¿Hacia el fin de la indemnización por despido tasada? Sobre la sentencia del Juzgado de lo Social nº26 de Barcelona de 31 de julio de 2020

Durante 40 años, el Estatuto de los Trabajadores ha reglamentado una indemnización por despido tasada, en función de dos criterios: la antigüedad y el salario; a saber, los célebres 45 días de salario por año de servicio con el tope de 42 mensualidades, que la reforma laboral de 2012 redujo a 33 días de salario por año de servicio con el tope de 720 días. Tan mecánica es la operación aritmética, que el propio Consejo General del Poder Judicial pone al servicio de la ciudadanía en su página web una herramienta de cálculo de indemnizaciones por despido, que es ampliamente utilizada por operadores jurídicos y por ciudadanos con interés, o mera curiosidad, en conocer cuál es o sería su indemnización en caso de despido.

Pues bien, semejante facilidad y automatismo podría tener sus días contados si prospera, se confirma o sencillamente se extiende, el criterio de la sentencia del Juzgado de lo Social nº26 de Barcelona de 31 de julio de 2020. Los argumentos de la sentencia son dignos de examen, por cuanto podrían generar una auténtica convulsión en el mundo del derecho laboral.

El caso trata sobre el despido de un empleado que es despedido con tan sólo 7 meses de antigüedad, por lo que le habría correspondido, como indemnización legal estatutaria, apenas 19 días de salario (la prorrata de 33 días por año), resultando un importe indemnizatorio de 2.550 euros. Pues bien, el juez estima que tal indemnización legal no puede considerarse adecuada ni mínimamente disuasoria y eleva la misma al equivalente a 9 meses de salario, hasta los 60.000 euros. Como se puede observar, la empresa ha sido condenada a una indemnización 23 veces superior a la indemnización legal prevista en el Estatuto de los Trabajadores; o, desde otro punto de vista, se concede al trabajador una indemnización equivalente a la que habría tenido un empleado con 8 años de antigüedad, a pesar de llevar en la empresa tan sólo 7 meses.

El argumento jurídico que invoca la sentencia para fundamentar el incremento del monto indemnizatorio es el control de convencionalidad del artículo 56 del Estatuto de los Trabajadores, en relación con el artículo 10 del Convenio nº158 de la OIT, el cual ha sido ratificado por España. Sostiene que las normas internacionales son directamente aplicables y prevalecen sobre cualquier norma de nuestro ordenamiento interno, incluso de rango legal, como el Estatuto de los Trabajadores. Asimismo, a diferencia del control de constitucionalidad –que queda reservado en exclusiva al Tribunal Constitucional–, para el control de convencionalidad son competentes los órganos judiciales ordinarios de cualquier rango. Eso sí, en caso de apreciar discordancia entre la norma interna (artículo 56 del Estatuto de los Trabajadores) y la internacional (artículo 10 del Convenio nº158 de la OIT), no quedará afectada la validez de la norma interna –cómo sí ocurre en el control de constitucionalidad–, sino tan sólo su aplicación al caso concreto.

El artículo 10 del Convenio nº158 de la OIT establece que los órganos judiciales “tendrán la facultad de ordenar el pago de una indemnización adecuada u otra reparación que se considere apropiada“. A mayor abundamiento, los postulados del Convenio nº158 de la OIT han sido recogidos por el artículo 24 de la Carta Social Europea (CSE), en su texto revisado de 1996, el cual garantiza el derecho de los trabajadores despedidos sin razón válida a “una indemnización adecuada o a otra reparación apropiada“. Lo realmente llamativo radica en las decisiones que, como máximo intérprete de la CSE, ha emitido el Comité Europeo de Derechos Sociales (CEDS), y que son traídas a colación con acierto por la sentencia comentada.

Una de estas decisiones del CEDS fue adoptada el 11 de septiembre de 2019 y publicada el 11 de febrero de 2020, y versa sobre la impugnación por parte de un sindicato italiano de la reforma laboral implantada por Italia en 2015. El sindicato defendía que la reforma laboral italiana contravenía el artículo 24 del texto de 1996 de la CSE, fundamentándolo en que la indemnización quedaba predeterminada y topada y su monto se fijaba de manera estrictamente automática en función del único criterio de la antigüedad en la prestación de servicios y el salario – ¿les suena de algo? –. Este último extremo – en concreto, el inciso que establecía un montante igual a dos mensualidades de la última remuneración de referencia por año de servicio – fue declarado inconstitucional por la Corte Constitucional de Italia incluso antes de la decisión del CEDS, con base precisamente en la aplicación del artículo 24 de la CSE. Posteriormente el CEDS consideró igualmente contrarios al artículo 24 de la CSE los topes indemnizatorios previstos por la ley italiana.

La sentencia comentada del Juzgado de lo Social nº26 de Barcelona se apoya en su argumentación en una sentencia previa del Juzgado de lo Social nº34 de Madrid, de 21 de febrero de 2020, siendo esta última incluso más drástica por cuanto concluye que es nulo el régimen legal del despido improcedente en nuestro ordenamiento (artículo 56 del Estatuto de los Trabajadores y concordantes). El futuro dirá si este par de sentencias se quedan en algo anecdótico o bien son catalizadoras de un cambio radical en nuestro ordenamiento jurídico laboral. Esperaremos con sumo interés las sentencias que los Tribunales Superiores de Justicia de Madrid y Cataluña puedan dictar en los respectivos recursos de suplicación.

Por último, debemos aclarar que el Estado español aún no ha ratificado el Protocolo de Reclamaciones Colectivas de 1995, ni la Carta Social Europea revisada de 1996, por lo que técnicamente España aún no ha aceptado la jurisdicción del CEDS para la recepción de reclamaciones colectivas, si bien la situación podría cambiar en el futuro próximo una vez se complete el trámite de ratificación ya iniciado en 2019. Con ello en mente, no se nos pueden escapar las similitudes en materia de indemnización por despido entre la reforma laboral italiana de 2015, ya censurada por el CEDS, y la ley española. En este sentido, la posibilidad de que en España se llegue a abandonar la indemnización tasada por despido y los topes indemnizatorios, para pasar a un sistema dónde se analicen las circunstancias concretas de la persona despedida y de la empresa, a fin de fijar una indemnización que resulte adecuada y disuasoria en cada caso, podría no ser ya una cuestión de ciencia ficción, sino más bien una cuestión de tiempo.

La protección por incapacidad temporal frente al coronavirus: asimilación a accidente de trabajo, consideración como enfermedad profesional, ¿atajo para la conciliación?

La preocupación sobre qué hacer con los trabajadores que resultaban contagiados por el coronavirus fue de las primeras que afloraron al inicio de esta emergencia sanitaria. La respuesta no tardó en llegar. Tratándose de una enfermedad en muchos casos incapacitante, parecía ya obvio entonces que su cobertura debía quedar recogida dentro del ámbito de la acción protectora de la incapacidad temporal, regulada en el Capítulo V del Título II de la Ley General de la Seguridad Social (LGSS). Sin embargo, también surgieron las primeras dudas. ¿Se debía considerar la COVID-19 como enfermedad común o como contingencia profesional, sea accidente de trabajo o enfermedad profesional? Las implicaciones de una u otra opción no eran banales.

De considerarse enfermedad común, opción que parecía más inmediata tratándose de una pandemia que poca relación puede guardar con la actividad profesional concreta que se desarrolle, el trabajador sólo tendría derecho a la prestación económica por incapacidad temporal en caso de reunir un mínimo de 180 días de cotización dentro de los cinco años inmediatamente anteriores a la declaración de la baja médica (art. 172.a), LGSS). En ese caso, la prestación económica no empezaría a abonarse sino hasta el cuarto de baja. Pero desde ese día hasta el decimoquinto, el subsidio correría a cargo de la empresa, siendo a partir de entonces asumido por la Seguridad Social (art. 173.1, ibíd.). La cuantía de la prestación sería equivalente al 60% de la base reguladora desde el cuarto día hasta el vigésimo, éste incluido, y del 75% a partir de entonces y hasta su extinción (art. 171, ibíd.; art. 2, RD 3158/1966; art. único, RD 53/1980).

Alternativamente, de considerarse contingencia profesional, el derecho a la prestación económica no exigiría periodo de cotización previo (art. 172.b), LGSS) y se generaría a partir del día siguiente al de la baja, siendo abonado desde el principio por la Seguridad Social (art. 173.1, ibíd.). La cuantía de la prestación sería aquí del 75% desde el primer día y en tanto persista la situación de baja (art. 2 RD 3158/1966).

Pues bien, la decantación por una de estas alternativas vino de la mano del Real Decreto-ley 6/2020, de 10 de marzo, que en su artículo quinto optaba por considerar de forma excepcional las situaciones de baja por contagio de coronavirus como asimiladas a accidente de trabajo exclusivamente para la prestación económica por incapacidad temporal. Esta consideración también se extendía a las cuarentenas preventivas por contacto estrecho con una persona contagiada (art. quinto, RDL 6/2020).

La opción elegida tenía un punto de salomónico. La asimilación al accidente de trabajo permitía conferir una protección inmediata y más generosa que de haberse tratado como enfermedad común -pero menos que enfermedad profesional, como se verá más adelante-, mientras que restringirla exclusivamente a efectos de la prestación económica evitaba otras posibles consecuencias que la urgencia no permitía valorar (por ejemplo, las derivadas de la responsabilidad de la empresa por contingencias profesionales).

Posteriormente, el Real Decreto-ley 13/2020, de 7 de abril, sumaría a las situaciones asimiladas anteriores la de los trabajadores que, por haberse restringido las salidas del municipio en el que residiesen por las autoridades sanitarias, tuvieran impedido acudir al centro de trabajo situado en otro municipio (DF1ª, RDL 13/2020). Así sucedió, por ejemplo, en los municipios de Igualada, Vilanova del Camí, Santa Margarida de Montbui y Òdena, de la provincia de Barcelona, que estuvieron confinados del 12 de marzo al 6 de abril.

Más adelante, el Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, ampliaría de forma recíproca esta asimilación a los casos en los que el municipio afectado por esas restricciones fuese el del centro de trabajo. No obstante, esta previsión quedaría sin efecto al no ser convalidada por el Congreso de los Diputado la norma que la recogía –que no era otra que la que desarrollaba el polémico mecanismo de financiación municipal vinculado con los remanentes de las haciendas locales-, en un ejemplo más de la mala praxis legislativa, tan extendida en los últimos tiempos, de acumular en una misma iniciativa disposiciones que no guardan ninguna conexión material (DF10ª, RDL 27/2020).

En paralelo a esta protección otorgada con carácter general, el Real Decreto-ley 19/2020, de 26 de mayo, confería una acción protectora reforzada al considerar como contingencia derivada de accidente de trabajo, esta vez sí, a todos los efectos, el contagio por coronavirus del personal de centros sanitarios y sociosanitarios que hubiese estado expuesto de forma específica a este riesgo con motivo de la prestación de sus servicios (art. 9, RDL 19/2020).

Sin embargo, tan pronto fue aprobada, esta previsión fue objeto de dos críticas. La primera era su ámbito subjetivo, que dejaba fuera no sólo a otros profesionales expuestos directamente al riesgo de contagio (por ejemplo, agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad o funcionarios de prisiones), sino también al personal sanitario y sociosanitario que no presta servicios en centros hospitalarios, residenciales o sociales (por ejemplo, técnicos de laboratorio, dentistas o cuidadores de servicios de asistencia domiciliaria).

La segunda era su vigencia, puesto que restringía esta protección reforzada a los contagios que se produjesen hasta un mes después de la finalización del estado de alarma (art. 9.2, ibíd.) y a los fallecimientos que se diesen en los cinco años siguientes a esa fecha como consecuencia del tal contagio (art. 9.3, ibíd.). Esta duración fue posteriormente extendida por el ya mencionado Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, a todos los contagios ocurridos desde el 1 de agosto hasta que las autoridades sanitarias levanten todas las medidas de prevención adoptadas para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 (DF8ª, RDL 27/2020), pero su no convalidación ha hecho que decaiga, como en el caso anterior.

Contagio por coronavirus como enfermedad profesional, una reclamación justificada que no termina de cumplirse

Sin perjuicio de estos avances, desde diferentes ámbitos profesionales se ha venido reclamando que el contagio por coronavirus se reconozca como enfermedad profesional a todos los efectos. Se entiende por enfermedad profesional la contraída a consecuencia del trabajo ejecutado en las actividades que figuren en el cuadro que reglamentariamente sea aprobado por el Gobierno y que estén provocadas por la acción de los elementos o sustancias que en el citado cuadro se indiquen para cada enfermedad profesional (art. 157, LGSS).

Una definición que, como señalan los propios colectivos afectados, se corresponde con la situación diaria de los profesionales que trabajan en servicios sanitarios y sociosanitarios, así como los agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad o los funcionarios de prisiones, que en todos los casos están directamente expuestos al riesgo de contagio por razón de su actividad profesional o de su servicio público.

La consideración como enfermedad profesional lleva aparejada unas consecuencias protectoras reforzadas; razón que, por otros motivos, puede a la vez explicar por qué no se optó por la misma desde un primer momento ni siquiera para estos colectivos. Entre ellas, la no prescripción  de  la  acción  protectora con independencia del tiempo transcurrido siempre que se acreditase que la incapacidad resultante está relacionada con la enfermedad profesional, así como la posible aplicación de recargos sobre las prestaciones de la Seguridad Social derivadas de dicha contingencia o el derecho a una indemnización por fallecimiento, en ambos casos, determinadas en función de la responsabilidad que fuese imputable al empleador.

Lo cierto es que, más allá de ser la opción expresamente elegida por el legislador, no parecen existir argumentos fundados para negar a los profesionales antes mencionados el reconocimiento de la COVID-19 como enfermedad profesional. De hecho, el Real Decreto 1299/2006, de 10 de noviembre, por el que se aprueba el cuadro de enfermedades profesionales en el sistema de la Seguridad Social y se establecen criterios para su notificación y registro contempla entre las mismas las enfermedades causadas por agentes biológicos y, dentro de estas, las enfermedades infecciosas causadas por el trabajo de las personas que se ocupan de la prevención, asistencia médica y actividades en las que se ha probado un riesgo de infección. Entre ellas, se incluye al personal sanitario y auxiliar, personal de laboratorio, personal no sanitario o de cuidados en centros, residencias o a domicilio, odontólogos, funcionarios de prisiones y agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (Anexo I, grupo 3, agente A, subagente 01, RD 1299/2006).

Con más detalle, el Real Decreto 664/1997, de 12 de mayo, sobre la protección de los trabajadores contra los riesgos relacionados con la exposición a agentes biológicos durante el trabajo, desarrolla qué enfermedades infecciosas en concreto se consideran profesionales a los efectos de la acción protectora de la Seguridad Social. Pues bien, entre ellas se recoge expresamente las causadas por virus de la familia Coronaviridae, esto es, los coronavirus como el SARS- CoV-2 (Anexo II, RD 664/1997). Por tanto, a salvo de la disposición prevista en el Real Decreto-ley 19/2020, de 26 de mayo, cabría incluso interpretar que la COVID-19 ya está efectivamente recogida en nuestra normativa como enfermedad profesional.

Por si esto no fuera suficiente, en el ámbito de la Unión Europea la reciente Directiva (UE) 2020/739 de la Comisión, de 3 de junio de 2020, incorpora de forma expresa el SARS-CoV-2 como agente biológico entre los patógenos humanos conocidos del listado de la Directiva 2000/54/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 18 de septiembre de 2000, sobre la protección de los trabajadores contra los riesgos relacionados con la exposición a agentes biológicos durante el trabajo (el equivalente comunitario a nuestro RD 664/1997). La nueva Directiva mandata a los Estados miembros a llevar a cabo su transposición como muy tarde el 24 de noviembre de 2020.

De todo lo anterior, por tanto, sólo cabría concluir que, preferiblemente dentro de la fecha establecida por la normativa comunitaria, procedería que la normativa española reconozca definitivamente la COVID-19 padecida por los profesionales antes citados (sanitarios, sociosanitarios, funcionarios de prisiones, agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, etc.) como enfermedad profesional a todos los efectos. Un reconocimiento que podría a su vez derivar otras consecuencias por analogía, como sería el reconocimiento del fallecimiento de los agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad a causa de la COVID-19 como producido por acto de servicio o a consecuencia del mismo, a los efectos de las disposiciones previstas en el Régimen de Clases Pasivas del Estado.

¿Considerar la necesidad de conciliar por cuidados familiares como una incapacidad temporal “indirecta”?

La protección por incapacidad temporal ha acabado irrumpiendo a colación de un debate en el que no cabía esperarla, como es el de las dificultades de muchas familias para conciliar en esta segunda ola de la pandemia de COVID-19 que se viene manifestando durante las últimas semanas en nuestro país y que está coincidiendo, para mayor preocupación, con el inicio del nuevo curso escolar.

El problema actual radica en el hecho de que, ante un eventual rebrote de coronavirus en un aula, por ejemplo, los padres quedarían cubiertos por una acción protectora en caso de que su hijo fuese el contagiado –en concreto, como se explicó al principio de este artículo, se les reconocería una suspensión del contrato de trabajo con derecho a la prestación de incapacidad temporal como consecuencia de tener que guardar cuarentena por contacto estrecho con una persona contagiada, en este caso su hijo–, pero no así si el hijo debiese permanecer por tales circunstancias en el domicilio y no dispusiese de una PCR positiva, porque estuviese pendiente de resultados o porque éstos hubieran sido negativos. Los problemas concretos que se derivan de este hecho, así como las carencias de los instrumentos actualmente previstos en nuestro ordenamiento, han sido recientemente analizadas con más detalle por Ignacio Fernández Larrea, autor habitual de este medio, por lo que tan sólo recorreré de nuevo aquellos aspectos más relevantes.

En estas circunstancias, únicamente resultarían aplicables medidas, contempladas ambas en el Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo. En primer lugar, el recurso al trabajo a distancia, cuya prestación se considera preferente siempre si ello es técnica y razonablemente posible y si el esfuerzo de adaptación necesario resulta proporcionado (art. 5, RDL 8/2020). En segundo lugar, los trabajadores que acrediten deberes de cuidado respecto de su cónyuge o pareja de hecho, de sus hijos o de familiares dentro del segundo grado por circunstancias relacionadas con la COVID-19 pueden acogerse al Plan MECUIDA, que consiste en un derecho a la adaptación y/o reducción de la jornada de trabajo, que puede alcanzar hasta el 100% en supuestos justificados (art. 6, RDL 8/2020).

No obstante, estas medidas plantean algunas limitaciones. La primera, quizá la más inmediata, es su vigencia, que después de ser ampliada por el Real Decreto-ley 15/2020, de 21 de abril, tiene fijada su finalización para el 21 de septiembre (art. 15, RDL 15/2020), por lo que decaerá si no se aprueba de manera urgente su prórroga. En segundo lugar, como es obvio, ni todas las actividades ni, dentro de éstas, todas las tareas, se pueden prestar con teletrabajo. Asimismo, aunque siempre sea posible la reducción de la jornada de trabajo, esta lleva aparejada una disminución proporcional del salario que muchos trabajadores no pueden permitirse. Por último, pero no menos importante, estas medidas dejan fuera a los autónomos, para quienes no es posible, por la naturaleza de su régimen de actividad, aplicar la figura de la reducción de jornada.

Teniendo esto presente, desde el Gobierno se ha planteado la posibilidad de ampliar excepcionalmente la protección por incapacidad temporal para dar cobertura a estas necesidades de conciliación por deberes de cuidado, como si esta contingencia generase una suerte de incapacidad temporal “indirecta” para el trabajador. Aun cuando en abstracto pueda resultar sugestiva, existen importantes dificultades para materializar esta propuesta que en todo caso haría necesaria una profunda adaptación previa.

Como ha señalado Carlos Javier Galán, también autor habitual de este medio, el actual procedimiento de reconocimiento de la incapacidad descansa sobre el criterio de un facultativo médico que se limita a evaluar la concurrencia de factores relacionados con la salud, por lo que no parece procedente su intervención en este supuesto. Por no hablar de que, por la lógica de su naturaleza, la situación de incapacidad temporal, mientras persista, es incompatible en todo punto con el trabajo por cuenta propia o ajena, lo cual quizá no sea deseable en estos casos, en los que el trabajador puede necesitar conciliar tan sólo parte de la jornada, algo también preferible desde el punto de vista de la corresponsabilidad de cuidados.

Sobre el indulto a los presos del procés y el conflicto de intereses

En el debate en las Cortes sobre la reforma del indulto presentada por el grupo socialista a finales del 2016 (todavía quedaban algunos meses hasta el pistoletazo de salida de la famosa sedición) el diputado socialista proponente, Sr. Campo Moreno, afirmaba que “hay que volver a una cierta exigencia de motivación, que al menos podría dar lugar a un control siquiera formal sobre su existencia, lo que supondría un freno a la arbitrariedad”. Esta propuesta fue entusiásticamente apoyada por el diputado Joan Tardá, de Esquerra Republicana, que manifestó la necesidad de “exigir un razonamiento extensivo de las razones que promueven el indulto por parte del Gobierno” (Diario de sesiones del Congreso del 14 de febrero de 2017, n.º 29).

Hay que ver qué rápido cambian las cosas en política. Como señalaba nuestro inmortal Gracián hace casi cuatro siglos: “no hay que ir por generalidades en el vivir ni intimar leyes precisas al querer, que habrás de beber mañana el agua que desprecias hoy” (Oráculo manual, aforismo 288). Porque, indudablemente, la esperanza del Gobierno (en su caso) de indultar a los presos del procés, pasa necesariamente por las dificultades que la legislación vigente presenta para el control jurisdiccional de la discrecionalidad del indulto. De hecho, si la propuesta del PSOE apoyada por Esquerra (que ya analizamos en este blog en su momento) hubiera prosperado (truncada definitivamente por las elecciones de abril de 2019) entonces las posibilidades actuales de obtener un indulto para este caso hubiesen descendido drásticamente.

Efectivamente, en la actualidad los tribunales tienen muy limitado ese control. Desde la pionera sentencia de 21 de mayo de 2001, el Tribunal Supremo señala que el control que la jurisdicción contenciosa administrativa puede ejercer sobre el tipo de acto que aquí se trata se encuentra limitado a los aspectos formales de su elaboración, concretamente a si se han solicitado los informes que la ley establece como preceptivos.

Ahora bien, en la sentencia de 20 de noviembre de 2013 el Tribunal Supremo matizó su doctrina de manera ciertamente relevante (como analizamos aquí en este post de Lucas Blanque). Con el entonces voto en contra del Sr. Lesmes (seguramente también en la política togada cambian las cosas velozmente) el Tribunal Supremo exigió al Decreto de indulto la expresión de una fundamentación específica que, precisamente y a pesar de los informes contrarios al indulto, permita sustentar en razones de justicia, equidad o conveniencia social (Exposición de Motivos de la Ley de 1870) la decisión del Gobierno de indultar a una persona determinada. De tal manera que el Tribunal podría enjuiciar “si la decisión adoptada guarda “coherencia lógica” con aquellos, de suerte que cuando sea clara la incongruencia o discordancia de la decisión elegida (basada en las expresadas razones legales de “justicia, equidad o utilidad pública”), con la realidad plasmada en el expediente y que constituye su presupuesto inexorable, “tal decisión resultará viciada por infringir el ordenamiento jurídico y más concretamente el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (…)”.

No parece que el cambio de doctrina haya impresionado a los Gobiernos (de distinto signo) que desde entonces se limita a incluir en los Decretos una formulita del tipo “Visto el expediente de indulto de XXX (…), en el que se han considerado los informes del Tribunal sentenciador y del Ministerio Fiscal, [y] estimando que, atendiendo a las circunstancias de la condenada, concurren razones de justicia y equidad”.

La fórmula es una burla manifiesta y su utilización en el caso de los presos del procés podría ser peligrosa. ¿Qué vías abiertas tiene entonces el Gobierno si quisiera indultarlos? Obviamente, no va a explicar que indulta a los presos para conseguir el apoyo de sus grupos parlamentarios a sus presupuestos (si tal fuera el caso). Semejante cosa caería de lleno en un palmario conflicto de intereses (por utilizar una terminología privatista) al viciar la posición del Gobierno para la valoración imparcial de los intereses generales de justicia, equidad y utilidad pública que justifican el indulto, por lo que semejante arbitrariedad sería con toda probabilidad controlable jurisdiccionalmente. El caso es cómo alegar otro motivo de manera convincente cuando los implicados se resisten a retractarse y manifiestan que si tuviesen oportunidad volverían a repetir el delito de sedición.

El Gobierno podría alegar que razones de conveniencia política para conseguir la paz social en Cataluña justifican la medida, sin explicar en absoluto en qué consisten. En mi opinión tal explicación sería suficiente desde el punto de vista jurídico (no así, desde luego, si hubiera prosperado en su momento la propuesta socialista comentada al principio de este post y menos aún la del razonamiento extensivo de Esquerra Republicana de Catalunya). Con la redacción actual los Tribunales actuales no tienen capacidad para cuestionar semejante explicación, aun cuando consideren que la de los presupuestos es la única convincente.

Otra cosa es, por supuesto, si tal explicación es suficiente a efectos políticos, o, por el contrario, los ciudadanos merecen que se les señalen las razones detalladas que justifican dejar sin efecto una condena penal originada por el atentado más serio que ha sufrido nuestra democracia en los últimos años (en definitiva, el razonamiento extensivo que pedía Joan Tardá). Pero eso, como tantas cosas en una democracia, debe quedar al prudente juicio de los electores, y no de los jueces.

 

Crédito público y segunda oportunidad en el Texto Refundido Ley Concursal (A propósito del Auto del Juzgado Mercantil nº 7 de Barcelona, de 8 de septiembre de 2020).

La aplicación judicial del régimen de segunda oportunidad o de la exoneración del pasivo insatisfecho no deja de generar titulares. De nuevo un juzgado de Barcelona se ha estrenado en una interpretación “original” que, a mi juicio, vuelve a inundar el sistema de inseguridad jurídica, esa que el Texto Refundido de la Ley Concursal, (TRLC) pretendió evitar.

Ciertamente hay normas que no gustan, como la contenida en el art. 491 TRLC que niega la posible exoneración del crédito público para todo deudor persona física concursado, ya se acoja a plan de pagos o no. Lo he dicho muchas veces en este blog: sin exoneración de crédito público el sistema será restrictivo y no cumplirá la finalidad para la que fue creado que es la de recuperar al deudor, particularmente el empresario para que vuelva a emprender y crear puestos de trabajo. Ahora bien, este cambio lo tiene que hacer el legislador y no los jueces, por más que el resultado que promueven con sus excesos interpretativos sea el deseable. Me explico.

Como ya adelanté en este post, en este punto el TRLC “innova” respecto de la regulación contenida en el art. 178 bis de la Ley Concursal (LC) que permitía al deudor que no se acogía al plan de pagos exonerarse el crédito público ordinario y subordinado. Esta posibilidad no la tenía el deudor que se acogía al plan de pagos que no podía exonerarse el crédito público en ningún caso. Existía una discriminación negativa al deudor que se acoge al plan de pagos que era censurable. En 2015 cuando se aprobó el art. 178bis se quiso diseñar un régimen restrictivo. Y estaba muy clara la voluntad de discriminar al deudor que se acoge a plan de pagos no solo por el distinto tratamiento del crédito público, sino también por los requisitos más exigentes que el art. 178 bis.5º LC establecía. No había duda interpretativa al respecto sobre la voluntad de dificultar la segunda oportunidad al deudor que se acogía al plan de pagos, algo que yo he criticado repetidamente.

Esta discriminación que claramente se deducía del art. 178bis.5 LC no le pareció adecuada al TS que, tal y como expliqué aquí, en la sentencia (plenaria) de 2 de julio de 2019 decidió que también el deudor que se acoge al plan de pagos podía exonerarse el crédito público ordinario y subordinado. Y ello a pesar de que -claramente- el art. 178 bis.5 LC decía lo contrario. No había contradicción ni problema de interpretación: el legislador discriminaba negativamente al deudor que se acogía al plan de pagos. El TS, a mi juicio, se excedió en la sentencia citada, manteniendo una interpretación manifiestamente contraria al tenor del art. 178bis.5 LC.

Como consecuencia del “exceso interpretativo” del TS en la sentencia citada, en el TRLC se acaba con esa discriminación entre deudor que se acoge al plan de pagos y el que no lo hace y ahora NINGÚN deudor puede exonerarse el crédito público. El TS creó un problema de interpretación donde no lo había y por eso provocó la reacción del Gobierno (por delegación) restringiendo aún más el sistema. Difícilmente se puede calificar de “exceso ultra vires” a la norma del art. 491 TRLC sin hacer lo propio con la sentencia del TS citada. De no haber existido este pronunciamiento del TS apuesto que el art. 491 TRLC no tendría la redacción actual. En definitiva, un “exceso interpretativo” del TS provoca un “exceso regulatorio” en los elaboradores del TRLC.

Y ¿qué exceso prevalece? El Texto refundido supone la interpretación de la ley que hacen las Cortes por delegación al Gobierno y prevalece sobre interpretaciones anteriores de la norma por el TS, sobre todo cuando la interpretación que hizo el TS fue forzada, alambicada y no se deducía de la norma legal.

¿Qué hace el juez titular del Juzgado Mercantil nº 7 de Barcelona en el auto de 8 de septiembre de 2020?

En este auto el juez no aplica una norma vigente (art. 491 TRLC) porque entiende que ha habido exceso ultra vires respecto de la delegación otorgada para hacer la refundición. Según el auto, el art. 491 TRLC impide que todo deudor se exonere del crédito público y ello en contra del art. 178 bis.3.4º LC que permitía a deudores que no se acogían a un plan de pagos exonerarse el crédito público ordinario y subordinado.

Se considera que el art. 491 “altera por completo una norma clara e indiscutida del sistema llamado a refundir, regula de manera contraria a la norma vigente los efectos de la exoneración, alterando con ello el difícil equilibrio de derechos que regula dicho sistema y por tanto la igualdad de trato de los acreedores, sin que esta alteración pueda ser, de una manera muy clara, considerada una aclaración regularización o sistematización de la norma vigente”.

En vista de lo cual, considera aplicable el art. 178bis.5 LC, pero interpretado según la sentencia del TS de 2 de julio de 2019, es decir, permitiendo al deudor que se acoge al plan de pagos exonerarse de todo el crédito público ordinario y subordinado.

Es cierto que se admite que el control de legalidad de los decretos legislativos puede ser llevado a cabo por la jurisdicción ordinaria (art. 6 LOPJ y art. 1 LJCA), y ello supone un reproche de un juez a la actuación de un poder ejecutivo que ha actuado con el aval del Consejo de Estado. Por ello este mecanismo de censura por parte del juez ordinario debe ser un mecanismo de última instancia, aplicado exclusivamente en el supuesto de que por vía interpretativa no sea posible una acomodación de la norma al ordenamiento jurídico conforme señala el art.5.3 de la LOPJ, a la hora de establecer el juicio de reproche sobre la legalidad ordinaria.

Y esto no se ha hecho en el auto citado. No se aplica el TRLC y en su lugar tampoco se aplica la LC sino una interpretación jurisprudencial de la norma llevada a cabo por la sentencia (plenaria) del TS (de 2 de julio de 2019)  que es precisamente lo que el TRLC ha querido evitar. El TS prescindió del art. 178 bis.5 LC y en el TRLC se prescinde del art. 178 bis.3.4º LC.

Si se admite el exceso interpretativo del TS debe admitirse el del TRLC. Lo que no cabe es que este auto censure el exceso de delegación en el TRLC y aplique el exceso interpretativo del TS. Todo es un contrasentido.

Yo entiendo que tiene que prevalecer el TRLC y lo que ha hecho este juez es generar una inseguridad jurídica injustificada en un momento muy complicado. Los excesos interpretativos solo generan problemas y este es un buen ejemplo de ello.

Muchos aplauden este auto porque favorece al deudor, pero a veces lo que ayuda a unos, daña al sistema. No puede ser que el TRLC lo apliquen unos jueces y otros no, partiendo de sus convicciones personales. La seguridad jurídica es un imperativo constitucional que se pone en riesgo en resoluciones judiciales como esta.

Esperemos que de una vez por todas y con ocasión de la transposición de la Directiva de insolvencia se aclare esta cuestión y el legislador asuma el sacrificio del crédito público para recuperar al deudor insolvente de buena fe. Esta pandemia va a dejar por el camino a muchos empresarios insolventes de buena fe que merecen ser rescatados y que el Estado no sea quien cave su tumba. No hay obstáculo en la regulación europea de ayudas de Estado para que sea exonerable el crédito público. Pero esto lo tiene que decidir el legislador y no los jueces. Así es como funciona nuestro Estado de Derecho que tanto defendemos en este blog.

Fallo de país

* Una versión anterior de este artículo fue publicada como Tribuna en El Mundo y puede encontrarse aquí.

 

La nueva oleada del coronavirus (o de rebrotes, si se prefiere) ha vuelto a poner de manifiesto los graves problemas de falta de capacidad de gestión que tiene España como Estado y que es urgente resolver de una vez si queremos enfrentarnos con alguna garantía, no ya a la pandemia, sino a cualquiera de los numerosos retos que, desde la digitalización al calentamiento global, tenemos encima de la mesa. Además, es imprescindible si queremos aprovechar la oportunidad histórica para reformar España que representan los importantes fondos europeos y que nos obligan a presentar proyectos solventes.

Antes que nada conviene reconocer lo obvio: la desastrosa gestión de esta segunda oleada del virus nos recuerda lo que ya sabíamos los que conocemos bien las Administraciones Públicas: que no hay recursos ni materiales ni, sobre todo, humanos para planificar y coordinar algo tan complejo y delicado desde el punto de vista económico, sanitario y social como la desescalada ordenada de una pandemia. Efectivamente, después de uno de los confinamientos más estrictos del planeta se ha hecho una desescalada apresurada, sujeta a todo tipo de presiones políticas, mediáticas y sociales para volver cuanto antes a la «nueva normalidad». Los Gobiernos –tanto el central como los autonómicos– lejos de hacer los deberes en forma de reforzamiento de centros de atención primaria, contratación o/y formación de rastreadores, agilización de las pruebas médicas, puesta en marcha de aplicaciones de rastreo, elaboración de normativa jurídica adecuada para dotar de seguridad jurídica a las medidas que tuvieran que ir adoptándose para controlar los rebrotes, previsión con suficiente antelación de la reapertura de los centros educativos, etc, etc, se apresuraron a lanzar campañas de comunicación y fabricar eslóganes. Algunos tan peligrosos como el «salimos más fuertes» que trasmitía la falsa seguridad de que la pandemia ya había pasado.

También han caído en saco roto las peticiones –algunas procedentes de voces muy cualificadas– de realizar una auditoría o una evaluación de lo que se había hecho mal en marzo y abril, como oportunidad no tanto de exigir las pertinentes responsabilidades políticas (eso ni se planteaba) sino de aprender de los errores. Tampoco ha servido de nada la Comisión de reconstrucción del Congreso, otro paripé de esos con los que se entretiene y nos entretiene nuestra clase política. Así que de nuevo nos hemos encontrado con lo de siempre: la improvisación, las ocurrencias, la falta de información relevante (el doctor Simón es un auténtico especialista en perderse siempre en las anécdotas), el caos de los datos, la falta de coordinación entre Administraciones Públicas y la irresponsabilidad de una clase política mediocre e incompetente, a la que le gusta el poder pero no las responsabilidades que conlleva gobernar. Particularmente llamativa fue la actitud del presidente del Gobierno echando balones fuera ante el desbarajuste general imputando toda la culpa de la mala gestión a las Comunidades Autónomas. ¿Quiere ser un gobernante o un espectador?

Mientras tanto, los datos (los reales) son tozudos. El lunes 7 de septiembre España tenía 525.549 casos de contagios, según la base de datos del New York Times, lo que le convierte en el único país de Europa occidental en sobrepasar el medio millón de contagios. Además fue uno de los países más golpeados en la primera ola. Para los que pensamos que no hay ninguna maldición bíblica que pese sobre nuestro país, ni ninguna tara cultural o genética que nos haga más propensos al virus, la única explicación es evidente: es el mal gobierno, o, si se prefiere, de falta de capacidad del Estado. Las dos cosas están íntimamente correlacionadas.

Si no se ha gestionado o se ha gestionado tarde, poco y mal y no es la primera vez que nos pasa, debemos preguntarnos por las causas de este fracaso del que participan todas las Administraciones –con alguna excepción como la de Asturias– y partidos políticos de todos los colores. Ojalá que fuera posible imputar este desastre a personas o partidos concretos; sería mucho más consolador porque bastaría con cambiarlos para que todo fuera bien. Pero no es así. Esta situación no se explica solo por la ineptitud de muchos gobernantes (con ser muy grande dado que la mayoría no han gestionado nunca ni una micropyme ni han trabajado fuera de la política) sino, sobre todo, por la falta de capacidad de las Administraciones Públicas que deben ejecutar las decisiones políticas. Dicho de otra forma, aunque nuestros gobernantes fueran mucho más competentes seguirían teniendo muchos problemas a la hora de poner en marcha sus políticas públicas. El caso del ministro Escrivá, que no es ni mediocre ni incompetente, y las dificultades de implantación del Ingreso mínimo vital lo demuestran.

En ese sentido, cuentan Acemoglu y Robinson en su recomendable libro El pasillo estrecho que uno de los Estados más pobres de la India, el de Bihar, tiene un problema derivado de su falta de capacidad para aprovechar los numerosos fondos que el Estado indio le concede anualmente para mejorar sus infraestructuras, educación, transporte, etc, etc. El problema no está en la falta de dinero sino en la falta de capacidad de gestión suficiente para presentar y ejecutar los proyectos que podrían ser financiados y que mejorarían enormemente la vida de sus ciudadanos. La razón es que no cuenta con los técnicos suficientes para hacerlo: ingenieros, economistas, educadores, gestores… Pues bien, salvando las enormes distancias, nos encontramos en España con un problema similar en relación con los fondos europeos.

La realidad es que, a día de hoy, no tenemos suficiente capacidad de gestión para gestionar los fondos europeos que ya nos corresponden, así que imagínense la que tenemos para los que nos van a llegar, que son muy superiores. Del anterior programa operativo 2014-2020, con una cofinanciación de 70/30 (la Unión Europea financia el 70% y las Administraciones españolas el 30%) teníamos antes de la pandemia un 67% de la financiación sin gastar y un 31% de proyectos sin presentar. Como hace muchos años estuve gestionando fondos Feder en una empresa pública conozco el problema: falta personal técnico especializado para diseñar y gestionar proyectos muy complejos a lo que se une una asfixiante burocracia que, si bien no es capaz de prevenir la mala utilización de esos fondos (como demuestra el caso de los EREs pagados con el Fondo Social europeo), sí puede bloquear la actuación de un gestor honesto. Nada ha cambiado desde entonces, dado que no se abordan nunca los problemas que están en la raíz de esta falta de capacidad del Estado y que se pueden resumir en una frase: reforma del sector público.

Es cierto que el sector público no lo es todo; pero sinceramente en una crisis de estas características me parece complicado que el sector privado –que también arrastra sus problemas– pueda suplir sus carencias. Como es natural, es el Gobierno quien está liderando el pomposamente denominado Plan Nacional de Recuperación, Transformación y Resiliencia (no en vano estamos en manos de comunicadores y no de gestores), que pretende aprovechar la oportunidad que ofrecen los fondos europeos. Por otra parte, el anuncio de que el director del Gabinete del presidente del Gobierno tendrá un papel protagonista en la Unidad de Seguimiento encargada de seleccionar y elevar a la Comisión Europea los proyectos empresariales que aspiren a la financiación europea da que pensar. Lógicamente las empresas privadas tienen agendas e intereses económicos propios. ¿Con qué criterio se va a decidir qué proyectos presentar? El riesgo de desaprovechar el dinero europeo me parece grande.

En fin, mientras no abordemos la reforma del sector público en profundidad, seguiremos condenados a seguir viviendo de los relatos, los eslóganes y las campañas de comunicación que intentan suplir o hacer olvidar las deficiencias que presenta nuestra gestión pública aquí y ahora. Pero ni el colapso de los centros de salud primaria, ni el caos en la reapertura de los centros educativos, ni los atascos en el Sepe, ni los retrasos en los cobros del Ingreso mínimo vital ni ninguno de los problemas que estamos viviendo se van a arreglar a base de comunicación. Cierto es que la polarización extrema ayuda a minimizar los defectos de los correligionarios y a exacerbar los de los adversarios. Pero no se debe ocultar por más tiempo que estamos ante un fallo estructural.

Lecciones del covid-19: España necesita una ley de datos

Esto no es nuevo: nuestro sector público adolece de una mala gestión de la información que tiene importantes consecuencias tanto para el diseño de las políticas públicas como para el sector privado, y que se está poniendo de manifiesto de forma particularmente aguda en la crítica situación presente, como ya hemos denunciado con anterioridad. Esto se debe en gran medida a tres razones: la falta de una cultura de gestión con base en el dato de nuestras administraciones, la patrimonialización o apropiación del dato por los gestores públicos y su politización y continua manipulación por los responsables políticos.

Falta en nuestra Administración (y posiblemente también en gran parte de nuestro sector privado) una verdadera cultura del dato, como fundamento de una gestión “con base en la evidencia”, concepto típicamente anglosajón poco desarrollado en nuestra sociedad. La toma de decisiones, la definición y ejecución de nuestras políticas, requieren para ser eficaces apoyarse en una información de calidad y detallada sobre las realidades actuales, y la ausencia de esa información aboca a la improvisación, impide una gestión que se anticipe a los problemas y genera decisiones que no se ajustan a las necesidades reales.

Todo eso se ha visto en la gestión del covid, con una incomprensible falta de información que, meses después del inicio de la pandemia, sigue sin corregirse. Basta analizar el documento ‘Estrategia de detección precoz, vigilancia y control de covid-19‘, del Ministerio de Sanidad: solo a partir del 11 de mayo, dos meses después del inicio de la crisis, hemos sido capaces de obtener alguna información detallada, y en cualquier caso muy deficiente.

En segundo lugar, existe entre los responsables públicos un arraigado sentido de la propiedad exclusiva del dato. Ello puede responder a un instinto de protección de ese dato (sin fundamento, puesto que es sencillo anonimizarlo) y de poder (el dueño del dato posee el conocimiento y controla su impacto en la opinión pública). Lo cierto es que las instituciones públicas son poco proclives a compartir los datos de que disponen. Existe una prolija regulación, con la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, o la Ley 37/2007, de 16 de noviembre, sobre reutilización de la información del sector público, así como las diversas normas técnicas sobre interoperabilidad, que pretende eliminar estas trabas y crear un entorno de transparencia y publicación de la información del sector público, pero sus resultados son poco alentadores.

Nuevamente el caso del COVID es esclarecedor. A pesar de contar con información detallada sobre las infecciones activas a partir del 11 de mayo, la Administración ha decidido hacer pública solo la información agregada en un fichero muy pobre, según se describe en el propio panel covid-19. Una información detallada que comprendiera todos los datos disponibles, fácilmente anonimizables, puesta a disposición de toda la sociedad (empresas, investigadores, prensa, etc.) para que analizaran y publicaran conclusiones sería extraordinariamente eficaz, como recientemente ha señalado en estas mismas páginas Jesús Fernández-Villaverde. Pero aunque la misma existe, puesto que las distintas instituciones sanitarias autonómicas y centrales la generan, no se extrae de ella la utilidad que podría ofrecer en la lucha contra la pandemia porque no se quiere abrirla a la sociedad. Las administraciones públicas optan, claramente, por apropiarse del dato, no hacerlo público y decidir quién puede utilizarlo, pese a que la normativa antes citada obligaría a hacerla pública.

Finalmente, nuestros responsables públicos practican con frecuencia la manipulación interesada del dato. Dado que hay poca información y que la poca que hay no se suele hacer pública, les resulta fácil utilizarla en función de sus intereses políticos, como hemos visto en estos últimos meses: datos de CCAA que no acababan de llegar al ministerio, información y contrainformación de unos y otros, datos presentados de forma parcial, encuestas de opinión sesgadas, etc.

Esta inadmisible actitud de los responsables públicos, habituados a manejar los datos a conveniencia para proteger la imagen pública de su gestión y agravada por la descentralización de nuestra Administración pública, es insostenible en el entorno digital, dinámico e hipercompetitivo en el que el mundo está entrando. Las nuevas soluciones a los complejos desafíos económicos, sociales, empresariales, de gestión pública, etc. a los que nos enfrentamos vienen, en gran medida, de la mano de la Inteligencia Artificial, que para desarrollarse correctamente necesita un gran volumen de datos precisos, fiables y permanente actualizados. Los datos sobre la realidad económica y social de nuestro país y su entorno constituyen un recurso de importancia fundamental para nuestro futuro progreso, y se encuentran, principalmente, en manos del conjunto de las administraciones y entidades públicas de todo tipo de España. Este acervo de información, sin duda, cae dentro de la órbita de aplicación del art. 128 de la Constitución Española, cuando proclama que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.

Su disponibilidad y uso tanto por las restantes entidades públicas como por las empresas y particulares es un factor estratégico para el desarrollo de nuestra sociedad y para la puesta en marcha de toda clase de proyectos públicos, empresariales y de servicios modernos y competitivos. Es imprescindible crear no solo la norma imperativa, sino también la conciencia social de que existe un deber concreto y exigible a todas las autoridades españolas de generar y tratar adecuadamente esa información a la que tienen acceso.

La reciente Directiva UE 2019/1024 de 20 de junio de 2019, relativa a los datos abiertos y la reutilización de la información del sector público, debe ser objeto de transposición antes del 17 de julio de 2021, actualizando la citada Ley 37/2007. Se prevé en la Directiva que cualquier documento (es decir, cualquier contenido o conjunto de datos, sea cual sea su soporte) conservado por organismos públicos, así como en ciertos casos por empresas públicas u organismos de investigación financiados públicamente, sea puesto a disposición general del público, para fines comerciales o no comerciales, y en formatos abiertos, legibles por máquina, accesibles, fáciles de localizar y reutilizables, junto con sus metadatos. La reutilización de esos datos y documentos debe ser gratuita, permitiéndose únicamente la recuperación de los costes marginales de la distribución del dato.

Entre ellos, existen datos de alto valor por su potencial para generar beneficios socioeconómicos o medioambientales importantes y servicios innovadores, beneficiando a un gran número de usuarios, en particular pymes (datos meteorológicos, estadísticos, sobre movilidad, los datos de los registros mercantiles sobre las sociedades mercantiles, etc.), que deben estar a disposición del público de forma enteramente gratuita desde el primer momento. La gratuidad es muy importante, por cuanto el beneficio que se puede generar para el conjunto de la sociedad excede en mucho el supuesto coste que la generación de los datos haya tenido para la entidad (externalidades positivas). Únicamente cabe excluir algunos datos, como los personales cuando no se puedan anonimizar adecuadamente, los que sean objeto de propiedad intelectual o industrial, afecten a la seguridad nacional o defensa, a la confidencialidad estadística o comercial, etc.

Ahora bien, para generar un sistema capaz de impulsar el progreso socioeconómico y la digitalización de nuestra economía (ambos objetivos básicos del Gobierno), la transposición de la directiva y la regulación de la materia no deben limitarse a los mínimos establecidos en ella. Es imprescindible dar un paso más, y para ello puede servir de ejemplo el modelo anglosajón: la Ley que realice la transposición de la Directiva debe obligar a todos los organismos públicos a recoger, tratar y hacer pública la totalidad de la información y datos que reciban. Para esto, cada organismo deberá: determinar de forma consensuada con las partes interesadas todos los datos que son de interés; definir y cumplir un procedimiento de tratamiento de los mismos para dotarles de la calidad necesaria, que incluya fijar los mecanismos para su publicación (en formatos abiertos y con el máximo nivel de detalle y granularidad posible) y garantizar la puntual e inmediata actualización, dada la importancia creciente de la rapidez de los procesos de gestión; y establecer una revisión continua de su cumplimiento de esos deberes y un régimen sancionador contundente para aquellas autoridades que manipulen, alteren, oculten, retrasen, o simplemente no generen los datos mínimos que se consideren razonables.

Adicionalmente, es necesario abordar una profunda transformación de nuestra Administración. En primer lugar, de los perfiles que la componen. Necesitamos profesionales muy diferentes de los actuales entre los que se incluyan científicos de datos, lo que implica adaptar los mecanismos de selección y la política de incentivos a los nuevos tiempos. Se debe garantizar la independencia de las instituciones y sus gestores. Y, finalmente, se debe exigir la rendición de cuentas y el desarrollo de una cultura de gestión con base en la evidencia. Sin todo ello seguiremos teniendo una Administración del siglo XIX para abordar los complejos problemas del XXI.

 

Una versión previa de este artículo fue publicada en El Confidencial y puede leerse aquí.

 

 

Las “acciones de lealtad”: Mecanismo de voto doble en las sociedades cotizadas

Acaba de publicarse (por fin) en el Boletín Oficial de las Cortes Generales el “Proyecto de Ley por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y otras normas financieras, en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas en las sociedades cotizadas”, y que ‑ entre otros aspectos de relevante calado- viene a abrir la vía para la introducción en España de las llamadas “acciones de lealtad”.

Aunque conforme a su Exposición de Motivos el reconocido objeto de la futura ley persigue transponer al ordenamiento jurídico español la Directiva (UE) 2017/828 del Parlamento Europeo y del Consejo de 17 de mayo de 2017 por la que se modifica la Directiva 2007/36/CE, en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas en las sociedades cotizadas, conviene como primera premisa dejar claroque estas “acciones de lealtad” no sólo no se contemplan en la Directiva UE 2017/828 que se pretende transponer, sino que fueron expresamente excluidas a raíz de las enmiendas aprobadas por el Parlamento Europeo el 8 de julio de 2015, tras su intento de introducción en la Propuesta de Directiva de 2015. Consecuentemente, la introducción de estas “acciones” ha de enmarcarse en todo caso en el deseo de “aprovechar esta ley para introducir, al margen de la Directiva, otras mejoras normativas en materia de gobierno corporativo y de funcionamiento de los mercados de capitales.

Dejando al margen que la expresión “acciones de lealtad” ya se ha asentado en el foro, no parece baladí reseñar que, en rigor, no se trata propiamente de un tipo específico de “acciones” como dicha denominación podría llevar a pensar. En efecto, como ahora se encarga de precisar el proyectado artículo 527 Ter del TRLSC, no se trata de una clase separada de acciones en el sentido del artículo 94 del mismo texto legal, sino de otorgar un voto doble(el doble de los votos que le correspondan en función de su valor nominal) a cada una de las acciones de las que haya sido titular un accionistadurante dos años consecutivos ininterrumpidos, pudiendo los estatutos sociales ampliar (nunca disminuir) ese periodo mínimo bianual de titularidad ininterrumpida.

Según la Exposición de Motivos, pretende perseguirse con ello incentivar la “fidelización” de los accionistas a su sociedad ‑dificultando estrategias cortoplacistas o políticas de gestión interna de esta índole‑ y reforzar el “atractivo” de nuestro mercado bursátil permitiendo la implantación en las sociedades cotizadas de este mecanismo que opera en otros países de nuestro entorno, entre los que se cita expresamente a Francia o Italia. Con respecto a esta mención, y aunque las características del post me impidan extenderme en ello, no me resisto a señalar lo mucho que cabría comentar respecto a las reales motivaciones que impulsaron a la introducción de este mecanismo en Francia o Italia, y que ‑al menos en origen‑ estuvieron íntimamente ligadas al deseo de evitar las “migraciones” de ciertas empresas automovilísticas relevantes a otros mercados, esencialmente el holandés. De hecho, en la actualidad se dirime en los tribunales españoles un conflicto entre dos grandes grupos empresariales europeos (Mediaset y Vivendi) asociado a una operación de fusión en la que las “acciones de lealtad” de la italiana Mediaset jugaban un papel relevante en aparente perjuicio del socio minoritario francés Vivendi.

Por otra parte, la adopción de este mecanismo no ha resultado en absoluto exenta de polémica en nuestro país, e incluso dos agentes de tanta relevancia en nuestro mercado como el Banco de España y la propia CNMV han mantenido antagónicas posiciones (en contra y a favor, respectivamente), propugnando nuestro banco central al menos la exclusión de este voto doble respecto al sector bancario, algo que no ha prosperado en el Proyecto de Ley finalmente remitido a las Cortes, que no contempla excepción sectorial alguna. El principal argumento de sus detractores ‑entre los que he de reconocer que me encuentro‑ estriba en el refuerzo que proporciona a la posición del accionista de control y en la inexistencia real en nuestro ámbito societario de ese “cortoplacismo” que el doble voto de lealtad estaría supuestamente llamado a solventar.

En todo caso, y con independencia de su motivación y de sus ventajas o inconvenientes, la entrada en nuestro ordenamiento del mecanismo de doble voto para el accionista “leal” de las sociedades cotizadas parece irreversible, por lo que conviene prestar atención a las características esenciales de su diseño que, con la esquematización y síntesis que requiere este medio, paso a esbozar.

Se trata de privilegiar la lealtad “futura”, y por ello no se otorga relevancia a la titularidad accionarial que haya podido desarrollarse con anterioridad a la proyectada norma, pues el ya referido período bianual (o superior) de lealtad comenzará a computarsedesde la fecha de inscripción por el accionista que quiera acogerse a este voto doble en el libro registro especial contemplado en el futuro artículo 527 septies, y al que luego me referiré. Conviene en todo caso precisar que a efectos del cómputo de ese período de lealtad, se considerará que las acciones asignadas gratuitamente con ocasión de ampliaciones de capital tendrán la misma antigüedad de titularidad que las que han dado derecho a dicha asignación.

Respecto a las mayorías necesarias para aprobar la modificación estatutaria que abra la puerta a este mecanismo de doble voto, se diferencia en función del quorum presente en Junta, y así, en caso de asistencia (presencial o representado) del 50% o más del capital total suscrito con derecho a voto, será necesario el voto favorable del 60% del quorum, porcentaje que se incrementa al 75% para el caso de que concurran accionistas representativos de al menos el 25% (que opera como porcentaje mínimo) y sin llegar al 50% del capital social. Se prevé expresamente la posibilidad de que los estatutos sociales incrementen tanto los porcentajes de quorum como de mayorías.

Precisamente en cuanto al cómputo que posteriormente a su incorporación haya de darse a esos “votos dobles” respecto a la conformación de quórums de constitución de Junta (ordinarios o reforzados) y porcentajes de mayorías para la adopción de acuerdos, se establece que ‑salvo disposición estatutaria en contra‑ los mismos han de tenerse en cuenta para dicha conformación, debiendo hacerse constar en la lista de asistentes el número de votos que corresponden a las acciones con que concurren cada uno de ellos. En aquellas sociedades que, al amparo del vigente art. 527 TRLSC, hayan establecido cláusulas estatutarias limitativas del derecho de voto, fijando el número máximo de votos que puede emitir un mismo accionista, dicha limitación le será igualmente aplicable a los accionistas provistos de este voto doble. Y, asimismo, estos votos dobles se tendrán en cuenta a efectos de la obligación de comunicación de participaciones significativas; de la normativa sobre opas; así como a efectos de lo establecido específicamente para las participaciones significativas de entidades de crédito en la Ley 10/2014, de 26 de junio.

Para eliminar el mecanismo de doble voto, se exigen menores porcentajes de mayorías que para su implantación, pues la norma se remite al régimen ordinario ya previsto en el art. 201.2 TRLSC, que se traduce en porcentajes de mayoría absoluta o de 2/3 en función de los mismos quorum antes señalados para su implantación. Adicionalmente, y si hubieran transcurrido ya más de 10 años desde la implantación del doble voto por lealtad, se establece  que estos votos dobles no computarán ni a efectos de quórum ni de mayorías en la junta general en que vaya a acordarse su eliminación.

La necesaria publicidad de los dobles votos se consigue a través del “Libro registro especial de acciones con voto doble” cuya inscripción marca -como ya dijimos- el dies a quopara el cómputo de los dos años de lealtad,y cuyosaspectos técnicos y formalesse remiten a futura Orden de la Ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, o con su habilitación expresa, circular de la CNMV. La información obrante en dicho libro deberá ser facilitada por la sociedad a cualquiera accionista que la solicite, quedando los aspectos relativos a la protección de datos personales de estos accionistas “privilegiados” sujetos a la misma previsión de ulterior desarrollo reglamentario ya contemplada con carácter general en el artículo 497.3 TRLSC, y que aún no ha visto la luz. Adicionalmente a la publicidad interna asociada a la existencia de dicho libro,la sociedad deberá incorporar a su página web información permanentemente actualizada sobre el número de acciones con voto doble existentes en cada momento y aquellas acciones inscritas pendientes de que se cumpla el periodo de lealtad fijado estatutariamente.

Conviene destacar que el accionista “privilegiado” pueden modular el alcance de su derecho de voto doble, referenciándolo exclusivamente en su inscripción al número de acciones propias que considere oportuno, o incluso renunciar total o parcialmente a tal derecho, debiendo comunicar en todo caso a la sociedad (a efectos de su constancia en el libro registro especial) cualquier transmisión de acciones que minore el número de votos por lealtad inscritos a su nombre

La transmisión ‑directa o indirecta, onerosa o a título gratuito- de sus acciones por el accionista con voto doble, conllevará la extinción de éste “privilegio” y su no traspaso al adquirente de las mismas salvo que, no mediando disposición estatutaria en contrario, la transmisión obedezca a:

  • Sucesión mortis causa, atribución de acciones al cónyuge en caso de disolución y liquidación de la sociedad de gananciales, disolución de comunidad de bienes u otras formas de comunidad conyugal, o donación entre cónyuges, personas ligadas por análoga relación de afectividad o entre ascendientes y descendientes.
  • Cualquier modificación estructural de las previstas en su Ley reguladora siempre que, en su caso, la sociedad resultante contemple estatutariamente el mecanismo de voto doble por lealtad. O
  • Transmisión entre sociedades del mismo grupo

Sin pretender en absoluto aquí, como ya anticipé, una delimitación exhaustiva del voto doble por lealtad, entiendo que lo reseñado en este post permite obtener una visión, siquiera sintética, de la previsión normativa proyectada para este instrumento, un instrumento que -como espero tener la oportunidad desarrollar en futuras colaboraciones- presenta, en mi opinión, más sombras que luces.

La cesión de los remanentes de los ayuntamientos: reflexiones después de la tormenta

Finalmente, el Congreso de los Diputados no convalidó el Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, de medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales. Me refiero al famoso “Real Decreto de los remanentes”, llamado así porque era conocido, única y exclusivamente, por la posibilidad que presentaba a los ayuntamientos, diputaciones provinciales y consejos insulares de ceder el importe de su Remanente de Tesorería al Estado, a cambio de una subvención de un mínimo de un 35% de lo recibido para la ejecución de determinadas inversiones y la devolución del total de dicho remanente en 10 ó 15 años a elección de la propia entidad local.

Se generó un mes de polémica y de escaramuzas políticas, pero muy poco debate real y constructivo. Parecía que todo había terminado, pero no era así. En cuanto el Congreso tumbó la norma se descubrió que, aparte de los dos artículos relativos a la cesión de los remanentes al Estado, el Real Decreto-ley contemplaba otra serie de medidas mucho más importantes y muy positivas para la Administración Local, pero que habían pasado completamente desapercibidas. Así, y sin ser exhaustivo, la norma incluía cuestiones tan importantes como la  no aplicación de la regla de gasto en este ejercicio 2020 debido a la grave situación provocada por la pandemia, la prórroga del destino de los superávits presupuestarios a inversiones financieramente sostenibles, una financiación adicional de hasta 400 millones de euros para el servicio de transporte público de titularidad de las entidades locales para hacer frente al déficit extraordinario producido en el mismo durante el confinamiento o, finalmente, un conjunto de medidas de apoyo a aquellos ayuntamientos que están pasando por dificultades financieras. Creo que, si hubieran eliminado la cesión de los remanentes del Real Decreto-ley, se hubiera aprobado por unanimidad. ¡Si hasta Cristóbal Montoro había recomendado no aplicar la regla de gasto durante la pandemia!

¿Y ahora qué?, ¿aprobarán otro Real Decreto-ley eliminando sólo la cesión de los remanentes? ¿Se tramitarán como proyecto de Ley esas medidas, tal y como había recomendado ya el sindicato de técnicos de hacienda (Gestha)? ¿Por qué se introdujo la cesión de los remanentes en una norma que contenía otras medidas a las que todo el mundo hubiera votado a favor? ¿A propósito, para que saliese aprobada? ¿Por error?

De hecho, el Ministerio de Hacienda se ha apresurado a asegurar que ya se está trabajando en un nuevo Real Decreto-ley que incluirá el resto de medidas. A destacar que entre esas medidas no aparece la financiación adicional para el transporte urbano titularidad de las entidades locales. Quizás porque pretendían financiarlo con los remanentes cedidos por los ayuntamientos, lo que, por cierto, resultaría bastante injusto, dado que el transporte colectivo de viajeros es sólo un servicio obligatorio en los ayuntamientos de más de 50.000 habitantes, y se daría la paradoja de que los ayuntamientos pequeños y de menos capacidad financiarían a los grandes municipios.

En todo caso, desde la aprobación del Real Decreto y hasta su no convalidación en el Congreso, únicamente se había hablado de la cesión de los remanentes y se generó un ruido mediático excesivo al respecto, olvidándose el resto de cuestiones. Gobierno y oposición intercambiaron las bofetadas a las que nos tienen acostumbrados y que convierten cualquier debate interesante en acusaciones infantiles de un patio de colegio: por un lado, la cesión del remanente por los ayuntamientos era voluntaria, por lo que no tenía sentido calificarla de “robo”. Por otro lado, decir que era la “única forma de utilizar los remanentes” era un engaño, dado que lo que realmente se les estaba pidiendo a los ayuntamientos era que le diesen un préstamo al Estado.

Creo que es interesante recapitular los antecedentes por los que se llegó a esta situación.

El Remanente de Tesorería es una magnitud de la contabilidad local que cuantifica el ahorro acumulado por cada ayuntamiento a lo largo de los años. Es la suma de los superávits de todos los ejercicios anteriores. Evidentemente puede ser positivo o negativo, y no debe olvidarse que, aunque la mayoría de los ayuntamientos tienen una situación saneada, otros atraviesan una muy mala situación económica. El caso es que desde el año 2012 la Ley Orgánica 2/2012, de 26 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera impuso a los ayuntamientos unas reglas fiscales muy estrictas a efectos de garantizar su viabilidad, y que dificultan la utilización de los remanentes positivos.

De forma muy resumida, estas reglas fiscales son el mandato de aplicar el superávit presupuestario anual a la devolución de deuda y la denominada “regla de gasto”. En relación con la aplicación del superávit presupuestario, lo primero que hay que decir es que las entidades locales, a diferencia del Estado y de las comunidades autónomas, tienen prohibido aprobar su Presupuesto con déficit. Esto supone que, en muchos casos, cierran el ejercicio con superávit. Pues bien, este superávit debe dedicarse principalmente a la devolución de deuda. Esta medida no parece mala idea, sobre todo si se la dota de la necesaria flexibilidad. A estos efectos a finales de 2013 se introdujo la posibilidad de aplicar parte de dicho superávit a inversiones financieramente sostenibles siempre que se garantizase que no se incurriría en déficit al cierre del ejercicio.

En cuanto a la regla de gasto, supone establecer un límite al crecimiento anual del gasto presupuestario para que éste sea sostenible. De acuerdo con ello, el gasto únicamente podrá incrementarse en la medida en que se incremente el Producto Interior Bruto. Esta regla así enunciada también tiene sentido, pero conlleva dos grandes problemas.

En primer lugar es “perversa” en el sentido en que establecer un límite máximo al gasto presupuestario partiendo del año anterior hace que este límite tienda a reducirse. Pero, sobre todo, es una regla que se adapta muy mal a la Administración Local. Se halla referenciada a la evolución del PIB, que es una magnitud muy adecuada para los Presupuestos Generales del Estado, pero no para los de un ayuntamiento, dado que la evolución de sus ingresos no depende de la evolución del PIB sino de otras cuestiones como son, básicamente, la evolución de su población o la evolución de sus unidades catastrales. Así, por lo tanto, un ayuntamiento puede incrementar sus ingresos fiscales por el incremento de la población (vía Participación en los Tributos del Estado) o por el incremento de sus unidades catastrales (vía Impuesto de Bienes Inmuebles) pero viéndose obligado a reducir su gasto presupuestario –o al menos no incrementarlo en el mismo porcentaje– lo que le va generando superávits que no puede gastar lo que, dicho sea de paso, complica enormemente la prestación de servicios a sus nuevos vecinos. Y es que cualquiera puede entender que el crecimiento del gasto presupuestario de los ayuntamientos debe limitarse para hacerlo sostenible. Pero lo que nadie va a entender es que se haga en relación con una magnitud que no tiene nada que ver con la verdadera evolución de su ayuntamiento.

De todas formas, estos días se escucha constantemente que los Ayuntamientos no pueden gastar sus remanentes, pero eso no es del todo cierto. Un ayuntamiento puede incumplir la regla de gasto (vía por ejemplo utilización del remanente de tesorería) un año, pero ha de elaborar un plan económico financiero para volver a cumplir la regla de gasto en el plazo máximo de dos años. En definitiva, se trata de que el gasto presupuestario no crezca sin control tal y como se ha dicho. Todo ello sin perjuicio de las críticas que a esta regla fiscal se han hecho con anterioridad

Sea como fuere, de la existencia de estos remanentes en el sector local surgió la idea de utilizarlos para financiar al Estado en la situación de emergencia en la que vivimos. Sin embargo, parece claro que el Real Decreto de los remanentes contenía un alto grado de improvisación. Se aprobó sin el adecuado consenso previo, dado que ni siquiera los dos partidos políticos que forman el gobierno estaban del todo de acuerdo, no olvidemos que Unidas Podemos se abstuvo en la votación de la FEMP. Pero es que además, la norma contenía una serie de cuestiones que hacían que cualquier ayuntamiento se lo debiera pensar dos veces antes de ceder su remanente al Estado.

En primer lugar, porque el ayuntamiento únicamente podía ceder el total del remanente no comprometido hasta la fecha de publicación de la norma (artículo 3.1). Es decir, no una parte, sino el total de su ahorro. Pero es que en términos económicos eso es una malísima decisión. Imagínense dejar su cuenta corriente a cero, ¿qué ocurriría ante cualquier imprevisto?, ¿no necesitarían esos ahorros los ayuntamientos en la situación de crisis en que vivimos?, ¿no tendría muchísimo más sentido que se hubiese permitido a los ayuntamientos optar por quedarse una parte de dicho remanente para cubrir las necesidades que pudiesen surgir?

Por otro lado, el Real Decreto-ley daba a los ayuntamientos el caramelo de una subvención de un 35% del remanente cedido a recibir en los ejercicios 2020 y 2021 y, después, la devolución del total en un plazo de 10 ó 15 años. Esto como negocio estaría muy bien para un prestamista, pero no para un ayuntamiento, que es una Administración con responsabilidades hacia sus vecinos y necesidades financieras para la gestión de sus servicios públicos y la ejecución de sus infraestructuras. No se debe olvidar que el 35% que el ayuntamiento recibiría sería para ejecutar inversiones que después tendría que justificar ante el Estado, con lo que el ayuntamiento se quedaría sin margen para sus propios proyectos y necesidades.

Todo lo comentado hasta aquí proviene de la aprobación de la Ley de Estabilidad Presupuestaria en el año 2012. Hay determinadas cuestiones, como la no aplicación de la regla de gasto mientras dure la crisis del COVID, que han generado un amplio consenso, pero ya hay algunos sectores pidiendo simplemente la derogación de la Ley. Creo que debería hacerse una reflexión que fuese más allá de una simple crítica destructiva de los aspectos negativos, que sin duda tiene. Tal y como dijo Fernando Savater refiriéndose a las sucesivas leyes de educación, “todas ellas tenían cosas buenas y malas, lo que pasa es que cada vez que llegaba un gobierno al poder promulgaba una ley distinta” que eliminaba las cosas malas, pero también las cosas buenas de la ley anterior. Durante la aplicación de la Ley de Estabilidad los ayuntamientos han generado importantes superávits que les han permitido tener recursos para encarar la pandemia. Incluso están en situación de prestarle dinero al Estado. ¿De verdad esto es tan malo?

¿Le sale más barato a la Administración vulnerar la Constitución que el Derecho comunitario?

La normativa española no solo tiene que ser respetuosa con nuestra Constitución, sino también con el Derecho comunitario. Cuando esto último no ocurre, España puede ser denunciada ante la Comisión Europea y, finalmente, llevada ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Pues bien, una reciente sentencia del Tribunal Supremo, de 16-7-2020 (recurso 810/2019) ha abierto la posibilidad de solicitar la nulidad de pleno derecho de las liquidaciones firmes dictadas por la Administración Tributaria, cuando éstas se basen en normativa que ha sido declarada contraria al Derecho de la Unión. La sentencia, esperanzadora y novedosa, llama sin embargo la atención. Y es que, en mi opinión, ampara un castigo al legislador, en caso de infracción de Derecho comunitario, que es mucho mayor del que se le impone en caso de que la norma infringida sea nuestra Constitución.

NUESTRO LEGISLADOR, EN EL PUNTO DE MIRA DE LA COMISIÓN EUROPEA

Lamentablemente, no estamos ante una situación nueva. Y es que en los últimos años son varios los casos en los que el TJUE ha declarado nuestra normativa, contraria al Derecho comunitario.

Entre los más recientes, tenemos el caso del terrible régimen sancionador del modelo 720, que va a ser enjuiciado próximamente por el TJUE (asunto C-788/19). Y es que considera la Comisión Europea que las sanciones previstas en el caso de que se incumpla la obligación de presentar en plazo el modelo 720, entran en conflicto con las libertades fundamentales de la Unión Europea, tales como la libre circulación de personas, la libre circulación de trabajadores, la libertad de establecimiento, la libre prestación de servicios y la libre circulación de capitales.

Y lo mismo le ha ocurrido a España con el procedimiento previsto para exigir la responsabilidad patrimonial del estado legislador, en el caso de normativa que vulnere el Derecho comunitario (artículo 32.5, Ley 40/2015).

España ha sido igualmente llevada ante el TJUE por esta cuestión (asunto C-278/20). Y ello, porque considera la Comisión Europea que la legislación española pone demasiadas trabas para exigir la responsabilidad al estado, en caso de infracción del Derecho de la Unión Europea. De ello, resulta que sea excesivamente difícil exigir responsabilidad del Estado por una infracción del Derecho comunitario. Y ello redunda en que dicho Derecho sea menos efectivo en nuestro país.

Cuando estas denuncian prosperan, la normativa es declarada contraria al Derecho comunitario. Y surge entonces la duda de si ello abre la puerta a solicitar la nulidad de pleno derecho de liquidaciones firmes dictadas por la Administración Tributaria, que se basan en dicha normativa declarada contraria al Derecho de la Unión.

EL CASO PLANTEADO ANTE EL TRIBUNAL SUPREMO (IMPUESTO DE SUCESIONES DE NO RESIDENTES)

En el caso planteado ante el Tribunal Supremo, se solicitó la nulidad de pleno derecho de una liquidación firme dictada en concepto de Impuesto de Sucesiones y Donaciones (ISyD). En concreto, se trataba de un contribuyente no residente, que tributó en España por obligación real, al haber heredado inmuebles localizados en Aragón. Sin embargo, no se le permitió aplicar ninguno de los beneficios fiscales previstos en dicha Comunidad Autónoma para el ISyD. Y ello, por el único hecho de ser no residente europeo.

Ello ocurrió en 2012. Sin embargo, mediante sentencia de 3-9-2014, el TJUE (asunto C-127/12) declaró que la legislación estatal española del ISyD vulneraba el Derecho originario de la Unión. Concretamente, la libre circulación de capitales. Y ello, al amparar un diferente trato fiscal en el referido impuesto a los contribuyentes residentes, respecto a los no residentes.

Ello llevó al contribuyente a solicitar la nulidad de pleno derecho de la liquidación dictada en 2012, pese a su firmeza. Y es que el contribuyente nunca recurrió la liquidación. Dicha nulidad se fundamentó en las causas previstas en el artículo 217.1.a) y g) de la Ley General Tributaria (LGT).

EL TRIBUNAL SUPREMO AMPARA LA NULIDAD DE LAS LIQUIDACIONES FIRMES QUE SE BASAN EN NORMAS DECLARADAS CONTRARIAS AL DERECHO COMUNITARIO

Se me permitirá en este caso ir al grano. Y ello, porque no es el fallo de la sentencia el objeto principal de estas líneas, sino las consideraciones jurídicas vertidas en relación con la firmeza de las liquidaciones tributarias.

La sentencia considera nula de pleno derecho la liquidación dictada, en base a la causa prevista en la letra a) del artículo 217.1 de la LGT. Y ello por considerar vulnerado el derecho de igualdad (artículo 14 de la Constitución) teniendo en cuenta el diferente trato que se otorgaba a los contribuyentes residentes y no residentes, y ser éste un derecho susceptible de amparo constitucional.

Además, el Tribunal fija el siguiente criterio interpretativo, restringido al caso concreto: “Si bien la doctrina del TJUE contenida en la sentencia de 3 de septiembre de 2014, asunto Comisión/España (C-127/12) no constituye, por sí misma, motivo suficiente para declarar la nulidad de cualesquiera actos, sí obliga, incluso en presencia de actos firmes, a considerar la petición sin que haya de invocarse para ello una causa de nulidad de pleno derecho, única posibilidad de satisfacer el principio de efectividad”.

Ésta es, en mi opinión, la clave de esta sentencia, y la novedad de su planteamiento. Y es que el Tribunal Supremo se atreve a cuestionar uno de los pilares de nuestro sistema tributario, como es el de la firmeza de los actos administrativos consentidos. La pena es que, esta doctrina tan novedosa, no se ha aplicado a otro supuesto, también muy reciente, como es de las liquidaciones firmes del impuesto de plusvalía municipal.

Por ello, cabe plantearse si a nuestro legislador le sale más barato vulnerar nuestra Carta Magna, que el Derecho comunitario.

LA BENEVOLENCIA DEL SUPREMO CON LA NULIDAD DE LAS LIQUIDACIONES FIRMES QUE INFRINGEN EL DERECHO COMUNITARIO

Antes de comenzar este análisis, es necesario aclarar que comparto plenamente los argumentos vertidos por el Tribunal Supremo en la sentencia objeto de este comentario, en relación con la excesiva dureza y contundencia con la que se aplica la firmeza administrativa. Y ello, en caso de que un contribuyente deje de recurrir un plazo una liquidación tributaria.

Mi crítica se centra, por tanto, en que esta benevolencia o condescendencia con el contribuyente, no se ha aplicado en otros supuestos, como es el reciente caso de las liquidaciones firmes del impuesto de plusvalía municipal. Lo explicaré a continuación.

1.  El Supremo “excusa” al contribuyente: Debe indagarse por qué no recurrió en plazo.

Así, vemos cómo, en la sentencia de 16-7-2020 que comentamos, el Supremo califica la vía del artículo 217 de la LGT como un “último, angosto y precario asidero” que surge de la “concepción extrema y rigurosa -y un tanto automática- que se otorga en nuestro derecho al denominado acto firme y consentido, consumado solo por el hecho de no recurrir, sin mayores aditamentos ni indagaciones, los actos de la Administración en los plazos fugaces y fatales ofrecidos para su obligatoria impugnación.

Y continúa afirmando que “Ello como señalamos, se produce, además, de una forma mecánica, sin detenerse en las causas determinantes de ese pretendido consentimiento que, en cualquier disciplina jurídica, exigiría para otorgarle eficacia una evaluación mínima acerca del conocimiento y voluntad inequívoca de no recurrir un acto, a conciencia, y sobre la base de una situación de apariencia de legitimidad que luego puede cambiar por razón de nulidades ulteriores, como aquí sucede.”

Además, el Supremo plantea un posible vicio en la voluntad del contribuyente, que decide no recurrir la liquidación. Así, afirma que debe tenerse en cuenta “si se trata de un acto propio de voluntad, aunque sea movido por una voluntad viciada, lo que nos llevaría a preguntarnos si hay que adivinar, el 29 de julio de 2012, que va a dictarse la sentencia del TJUE de 3 de septiembre de 2014, a fin de recurrir cautelarmente por si la norma que ampara el acto administrativo es contraria a normas superiores y así asegurar el principio de seguridad jurídica.

Por último, el Alto Tribunal encuentra un motivo absolutorio más a favor del contribuyente. Así, echa en cara a la Administración que “No se dio traslado previo de los contenidos de la demanda de la Comisión ni se informó cumplidamente ni se suspendió el procedimiento liquidatario del ISD instado por el representante del Sr. Martin, a la espera de la resolución del TJUE, no para que éste accionara en ese procedimiento en que no podía ser parte legitimada, sino para conocer toda la información precisa disponible para decidir recurrir o no recurrir el acto”.

2.  El Supremo cuestiona la existencia del acto firme y consentido.

Seguidamente, el Supremo cuestiona la existencia de los actos firmes y consentidos, y si éstos pueden serlo “a todo trance”. Así, afirma que debe analizarse “si el acto firme y consentido lo es a todo trance, incluso mientras se está produciendo y aun no existe la sentencia posterior, en un proceso ya abierto y conocido en que se denuncia formalmente la Ley ante el TJUE, cuando luego esa sentencia declara la oposición de la ley al Tratado de Funcionamiento de la Unión”.

Además se refiere a la posibilidad de que la existencia del acto firme y consentido quede sometida a “una especie de condictio iuris de validez de la norma en que se ampara o, expresado de otro modo, si sería viable admitir una especie de cláusula rebus sic stantibus, en el sentido de aceptar que el interesado no ha impugnado el acto en la creencia -o si se quiere, bajo el error invencible- de que la ley que lo ampara se acomoda a las fuentes jurídicas de rango superior. Si lo supiera, justamente aquí lo planteado, es posible que lo hubiera impugnado, por lo que si cambian las bases esenciales de ese consentimiento que lo presidieron, falla el fundamento mismo de la imposibilidad de recurrir debido a una firmeza tan precariamente obtenida”.

3.  El Supremo cuestiona la rigidez del procedimiento de revisión de actos nulos de pleno derecho (217, LGT).

Ya hemos visto que el Supremo considera la vía del 217 de la LGT, un “último, angosto y precario asidero”. Pero su crítica va más allá, y es que considera además, que “Los plazos de los recursos administrativos obligatorios -es de repetir, privilegios exorbitantes de la Administración- no son de prescripción, sino de caducidad, de una gran fugacidad y, de rebasarse, suponen a todo trance, como consecuencia adversa, y sin posible prueba en contrario, que el interesado ha dejado firme y consentido el acto de que se trata. Tal declaración supone, en la práctica, una especie de derecho fundamental de la Administración a dejar intangible el acto. En ningún caso, el ordenamiento español permite acreditar al interesado las circunstancias que rodean el carácter consentido y libre del acto -ej. el desconocimiento de la antijuricidad de la norma nacional aplicada”.

Recalca además que “Frente a los actos firmes -sin sentencia- sólo cabe acudir a vías rigurosamente excepcionales, por motivos tasados y en presencia de causas ciertamente graves, como la revisión de oficio o la revocación, que también ha de decidir la propia Administración interesada”.

Estamos, en definitiva, ante una crítica contundente, y muy dura, al parapeto que supone para la Administración la existencia del acto firme y consentido. Crítica que, como he indicado, comparto plenamente. Sin embargo, considero que el Supremo no ha sido tan contundente en otras ocasiones. Ello es especialmente notorio en el caso de la plusvalía municipal.

LA RIGIDEZ DEL TRIBUNAL SUPREMO CON LAS LIQUIDACIONES FIRMES DEL IMPUESTO DE PLUSVALÍA MUNICIPAL

El Tribunal Supremo, en sentencias de 18-5-2020 (recursos 1665/2019, 2596/2019 y 1068/2019) cerró la posibilidad de declarar la nulidad de pleno derecho de las liquidaciones firmes del impuesto de plusvalía municipal.

Comenté dichas sentencias en este mismo blog, destacando incluso el “blindaje” llevado a cabo por muchos Ayuntamientos, para dificultar el recurso de los contribuyentes.

Sin embargo y en lo que se refiere a la vía para reclamar la nulidad de pleno derecho de estas liquidaciones firmes, el Tribunal Supremo fue entonces mucho más estricto.

Así, en las referidas sentencias afirmó que “La acción de nulidad no está concebida para canalizar cualquier infracción del ordenamiento jurídico que pueda imputarse a un acto tributario firme, sino solo aquellas que constituyan un supuesto tasado de nulidad plena, previsto en el artículo 217 de la Ley General Tributaria…”. Vemos por tanto cómo no existe crítica alguna al procedimiento. No era entonces un procedimiento rígido ni angosto. Ni tampoco suponía un “derecho fundamental de la Administración a dejar intangible el acto”, como ahora se afirma.

Más al bien al contrario, el Supremo recalcó que la acción de nulidad debe referirse tan solo a casos concretos, e interpretarse de forma restrictiva. Así, continúa el Supremo afirmando que este procedimiento para declarar la nulidad “sacrifica la seguridad jurídica en beneficio de la legalidad cuando ésta es vulnerada de manera radical, lo que obliga a analizar la concurrencia de aquellos motivos tasados -con talante restrictivo”.

Por último, no hay en estas sentencias ni rastro de la benevolencia y comprensión con la que el Supremo trata ahora a los contribuyentes que solicitan la nulidad, en caso de infracción de Derecho comunitario. Así, declaró el Supremo que “dada la previa inacción del interesado, que no utilizó en su momento el cauce adecuado para atacar aquel acto con cuantos motivos de invalidez hubiera tenido por conveniente- la revisión de oficio no es remedio para pretender la invalidez de actos anulables, sino solo para revisar actos nulos de pleno derecho”.

Por último, el Supremo fue claro y contundente al declarar cuál era la única vía para obtener la devolución de ingresos indebidos, en caso de una liquidación firme. Y ello, afirmando que “No son necesarios especiales esfuerzos hermenéuticos para convenir que solo procederá la devolución cuando el acto (firme) de aplicación del tributo en virtud del cual se haya efectuado el ingreso indebido (i) sea nulo de pleno derecho o (ii) se revoque en los términos del artículo 219 de la Ley General Tributaria, en ambos casos -obvio es decirlo- siempre que se cumplan estrictamente las exigencias previstas en esos dos preceptos”.

Ni rastro, por tanto, de la obligación, que ahora se impone como criterio interpretativo, de “considerar la petición sin que haya de invocarse para ello una causa de nulidad de pleno derecho, única posibilidad de satisfacer el principio de efectividad”.

EL PRINCIPIO DE EFECTIVIDAD, ¿JUSTIFICA ESTE CAMBIO EN LA DOCTRINA DEL TRIBUNAL SUPREMO?

Considero que ambos supuestos son comparables. Y ello, aunque uno se refiera a la vulneración de nuestra Constitución, y el otro, a la vulneración del Derecho comunitario.

La sentencia del Supremo que vengo comentando, no obstante, se refiere al principio de efectividad, como fundamento de un pronunciamiento tan novedoso. En base a tal principio, nuestra normativa interna no debe imponer trabas excesivas para que los contribuyentes puedan restablecer la aplicación del Derecho comunitario, cuando éste haya sido vulnerado.

Así, el Tribunal Supremo se plantea “si el examen sobre si el acto cuestionado, por ser firme y consentido (…) es nulo o no de pleno derecho exige una respuesta anterior sobre si tal es la única vía que nuestro derecho interno ofrece frente a las vulneraciones del derecho de la unión o si, por el contrario, cabe un sistema de adecuación a este ordenamiento un poco más amplio y flexible, en aras de la satisfacción del principio de efectividad”.

Sin embargo, el hecho de que deba velarse por eliminar cualquier traba u obstáculo que impida restablecer situaciones en las que se ha vulnerado el Derecho comunitario, no significa, a mi juicio, que no deban eliminarse igualmente dichas trabas, cuando la norma vulnerada es nuestra Constitución.

Y es que, de lo contrario, estaríamos legitimando que una vulneración de la Constitución tenga menos efectos y consecuencias para la Administración, que una vulneración de normativa comunitaria. En definitiva, se estaría permitiendo que a la Administración le saliera más barato vulnerar la Constitución, que el Derecho comunitario.

¿Y A PARTIR DE AHORA, QUÉ?

La interpretación sostenida por el Tribunal Supremo en la sentencia de 16-7-2020 es, a mi juicio, novedosa y valiente. Y supone un bálsamo para todos aquellos contribuyentes a los que se cerró la puerta para exigir la devolución de ingresos indebidos, en caso de liquidaciones firmes, dictadas en base a normativa contraria al Derecho de la Unión.

Sin embargo, surge la duda de si dicha doctrina podrá extenderse también al caso de que dichas liquidaciones firmes, se hubiesen dictado en aplicación de normativa que haya vulnerado la Constitución.

En definitiva, cabe preguntarse si el Supremo considerará que, en todo caso, la acción de nulidad es rígida, angosta, excesiva, y no tiene en cuenta los motivos por los que el contribuyente no recurrió en plazo. O, por el contrario, ello solo ocurrirá cuando se alegue la existencia de una vulneración del Derecho comunitario.

Los nombramientos discrecionales del consejo general del poder judicial y la actual situación de bloqueo

El pasado lunes 7 de septiembre, en el acto de apertura del Año Judicial 2020/2021, el Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, en su discurso de despedida (el tercero), dijo que el retraso en la renovación del Consejo constituía una “seria anomalía” y que la propia Constitución atribuía al mismo unas muy relevantes funciones en materia de nombramientos, funciones que “deben seguir desarrollándose con normalidad porque lo contrario sería incumplir la propia norma fundamental, con grave quebranto de la Justicia española”.

Ante estas afirmaciones no podemos sino preguntarnos … si las funciones del CGPJ deben seguir desarrollándose con normalidad, aún estando en funciones y, en su consecuencia, debe seguir haciendo los nombramientos discrecionales correspondientes porque lo contrario sería incumplir la Constitución, entonces ¿por qué el CGPJ ha paralizado dichos nombramientos durante todo este año?

Los motivos que, en su momento, se dieron para justificar la citada paralización fueron unas vagas invocaciones a la prudencia para “facilitar la renovación” del propio CGPJ.

Sumiso a las peticiones que se le hicieron desde ambos bandos negociadores, el actual Consejo las atendió paralizando los nombramientos discrecionales, puesto que “había constancia” de la existencia de esas negociaciones y parecía que la renovación era inminente.

Con esa actitud, el actual CGPJ se prestaba al juego de los negociadores de PP y PSOE, que entendían que cubrir determinadas plazas antes de la renovación, muy sensibles a los intereses de unos y otros, podría terminar por frustrarla. Finalmente, a pesar de la complicidad mostrada, la renovación no ha podido hacerse por las razones de todos conocidas y ha quedado aparcada sine die.

Ante esta situación, cabe hacerse algunas preguntas: ¿por qué precisamente fueron los nombramientos discrecionales lo que se paralizó, aún a riesgo de incumplir la Constitución? Si los nombramientos discrecionales del CGPJ han de hacerse en atención al mérito y capacidad de los aspirantes y no en atención a su ideología o a su afiliación asociativa o política o al amiguismo personal, entonces ¿qué diferencia hay entre que esos nombramientos los haga un CGPJ u otro? Dicho de otro modo, ¿está reconociendo el actual CGPJ que otro distinto podría nombrar a otros Magistrados o Magistradas para estos mismos puestos? Si los criterios para hacer este tipo de nombramientos son los recogidos en el Reglamento 1/2010, de 25 de febrero, por el que se regula el régimen jurídico de los nombramientos discrecionales del CGPJ y existe la firme voluntad de atenerse a los mismos, entonces debería dar lo mismo quién hiciera tales nombramientos porque las diferencias, a pesar de la amplia discrecionalidad de que gozan los electores, deberían ser muy pocas.

Es claro que en la mente de los principales negociadores de la renovación (por cierto, dos experimentados Magistrados de Carrera y antiguos Vocales) pueden anidar esas ideas de que, a estos efectos, no es lo mismo un CGPJ que otro; pero esa forma de pensar no es admisible en la mente del actual Consejo en funciones, que debería ser capaz de defender su trabajo discrecional (que no arbitrario) urbi et orbi.

Sin embargo, no ha sido así. Y, mientras se escriben estas líneas, ya llevamos todo el presente año 2020 sin que el CGPJ haya hecho un solo nombramiento discrecional judicial dejando, por ejemplo, tres plazas de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, de lo Penal (la quinta parte de su plantilla), sin cubrir durante casi un año. Y ello a pesar de que el citado Reglamento 1/2010 dice bien a las claras que las vacantes de las plazas de nombramiento discrecional del CGPJ se anunciarán para su cobertura en el BOE inmediatamente después de producidas y, una vez publicada, la convocatoria se resolverá “en el plazo máximo de seis meses siguientes a la fecha de publicación”.

Una eficaz Administración de Justicia exigía que estas plazas del Tribunal Supremo (y las restantes vacantes) se hubieran intentado cubrir, con el quorum requerido y en los plazos reglamentariamente establecidos, puesto que el CGPJ, en tanto que Órgano Constitucional, está sometido al principio de legalidad y no al de oportunidad, que es propio de la vida política.

No haberlo hecho así y no haberlo hecho para “facilitar” la renovación del Órgano, supone no sólo una derogación singular de lo dispuesto en una disposición de carácter general, sino también una verdadera dejación de las funciones que le impone directamente la Constitución, como reconoció el propio Presidente en la Apertura del Año Judicial, provocando con ello un quebranto grave en el funcionamiento ordinario de nuestra Justicia.

Pero es que, además, con su actitud colaboracionista, el CGPJ en funciones ha querido facilitar no cualquier renovación, sino la única que puede producirse con la Ley vigente, es decir, aquella en la que las Cortes Generales eligen a los veinte Vocales, incluidos por tanto los doce Judiciales. Con esa actitud, el CGPJ en el que, según el Tribunal Constitucional, tendrían que estar representadas todas las corrientes de opinión existentes en la Carrera Judicial, hace oídos sordos al sentir abrumadoramente mayoritario de la Carrera Judicial y a la práctica totalidad de sus Asociaciones Profesionales, que vienen pidiendo insistentemente un cambio legislativo que les permita elegir a sus propios representantes en el seno del CGPJ.

El posicionamiento del actual CGPJ en relación con esta sensible cuestión no deja de ser llamativo. No es ya sólo que los Vocales y el Presidente estén donde están gracias a este sistema, repudiado por la inmensa mayoría de la sociedad española, sino que en la respuesta-informe de su Comisión Permanente a las recomendaciones de la Cuarta Ronda de Evaluación del GRECO, de 4 de junio de 2020, intentó autolegitimarse alegando que había sido respaldado por más del 90% de las fuerzas parlamentarias existentes en el momento de su elección, como si fuera el porcentaje de apoyo lo relevante y no el haberse acogido al sistema de “cuotas”, que fue lo que en el ya lejano año 1986 el Tribunal Constitucional rechazó de plano.

Lamentablemente, con estas actuaciones, se ve demasiado claro quiénes mueven los hilos en el máximo Órgano de Gobierno de los Jueces, pues ha quedado palpablemente demostrado que el puntual ejercicio de las funciones que la Constitución atribuye al CGPJ se han subordinado abiertamente a otros intereses, de naturaleza política, muy distintos de aquellos a los que el CGPJ (cualquier CGPJ), debería servir.

Si tan importante es (y lo es, sin duda) la fortaleza de las Instituciones y si una situación de interinidad como la actual no hace más que erosionar y degradar el prestigio y la credibilidad del CGPJ, cabe también preguntarse si no existe otra solución para poner fin a esta “seria anomalía” que la de esperar pacientemente a que los partidos políticos, enfrascados en una guerra sin cuartel, se pongan de acuerdo.

Sí la hay y se llama renuncia. La Ley Orgánica del Poder Judicial contempla, como una modalidad de cese en sus respectivos cargos, la renuncia voluntaria, tanto de los Vocales, como del Presidente y es evidente que, si pueden renunciar a sus cargos durante el plazo ordinario de su mandato, con mayor razón lo pueden hacer estando en funciones. En la historia del CGPJ hay varios ejemplos de renuncias, si bien nunca en bloque.

La más que justificada renuncia del actual CGPJ, al haber transcurrido con creces el mandato legal de cinco años (lleva ya casi siete), abriría una crisis institucional de tal magnitud, tanto a nivel interno como, sobre todo, a nivel de la Unión Europea, que obligaría a un pacto político inmediato, ya fuera para renovar el CGPJ, ya fuera para cambiar el sistema de elección de los Vocales Judiciales. También sería una muy buena ocasión para conocer cuáles son las verdaderas intenciones de los partidos políticos concernidos.

No faltan quienes piensan que hacer coincidir la renovación del CGPJ con la de cuatro plazas en el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo, el Consejo de Administración de RTVE y otras más que puedan ir surgiendo a lo largo de todo este tiempo de interinidad, obedece a la necesidad de contar con un amplio conjunto de plazas vacantes para poder negociar su cobertura a gusto de todos los implicados.

Los que así piensan, también creen que esta es la razón verdadera por la que nadie va a dimitir ya que, aducen, una dimisión en bloque (o individual), adoptada al margen de los intereses políticos en juego, dejaría automáticamente a los implicados sin posibilidades de llegar a los puestos que ambicionan.

Queremos creer que no es así y que la fortaleza y el prestigio de las Instituciones están muy por encima de las ambiciones personales, pero también ahora es un buen momento para demostrarlo.