no hay nada que me parezca más coherente. Pero “además de la lógica, para sobrevivir a esta realidad, necesitamos la imaginación” (Alfred Hitchcock).

Los beneficios de la ficción en la psique están sobradamente demostrados, pero en el confinamiento, si cabe, han adquirido aún más valor. El cine tiene un efecto catártico, de auténtica salvación mental. Nos oxigena y revitaliza, al poner en paz nuestra mente, disminuyendo los niveles de ansiedad y de estrés.  En el plano cognitivo, focaliza nuestra atención ante una dispersión de datos y de estímulos que nos pueden saturar y abrumar.  Fortalece nuestra memoria episódica y semántica, por el esfuerzo en el almacenaje de unos fotogramas que se van consolidando como recuerdos y que asociaremos a un momento preciso: aquel en el que visionamos tal película. Socialmente, nos anima a compartir opiniones en una atmósfera en la que se refuerzan las relaciones, por la capacidad de sorprendernos ante puntos de vista novedosos, creando un debate sano que dé lugar a la interpretación libre y creativa. A nivel emocional, nos pone en contacto con nuestra parte oscura de miedos y temores, y nos permite tolerarlos y aceptarlos mejor.  La identificación con los personajes similares a nuestra experiencia, aumenta nuestra introspección, y nos ayuda a conocernos mejor; pero a la vez vivencias de personajes antagónicos, suponen un desafío por hacernos más flexibles. Y nos genera profunda admiración, la intensa reflexión sobre cuestiones existenciales y antropológicas perfectamente retratadas por los grandes directores de la historia, aportándonos referencias y conocimientos.

Pero no va a ser todo reflexión…en estos meses de confinamiento, hemos necesitado más que nunca la pura evasión, el auténtico entretenimiento. Ya Wilder decía “Si el cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces, ha conseguido su objetivo”. Y en estos momentos, llegas a pensar si alguno de los grandes maestros de la historia del cine, fue consciente de lo que alguna vez, significaría para muchos de nosotros.

Probablemente, no sea la única cuyo confinamiento, haya supuesto el Macguffin o excusa argumental para profundizar en el cine clásico. Y me pregunto: “cómo he sido capaz de perdérmelo hasta ahora?”. Quizás por el miedo de “sentirme una extraña entre las modas”, pero nunca es tarde.  Hay escenas e imágenes poderosamente bellas, y frases memorables, que cobran verdadero sentido y me impactan profundamente: escuchar a Doris Day cantar “Qué será será… “en El hombre que sabía demasiado; los dos hermanos, solitarios, en búsqueda de la supervivencia, en La noche del cazador; el gran coraje del valiente protagonista de Senderos de Gloria; El juicio de Nuremberg, con diálogos precisos donde se debate sobre la necesidad de olvidar, pero aprendiendo las lecciones de la historia; o el inolvidable Moustache, en Irma la Dulce, con su memorable frase “pero eso es otra historia”…

Y de historias, y de escenas cómicas el gran Billly Wilder con su gran sentido del humor, me hace soportar mejor los días tediosos. Él ya decía que “en las épocas en que estaba deprimido hacía comedias. Y cuando se sentía feliz, rodaba temas más bien trágicos “. Muchos, como él, compensamos nuestros estados de ánimo, recurriendo a sus comedias.  Y por algunos instantes, escenas como la de Sabrina, en la que Audrey Hepburn canta “la vie es rosa”, nos engañan plácidamente. Pero en el torbellino emocional del confinamiento, Hitchcock, nos da un golpe de realidad, por su retrato preciso de las obsesiones, traumas, perversiones y el lado oscuro del género humano; y nos sentimos identificados con escenas que describen la sensación de peligro, angustia, miedos, dudas, traumas, bajo un sustrato onírico; que se parecen a cualquiera de nuestras pesadillas. Pero no somos masoquistas disfrutando sólo de la perturbación, sino que las dosis de amor y de romanticismo en sus películas, también nos encandilan y nos resetean por dentro.

Y por unas horas, experimentas una amnesia parecida a la de Gregory Peck, en Recuerda, para evadirte de una triste realidad, que en el fondo sabes que nunca olvidarás. La psicología nos ha enseñado que para que una experiencia no se convierta en traumática, las emociones hay que digerirlas y procesarlas, y en estos momentos, te esfuerzas más que nunca porque una emoción predomine frente a las demás; y esa es el sentimiento de gratitud hacia una gran compañía, el cine clásico, que asumes que no te decepcionará nunca.