Inmigrantes: en la esquina de la Pandemia

La imparable extensión de esta plaga, nada bíblica, que a todos nos ha regalado algunas dosis de aturdimiento, alcanzo a imaginarla como un enorme tablero repleto de figuras de ajedrez. Sobre su superficie, las figuras se afanan por creerse dueñas de sus movimientos y, a la vez, por seguir jugando su papel, más o menos definido, en la partida de la vida. Pero quienes tenemos el privilegio de dedicarnos al “acompañamiento” de personas, hemos ido descubriendo durante estos meses ciertos habitantes de nuestras poblaciones (piezas individuales) que no encajan en la partida. Muchos de ellos no pertenecen a ningún colectivo y escapan a las clasificaciones de los expertos, a las “intervenciones sociales”, a las imágenes de trazo grueso de  nuestros noticieros, o no encajan en las redes de ayuda que tan valiosamente gestionan organizaciones y voluntarios por toda nuestra geografía.

Una gran maraña de asociaciones e instituciones que se afanan por alejar a miles de personas de la sutil línea invisible que a todos nos separa de la marginación social. Por suerte, su trabajo se ha ido especializando en estos últimos años; se les ha ido dotando de medios, se ha ganado en formación,  en presencia, en profesionalidad. Personas que han luchado sin descanso estos últimos meses, tratando de sobreponerse al despiste generalizado y haciendo de escudo protector, intentando evitar que las figuras más frágiles de este tablero se vieran derribadas.

Nombres que consigo identificar en mi memoria, y a los cuales debemos mucho por su diario ejercicio de contención de la desesperanza, de mitigación de daños y, también, de pacificación social. Sin embargo, tanto esfuerzo reparador, tanto brochazo de alivio, no consiguen aún llegar a las esquinas del tablero: allí habitan personas, la mayoría jóvenes aún, que patean a diario las calles de nuestras poblaciones con un puñado de esperanzas mal sostenidas.

Porque tanto esfuerzo de organizaciones y gentes de buena voluntad, se topan (dicho desde nuestra sencilla experiencia) con altas dosis de burocratización, y carecen muchas veces de agilidad en la respuesta. Nos ocurrió durante los días más duros del confinamiento: ni siquiera las organizaciones más cercanas, conseguían responder con celeridad a las emergencias alimentarias: tres días tardaron en proporcionar alimento a un “piso patera”  con cinco varones que llevaban una semana comiendo solo arroz, desde que se dio un aviso urgente (por poner un ejemplo de primera mano).

En medio de esta locura de emergencias cotidianas, la gente no sólo ha necesitado comer; también el miedo ha hecho estragos; y el hacinamiento, la soledad, el sedentarismo. Bofetadas que no a todos nos han dolido por igual. El famoso “quédate en casa” no suena igual en cada casilla de este tablero deforme. Porque nuestra economía  (nunca tan mala) se nutre de una bolsa de actividades “aformales”: quienes malviven de todos estos trabajos tan necesarios para el funcionamiento de nuestro sistema, han sido los grandes vapuleados por esta patada que un virus le ha dado al tablero social:

“¿Crisis? Tú no sabes lo que es crisis. ¡Mira esos coches, mira los supermercados!”, bromean los africanos en Madrid.

En la esquina del tablero, los que no alcanzan ni a ser peones, solo con volver a oir la palabra “confinamiento”,  se estremecen. Porque ellos, los “aformales” de este país, tienen que salir a buscarse la vida cada día (de lunes a lunes). Ellos no engrosan las estadísticas, no son conscientes de pertenecer a ningún colectivo, no entienden de derechos ni de ayudas oficiales, ni se sienten más olvidados que cualquier “aformal” del resto del planeta.

Conservan sus nombres, y aún se levantan todos los días movidos por un afán incombustible que dibuja una vida mejor que la de sus padres:

Williams “saltó la valla” hace cinco años; por fin tenía cita para conseguir su documentación el pasado mes de abril. El confinamiento paralizó su proceso y su oferta de trabajo caducó. A pesar de volver a la casilla de salida, no desfallece: el próximo lunes comienza con muchas ganas un trabajo (informal, por supuesto, y claramente “indefinido”) con el que ayudará a mantener a su familia. No siempre consigue mantener el ánimo intacto.

También Oxana llegó un día, en este caso huyendo de Rusia. Su tarjeta de solicitante de asilo le permite trabajar sirviendo en una céntrica terraza, a pesar de ser licenciada en su país. Pide al cielo que no vuelvan a cerrar los restaurantes. Su porte menudo no le resta carácter y capacidad para luchar en medio de una sociedad tan diferente. No sabe en qué posición del tablero juega, pero está segura de que podrá sobrevivir si lo consiguió en su Siberia natal. Es consciente de que llegó en mal momento, pero eso no lo elige uno, ¿verdad?

Irvin decidió dejar su trabajo en San Salvador antes de que las “maras” acabasen con su vida por negarse a ser reclutado, en una de las ciudades más violentas del mundo. Llegó a Barajas hace dos años ya. Conocer el idioma le ha facilitado el aterrizaje, pero no ha sido suficiente para conseguir un trabajo formal. Pese a que su documentación le permite trabajar, y su formación de administrativo le otorgan buena presencia y habilidades sociales, apenas se mantiene con los 30 euros que consigue el día que le llaman para repartir miles de folletos de la  publicidad que riega nuestros portales (saliendo de casa a las 6 de la mañana y regresando doce horas después). Sigue pensando, sin perder la sonrisa, que puede encontrar algo estable que le permita pagar su habitación sin sobresaltos cada mes.

A ninguno de los tres les gusta escuchar las Noticias, esas que hablan de un futuro económico más que oscuro para nuestras gentes. Porque cuando llegan a casa después de trabajar para mantenerse en pie, solo les alivia tirarse a escuchar alguna bachata, a Yelemba d’Abidjan o música de Sakha con aires kazajos. No son un grupo, pero tienen algo en común: aspiran a ganarse la vida con un trabajo con el que apuntalar una dignidad más que frágil.

Miles de historias personales en las que detenerse desde su propios espacios: porque desde que somos buenos profesionales, citamos a la gente en el despacho; un día empezamos a no tener tiempo para patear las calles y sucumbimos al poder inmenso del ordenador (gran herramienta ) y nuestro “acompañamiento” se paralizaba cuando el ordenador se quedaba bloqueado.

“La calle” es un concepto, no un espacio. Es como “el cielo” en la teología cristiana, no es un lugar. Y es este el medio natural en el que se mueven las personas en su lucha diaria, y se contrapone a  “mi despacho”, a donde quizás algún día acudan. Para poder dejar de ignorar las esquinas de esta pandemia tan desigual, el mejor ejercicio que en justicia me impongo, es el de alcanzar a llegar hasta allí, donde tanto ignorado sueña con una oportunidad justa. Y en esos rincones, los rostros tienen nombres, las casillas del tablero se llaman como las calles de mi ciudad, y cada persona me pregunta expectante si no habrá un trabajo para ella: más allá de los salarios mínimos, los REMI, las horas extras remuneradas y demás conceptos que una minoría privilegiada maneja.

NOTA: si algún amable lector conoce de algún trabajo para nuestros protagonistas, escriba al correo de la fundación, que lo trasladará al autor info@fundacionhayderecho.com