Los impuestos de moda en España (y en la UE)

En el momento actual, de grave tensión presupuestaria, se reaviva el debate sobre los nuevos recursos y parece que en todos los foros se apunta a las mismas fuentes. Se buscan nuevas figuras impositivas que sean fácilmente aceptables por la sociedad, es decir, que se vendan bien, muchas veces sin tener en cuenta problemas que plantea su configuración o su escasa capacidad recaudatoria. No es popular recurrir a los impuestos de siempre, donde la recaudación está asegurada de una manera casi inmediata, como el IVA o el IRPF.

En España, el impuesto sobre el valor añadido, tiene una recaudación relativamente baja en comparación con los países de la Unión Europea, pero esto no se debe a que el tipo general del impuesto sea bajo, que no es el caso, sino a que hay un uso generalizado de los tipos reducidos y superreducidos, tal como nos recuerda, año tras año, la Comisión Europea en su informe del Semestre Europeo.

El impuesto sobre la renta de las personas físicas podría servir para estos fines, pero para ello es preciso que se incremente el gravamen de los tramos de la tabla dónde se encuentra la mayoría de los contribuyentes, es decir, entre 20.000€ y 60.000€, ya que es aquí donde se concentra la capacidad recaudatoria. Es decir, solo aumentando el impuesto de las rentas medias se consigue un efecto relevante en la recaudación. Desgraciadamente, no hay tantos “ricos” en España y aumentar los tipos marginales a rentas altas no aumenta mucho la recaudación.

Siempre está el impuesto sobre sociedades, pero incluso sin entrar en el debate sobre la conveniencia de gravar más la actividad económica en un momento tan delicado, hay una cuestión innegable, el impuesto de sociedades es un impuesto sobre los beneficios, es decir, se trata de un impuesto cíclico, si las empresas no ganan no pagan, así de fácil o de difícil de comprender.

También, se puede recurrir a los impuestos especiales, cuyo peso ha subido considerablemente en los últimos años, sobre todo el de los impuestos medioambientales. Generalmente, los impuestos especiales están destinados a desincentivar determinados comportamientos, como tradicionalmente han sido los de hidrocarburos, alcohol o tabaco o es el nuevo impuesto sobre los plásticos. En estos impuestos se produce una clara paradoja, si sirven a sus fines y desincentivan el consumo no recaudan, mientras que, por el contrario, si recaudan, no habrían servido al propósito que los justifica.

Hecho este breve repaso a los impuestos tradicionales llegamos a los nuevos impuestos de moda, el nuevo maná con el que se pretenden financiar los presupuestos, el impuesto sobre los servicios digitales, el impuesto sobre transacciones financieras o el mencionado impuesto sobre los plásticos. Se trata de impuestos que llevan aparejada una importante carga política, lo cual favorece sin duda su adopción, pero no siempre la deseable calidad técnica ni siquiera unas adecuadas estimaciones en cuanto a sus efectos y recaudación.

El impuesto digital, el denominado Google Tax, se anuncia como un impuesto destinado a hacer pagar a las empresas digitales su parte justa de impuestos, o tal como reza el nuevo mantra de la fiscalidad internacional, a que las empresas paguen sus impuestos allá dónde se generan sus beneficios. En España, el impuesto gravaría determinados servicios digitales, de manera muy similar a los que se están adoptando en numerosos países, siempre configurados como temporales, hasta que se llegue a un acuerdo “global” en la OCDE. La decisión sobre el establecimiento de estos impuestos debe de tener también en cuenta que Estados Unidos ha abierto una investigación a nueve países, entre ellos España, que podría dar lugar a la imposición de aranceles comerciales. Hay que recordar que Francia retrasó la imposición del impuesto digital tras la amenaza de Estados Unidos de imponer aranceles al vino y otros productos franceses.

El impuesto sobre transacciones financieras, heredero de la tasa Tobin, que tras cerca de diez años no consigue aprobarse en la UE, gravaría las transacciones sobre acciones españolas, y sobre determinados derivados, por lo que puede encarecer la inversión en España.

Finalmente, el nuevo impuesto sobre los plásticos, con el que se quiere gravar cualquier producto de plástico no reutilizable que sirva como envase, con un tipo impositivo relativamente alto, de 0,45 euros por kilogramo.

Pues bien, con los tres impuestos anteriores, la recaudación estimada se sitúa en torno a 2.500 millones de euros (968 millones de euros el impuesto digital, 850 millones de euros el impuesto sobre transacciones financieras y 724 millones de euros el impuesto sobre los plásticos) es decir, algo menos del 1,2% de los ingresos tributarios del año 2019, que según el informe anual de la AEAT se elevaron a 212.808 millones de euros, y esto sin contar con que se trata de impuestos deducibles del impuesto sobre sociedades, por lo que reducirán la recaudación del impuesto de sociedades hasta en la cuarta parte de la cifra anterior. Claramente, mucho ruido para tan pocas nueces.

Por otro lado, España mira a Bruselas donde ha comenzado la discusión sobre el nuevo marco financiero plurianual, que determinará en presupuesto de la UE para los próximos 7 años. Se pretende aprobar un presupuesto más flexible, que dote de mayor autonomía a la UE, para que sea capaz de reaccionar con la rapidez y flexibilidad que le piden los ciudadanos en situaciones críticas como la actual.

Para reforzar el presupuesto se plantean nuevos recursos propios que en gran medida nos suenan familiares. El primero es el impuesto digital, es decir, el mismo que el español, para el que se hace una estimación de recaudación de 1.300 millones de euros anuales, el mecanismo de ajuste en frontera de las emisiones de carbono (“Carbon Border Tax”), mediante el que se recuadrarían de 5.000 a 14.ooo millones de euros anuales y reciénteme se ha planteado un impuesto sobre las multinacionales que se benefician del mercado único (“Sigle Market Tax”), que podría generar, “en función de su diseño”, unos 10.000 millones de euros.

Es decir, está por un lado el impuesto en frontera sobre el carbono, de una lógica impecable, ya que gravaría las importaciones de productos fabricados bajo unos estándares climáticos más bajos, para que las empresas europeas puedan competir, pero complicado en su diseño y de dudosa compatibilidad con las normas internacionales que regulan el comercio. El nuevo Sigle Market Tax, sobre el que hay muy poca claridad, pero que podría ser un impuesto sobre los ingresos de las empresas que facturen más de 750 millones de euros, dado que se entiende que se benefician en mayor medida del mercado único, y deben contribuir, también en mayor medida, a su financiación. Finalmente, nos volvemos a encontrar con el impuesto digital, con una estimación de recaudación que nos hace sospechar que la española puede ser demasiado alta, y que lógicamente, de establecerse, se podrá exigir solo una vez, si es un recurso de la UE no podrá ser un recurso de España.

Parece claro que a la hora de aumentar la financiación los estados buscan nuevas figuras tributarias, de fácil venta política, pero no exentas de problemas, muchas veces su capacidad recaudatoria es dudosa, plantean dificultades técnicas evidentes, doble imposición en la mayoría de los casos y, por si fuera poco, el popular impuesto digital se propone por duplicado. Mucho nos tememos que finalmente se recurrirá a los impuestos de siempre aumentando la presión de aquellos bien conocidos, que acaban, de nuevo, gravando a la clase media trabajadora.