Sobre la destrucción de estatuas
La reciente vorágine destructora de estatuas, dirigida tras el homicidio de George Floyd contra los monumentos que todavía ensalzan a esclavistas en el Sur de EEUU, pero que enseguida cobró impulso y ya amenaza a presuntos racistas de toda índole, desde Colón a Churchill, tiene, como casi todo, antecedentes muy remotos. Verdaderamente, no hay nada nuevo bajo el sol. Mary Beard nos ha ilustrado sobre este fenómeno en la antigua Roma (aquí) pero cabe encontrar ejemplos más antiguos, y también más instructivos.
El más lejano que he encontrado se remonta al siglo V antes de Cristo y nos los relata Pausanias en su Descripción de Grecia (6.11). Resulta que en Taso vivió uno de los más grandes atletas olímpicos de todos los tiempos, el gran Teágenes, que consiguió nada menos que 1.400 triunfos o coronas en distintas disciplinas, desde el pugilato hasta las carreras de resistencia. Pasado a mejor vida, sus orgullosos compatriotas le erigieron una estatua en su ciudad natal.
Pues bien, resulta que una noche pasó junto a su estatua uno de sus enemigos en vida y la emprendió con ella a golpes, quizás aprovechando que en esta ocasión ya no había posibilidad de respuesta. O al menos eso creía, porque lo hizo con tal violencia que la estatua cayó encima de él, matándolo en el acto. Así que sus hijos demandaron a la estatua por homicidio, como era permitido según la leyes de Dracón, que reconocía la responsabilidad de los objetos inanimados, y tras obtener sentencia condenatoria, los de Taso echaron la estatua al mar, tal como les había sido ordenado.
Pero enseguida la tierra dejó de dar frutos, por lo que acudieron a Delfos para que el dios les diese una explicación. El dios, que todo lo sabe, no debía estar muy contento con la solución de la controversia, porque simplemente les dijo a través de la Pitia que “habéis echado en el olvido a vuestro gran Teágenes”. Así que recuperaron la estatua y la colocaron en su sitio, adorándole desde entonces como un dios.
La anécdota nos ilustra sobre muchas de las cuestiones de fondo y forma que rodean a este antiguo deporte de la destrucción de estatuas.
En primer lugar, Teágenes no debía ser olvidado en Tasos (como instaba el dios) mientras que en otros lugares su estatua tendría escaso sentido. Una estatua representa algo que los ciudadanos de un lugar pretenden honrar y celebrar, por distintos motivos vinculados, lógicamente, solo a ellos mismos. Esa misma estatua en otro lugar, con otra historia y otras preocupaciones, puede no transmitir nada, o puede incluso transmitir lo contrario. Una estatua de Churchill en algunas ex colonias del Reino Unido puede hasta ser ofensiva, porque lo que les vincula con él no es la lucha contra Hitler, sino el imperialismo. Mientras que en Londres, lo que por encima de todo recuerda es un momento histórico determinado que les une como país y consideran digno y útil recordar. Por supuesto esto mismo puede ocurrir en diferentes momentos de una misma sociedad. Las estatuas a los generales sudistas se erigieron en un tiempo en el que predominaban unos valores felizmente superados. Lo que entonces se celebraba, ahora avergüenza.
Pero lo que esta reflexión nos pone inmediatamente de manifiesto, es que es cada sociedad a quién compete, a través de los procedimientos democráticamente previstos, debatir y decidir qué erigir y qué derribar en un momento dado, no a ciertas personas sin encomendarse a Dios ni al diablo, simplemente porque ellas lo consideran conveniente. Algunos quieren demostrar ahora su enorme valor en relación a ciertos objetos inanimados (seguramente ese valor se hubiera agradecido antes al menos contra ciertos semovientes) pero en realidad lo que demuestran es su desprecio por las normas democráticas. No es de extrañar que por esa vía las estatuas caigan sobre sus cabezas, y también sobre las nuestras. Porque no es a Colón ni a Churchill al que derriban, muertos hace ya mucho tiempo y a lo que esto nada les importa, sino la consideración de que en ámbito público las decisiones no las toma el más violento, sino la mayoría democrática, a través de procedimientos democráticos. Lo irónico es que cuando la estatua caiga, y con ella nuestras normas de convivencia, nos demandarán por ello los hijos del infractor, los autollamados antifascistas.