La renovación de los órganos constitucionales: una tarea pendiente ineludible

“La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, reza el apartado 2º del artículo 1º de la Constitución española. De ello se deduce que las Cortes Generales, en las que reside la representación de los españoles, son fuente de legitimación democrática y por ello participan en la elección de algunos miembros de diversos órganos constitucionales.

En este artículo nos centraremos en dos de ellos: Consejo General del Poder Judicial y Tribunal Constitucional. Se trata de dos órganos capitales para el buen funcionamiento de nuestro Estado constitucional de Derecho: el Consejo General, como órgano de gobierno de los jueces, y el Tribunal Constitucional, como intérprete y guardián último de la Constitución. Y, precisamente, una de las tareas pendientes que heredaron las Cortes Generales en la actual Legislatura es la renovación de ambos órganos, la cual lleva bloqueada ya demasiado tiempo, con muchos de sus miembros con sus mandatos prorrogados.

De hecho, estas semanas estamos viendo que se ha vuelto a poner encima del tablero político estas negociaciones. Pues bien, dependiendo de cómo cumplan con esta tarea nuestros representantes políticos podremos tener una idea sobre si por fin se abren tiempos favorables a la regeneración de nuestro sistema institucional o si seguiremos incursos en el proceso de degradación partitocrática que veníamos acusando en las últimas décadas. De momento, el espectáculo viene siendo poco edificante.

La razón última que justifica la intervención parlamentaria en estos nombramientos radica en el propio principio democrático, como se ha dicho: Los ciudadanos elegimos a nuestros representantes políticos y confiamos que ellos seleccionarán adecuadamente a quienes ocupen estas altas magistraturas cuyas funciones, aunque no sean políticas y requieran una alta dosis de independencia y de especialización técnica –en el caso, jurídica-, tampoco parece que puedan ser encomendadas a puros tecnócratas que, llegado el caso, ganaran una oposición para ocupar esos cargos. Por un lado, el Tribunal Constitucional es el “contrapoder” por antonomasia en el actual Estado democrático de Derecho. Especialmente, a él le corresponde controlar al Legislador, que no en vano ha sido elegido por el pueblo.

Además, la Constitución es una norma abierta, susceptible de una “lectura moral” (por decirlo con Dworkin), ya que, dentro de lo que sería su interpretación jurídica, es cierto que admite una pluralidad de acercamientos (desde lecturas más conservadoras a otras progresistas o liberales, de originalistas a favorables a su evolución…). De ahí la conveniencia de que la elección de sus magistrados tenga fundamento democrático. En España, de los 12 magistrados constitucionales, 8 son elegidos por Congreso y Senado, 2 Gobierno y 2 Consejo General del Poder Judicial. De esta manera, el constituyente quiso hacer intervenir a los tres poderes del Estado en esta sensible elección.

Por otro lado, la justificación de la elección con base “democrática” de los vocales del Consejo General del Poder Judicial presenta matices propios. El Consejo no es un órgano jurisdiccional, es decir, no resuelve casos judiciales, pero adopta decisiones muy importantes en materia de política judicial que antes se residenciaban en el Ministerio de Justicia y que ahora la Constitución ha considerado, a mi juicio acertadamente, que deben ser adoptadas por un órgano autónomo: nombramientos, ascensos, inspección, régimen disciplinario de los jueces… Aquí, la cuestión fue: ¿órgano de “auto-gobierno” de los jueces –elegido por y entre jueces- o con intervención política? La Constitución lo dejó abierto, aunque dispuso que de sus 20 miembros, 12 han de ser jueces y magistrados en activo, y el resto juristas de reconocida competencia.

Pero, si en 1980 la primera Ley Orgánica que lo reguló dispuso que los vocales judiciales fueran elegidos por y entre jueces y magistrados, desde 1985 los 20 vocales los elige el Parlamento. El Tribunal Constitucional ya advirtió del riesgo de politización que comportaba este sistema y el Consejo de Europa viene señalando que al menos la mitad de los miembros deberían ser elegidos por los propios jueces para preservar la independencia judicial.

Y es que tanto el Constitucional como el Consejo General del Poder Judicial son órganos muy sensibles y su politización menoscaba la confianza en el Estado de Derecho. Para evitarlo, la Constitución prevé toda una serie de garantías: mayorías cualificadas de 3/5 que exigen forjar amplios consensos; reconocido prestigio profesional; un mandato más largo que la Legislatura; inamovilidad e imposibilidad de reelección… Pero que, a la vista de los hechos, resultan insuficientes o ineficaces. De ahí que sea interesante plantear algunas reformas. Por ejemplo, comités técnicos que evalúen a los candidatos antes de su elección, como ocurre para nombrar magistrados del TEDH.

Ahora bien, la mayor de las corruptelas viene dada por la práctica política del reparto por cuotas. Aquello que los italianos han bautizado como lottizzazione. Los partidos, en lugar de negociar cada uno de los nombramientos y de discutir la valía de los posibles candidatos, se centran en la “cuota” que a cada partido le corresponde: tú nombras 3 y yo 2, y luego nos prestamos los votos para que tú metas a los tuyos y yo a los míos. La expresión más gráfica de esto se tuvo con la revelación de los mensajes del portavoz del PP Ignacio Cosidó.

De manera que, ante la negociación que está teniendo lugar, nuestros representantes políticos tienen tres posibilidades para afrontar esta tarea pendiente: bloquear, y que los actuales miembros sigan en precario, con el consiguiente descrédito de las instituciones; hacer un enjuague político repartiendo cuotas para poner a los propios, como venían haciendo; o afrontar una negociación que busque el consenso sobre personas de reconocido prestigio e independencia, como ocurrió en los primeros años de democracia. A lo que añadir una disposición sincera a mejorar el sistema de garantías con las correspondientes reformas legislativas. Esta última supondría un auténtico “gobierno del cambio”, con la leal participación de la oposición, hacia una democracia más sana y vigorosa.